viernes, 24 de septiembre de 2010

LITERATURA MANIERISTA EN LOS SIGLOS XVI Y XVII - Rafael de Cózar

8.1. Del Renacimiento al Barroco

El importante papel que tiene en esta época el desarrollo de los artificios objeto de nuestra investigación y la extensión a que nos obliga su estudio, justifica que hayamos optado por una división en tres capítulos en vez de integrar toda la etapa en uno, como hemos hecho con las que le preceden. Esto nos permite además exponer con mayor claridad los aspectos básicos, la teoría y el estudio de los artificios más frecuentes, desarrollados de forma integrada en el análisis de las otras épocas.

Por otro lado, el concepto de manierismo, que hemos usado en sentido amplio y como constante histórica en el capítulo segundo de la primera parte, viene a definir ahora a una época concreta en la periodización literaria. En ella, la tendencia al artificio, cuyo proceso hasta ahora ha quedado ya más o menos sistematizado, parece desarrollarse en toda su extensión hasta adquirir un nuevo sentido en el mundo simbólico del Barroco.

No podemos, sin embargo, abarcar los límites a donde llega el artificio ni apuntar siquiera un conjunto exhaustivo de ejemplos; esto habrá de ser objeto de una investigación más individualizada y extensa, dada la complejidad y variedad de los fundamentos estéticos que determinan la creación de esta época(1).

Pero es preciso partir de estas bases y delimitar, a partir de la teoría conceptual y formal, más allá de los campos que venimos definiendo en nuestro estudio y dentro, por tanto, de la literatura discursiva, de las fórmulas habituales. La complejidad, la dificultad y la oscuridad en literatura ya no se adscriben de forma exclusiva o predominante a nuestras fórmulas artificiosas o extravagantes, y esto podría significar que la heterodoxia que nuestras formas representan pasaría, en cierto modo, a ser norma estética.

Algo similar vuelve a ocurrir en la vanguardia contemporánea, época en la que la experimentación formal impregna no sólo a las obras que en ella se incluyen, sino incluso a la literatura normativa, de forma especial por la concepción del espacio tipográfico.

En cualquier caso, el conjunto de artificios que recogemos en nuestro trabajo no se ha estudiado de forma global en la literatura española, si bien hay algunas excepciones en fórmulas concretas, como la emblemática, y estudios parciales sobre jeroglíficos, empresas o poemas correlativos. Es preciso, por tanto, corroborar las referencias de la teoría literaria en esta época a través de la revisión exhaustiva de la bibliografía menos usual, las antologías y “coronas poéticas”, “justas” y colecciones de festividades y homenajes(2).

Existe, por tanto, una clara línea de continuidad con la tradición anterior e incluso, aunque entre el Renacimiento y el Barroco no parece haber grandes diferencias en el tratamiento de determinados artificios, un matiz sustancial podría distinguir ambas épocas: en varias de las fórmulas la función original de índole mágica, esotérica o incluso estética parece abandonarse en la evolución por un sentido más lúdico o práctico. Este sería el caso del emblema y el caligrama, vinculados ambos con la tradición anterior y productos de la admiración renacentista por las fuentes grecolatinas, pero pronto orientados el primero hacia la proyección religiosa y el segundo como artificio de circunstancias o mera demostración de dificultad, sobre todo durante la prolongación del barroco en el siglo XVIII(3).

La creación como experimentación, la proximidad del concepto de arte poético y la ciencia al dirigir la norma creativa con un carácter racional, el intelectualismo manierista en suma, arrancan de los teóricos renacentistas entre los que podría situarse como modelo a Julio César Scaligero, precedente de las llamadas “rarezas” de Rengifo, junto a Antonio Da Tempo(4), autores a los que más adelante nos referiremos.

8.2. El cauce Barroco

La ingeniosidad, el juego verbal, la agudeza, que defendió Gracián y que venía ya testimoniada, según él, por la poesía provenzal y la literatura medieval, sitúa a los poetas Guevara, Cartagena o el Conde de Ureña, entre otros muchos, como antecedentes del conceptismo, línea que Gracián prolonga a los del XVI y que se manifiesta, como vimos, en los Cancioneros(5).

Dificultad y oscuridad como rasgos definitorios de esta época, tanto en la línea de estilo conceptista como en la culterana tradicionales, son elementos básicos que fundamentan nuestros artificios desde sus raíces. Incluso la búsqueda de la innovación personal a través de la combinación y complicación de una pluralidad de modelos, como formularon a lo largo de su obra Herrera y Barahona, entre otros autores, es una idea básica de la actitud manierista que muy bien sintetiza la fórmula del centón (o “collage” literario) aunque el presupuesto de claridad de Herrera lo sitúe frente a todos estos artificios que estudiamos(6).

Tal vez esa actitud moderada, contraria a las extravagancias excesivas, tuvo en España mayor vigencia que en Europa, lo que explicaría que estos tengan en nuestro país una menor acogida, como refleja el estudio del caligrama. También puede pensarse que el Barroco asimiló pronto la tendencia al formalismo manierista impregnándolo de contenido. Este hecho, a pesar de las enormes distancias, podríamos compararlo con el proceso que lleva al Surrealismo, como movimiento que da cuerpo y sentido a las vanguardias formalistas: Cubismo, Futurismo, Dadaísmo. El Surrealismo las integra, recibe la herencia del caligrama y de la dimensión visual, espacial, del lenguaje, pero sirve a la vez de freno relativo a esta línea, como el Barroco con los experimentos manieristas.

Es evidente pues que la presencia de nuestros artificios ha de explicarse en un marco general de tendencia hacia la dificultad.

Las raíces de la artificiosidad conceptual y formal del Barroco arrancan, según Pfandl, de:

“los esfuerzos de los filólogos españoles del Renacimiento que en su perdonable ignorancia del latín vulgar y de la evolución fonética, consideraban su lengua materna como un latín decadente y estropeado, y se esforzaban en reparar las más groseras faltas de aquella supuesta degeneración lingüística acudiendo a toda clase de artificios latinizantes”(7).

Este hecho, sin embargo, no es privativo de los españoles, a pesar de que Pfandl parece atribuirlo de forma predominante a nuestra cultura, según se deduce de sus palabras:

“El ideal Barroco del hombre de ingenio procede de España. Cierta natural disposición a la agudeza y al buen sentido, a lo sentencioso y epigramático en el pensar y en el hablar, se eleva bajo la exaltada abundancia de grandes y pequeños talentos hasta un “furor ingenii”, un prurito de individualismo y originalidad ingeniosa, sin ejemplo en la Europa contemporánea y que no vuelve a encontrar su parecido hasta el impulso genial del romanticismo”(8).

La fuente latina que explica la artificiosidad conceptual y formal del Barroco así como una cierta disposición natural al ingenio del español, ideas que se desprenden de estas citas de Pfandl, podrían hacer pensar en un predominio de la literatura española en la tendencia al artificio, pero esto ha de entenderse en todo caso en un sentido general pues, con los datos de que disponemos, las fórmulas más evidentes (como caligramas o laberintos) no son frecuentes en nuestra literatura de este período.

Ya vimos incluso que en la poesía medieval hay una mayor moderación en las formas difíciles que en Francia, lo que también reconoce Pfandl:

“Las formas e ideas del conceptismo y cultismo ya existían en una amplia zona de la literatura nacional de los últimos tiempos de la Edad Media y del Renacimiento; en otras palabras: el nuevo estilo del siglo XVII no es otra cosa que la metódica acumulación de determinados recursos y artificios que habían sido utilizados y propagados aisladamente, aunque con más moderación, durante dos siglos, por los autores españoles”.(9)

Las posibles razones de esta mayor moderación son para nosotros muy interesantes y difíciles a un tiempo de delimitar, pues sería lógico que en el período barroco, en el que la tendencia al artificio se generaliza, las posiciones más radicales (que representan las fórmulas que estudiamos) deberían tener también en España su más claro exponente.

Si se nos permite continuar en este plano de generalizaciones, resultará curioso observar que esta moderación de la Edad Media y Renacimiento (rechazo de las fórmulas más extravagantes) se extiende a otros estilos y épocas hasta la vanguardia, con lo que nuestra cultura, que se ha definido en una relativa constante de barroquismo, resulta moderada en los planteamientos extremos.(10)

8.3. La integración de las artes: León Hebreo

Otro aspecto básico para nosotros en el estudio de esta época es el de la integración de las artes, rasgo del ilusionismo barroco al que Pfandl llama “colectivismo estético”:

“De acuerdo con el sentimiento barroco toda obra artística es el resultado de la unión de diversas artes (...); ciertas formas del arte literario barroco, ciertas manifestaciones de la vida pública, incluso algunas ramas de las artes plásticas, muestran aquel impulso colectivo que junta en una unidad polifónica tantas como sea posible de las artes de la palabra, de la música, de la pintura y de la escultura”(11).

Este fenómeno tiene proyección no sólo literaria, a través de formas concretas de interrelación: jeroglíficos, empresas, emblemas o caligramas, sino también más allá de estos límites: La tipografía, el grabado y la ilustración del libro como elementos decorativos: láminas, frontispicios, orlas, viñetas y letras iniciales, aparte de los géneros literarios que también recogen esta tendencia a la integración de las artes.

La novela pasa a ser síntesis de narración, canción, diálogo y el teatro lleva al límite la mezcla de los estilos lírico, épico, dramático. El auto sacramental es sin duda el mejor ejemplo de integración de las formas artísticas y de elementos externos a estas: la Biblia y la historia, la alegoría cristiana y la mitología pagana; como la festividad del Corpus viene a ser, tras la Contrareforma, ejemplo destacado de la integración del teatro religioso con la música, el baile, el adorno de las calles y los desfiles. La percepción del mundo es en el Barroco esencialmente sensorial, por lo que la tendencia al visualismo en la literatura resulta lógica, del mismo modo que en la época contemporánea. Todo esto tiene también sentido a partir de la interpretación literal del principio horaciano “ut pictura poesis”, a pesar de que los límites entre estas artes estén delimitados por la teoría con claridad. En Alfonso López “el Pinciano” el tema de la poesía y la pintura aparece relacionado con cierta frecuencia, como en la mayoría de los preceptistas del Renacimiento, pero a partir del símil y sin confundir los límites entre las dos artes. La pintura como “poesía muda” y la poesía como “pintura que habla”, además de la vinculación entre pintores y poetas, es algo aceptado en la época y, como vuelve a ocurrir en el presente, se refleja mejor en la creación artística que en el planteamiento teórico.(12)

Tal vez el autor que mejor sintetiza estos aspectos de la integración artística a partir del formalismo sea el humanista judío español León Hebreo, ejemplo además del papel que el Renacimiento otorga a lo visual como vía de conocimiento del mundo, la más perfecta, al ser el vehículo directo de la obra de Dios. Su obra Philographia o Dialoghi d’amore.(13) es la fusión de la filosofía platónica y aristotélica con rasgos de misticismo y cábala, la línea de pensamiento que viene del neoplatónico Ben Gabirol y el aristotélico Maimónides, metafísica de la poesía que arranca de la teoría pitagórica de los números y las esferas celestes. Por esta base pitagórica se integran los sonidos del movimiento de los cuerpos celestes en una base musical armónica (música celestial) que sustenta el universo en su peso, medida y número.

De aquí que su estética se centre en la percepción y en los dos sentidos espirituales, la vista y el oído, vehículos de la luz y la armonía. Para León Hebreo la belleza, como vía hacia la verdad, hacia la divinidad (suprema hermosura), no procede de la materia (sin valor en sí misma en origen), sino de la forma, que es lo que hace participar a aquella del mundo espiritual.

La transformación de la materia es lo propio del arte, siendo la forma lo que da perfección al objeto, lo que le convierte en objeto hermoso: ello implica que es mediante el artificio como se logra la hermosura que la materia no posee. La luz es así la forma universal que hace hermoso al color, como la armonía es la forma que une y ordena los sonidos en consonancia perfecta y, por ello, la vista y el oido se sitúan como vías básicas de la percepción.(14)

La hermosura de los objetos y las cosas procede del mundo espiritual de las formas y la belleza depende también de la resistencia de la materia a ser transformada. Esta idea nos resulta muy interesante pues parece entenderse que la mayor o menor resistencia de la materia a transformarse incidirá en la belleza del objeto. Con ello la dificultad formal pasa a tener valor por sí misma, se convierte en punto esencial para el arte. Esto nos recuerda el pensamiento de Dionisio de Halicarnaso -también formalista- en torno al valor del lenguaje por sí mismo, independientemente de la idea que lo sustenta.

El neoplatonismo de León Hebreo explica además su concepción del origen de las formas en el propio artista, quien posee en su espíritu las formas artificiales, siempre superiores, más perfectas y hermosas que el cuerpo creado a partir de ellas. La obra de arte procede así de la idea, es un resultado, un reflejo de las formas existentes en su alma, que es lo que el perceptor reproduce en la suya.

Quiere esto decir que si la vista y el oido son sentidos esenciales, porque de ellos depende la captación de la luz o la armonía, la percepción sin embargo no se queda en los sentidos, sino que es al alma donde se dirigen y hacen surgir las formas y esencias latentes en ella. Al ser la percepción un problema espiritual no todos pueden acceder al arte (aunque lo reciban por los sentidos) y la no comprensión depende exclusivamente del hombre, que puede no ser capaz de descubrir a través de las formas la espiritualidad que hay en ellas. Pero es indudable que Hebreo defiende la complejidad, la oscuridad, el concepto minoritario del arte:

“Declarar demasiadamente la verdadera y profunda ciencia es echarla a los inhábiles della, en cuyas mentes se corrompe y adultera como haze el buen vino en ruin vaso (...) pero en los tiempos antiguos encerraban los secretos del conocimiento intelectual dentro de las cortinas de las fábulas con grandísimo artificio, para que no pudiese entrar dentro sino ingenio apto a las cosas divinas e intelectuales”(15).

8.4. La admiración por la cultura egipcia entre las fuentes del simbolismo barroco: El jeroglífico

Si en León Hebreo encontramos algunas de las claves que anuncian el formalismo, el concepto de dificultad o la tendencia a la integración de las artes, no cabe duda de que uno de los puntos más importantes para la renovación del artificio es el ambiente creado en torno a la cultura egipcia y de forma concreta en el jeroglífico.

El redescubrimiento de la antigüedad griega trae consigo el contagio de la admiración que aquella mostró por la cultura egipcia, a la que consideró portadora de una sabiduría mística y esotérica de origen divino. La dinastía de los Ptolomeos es la etapa más importante en esta línea y, por tanto, la de mayor interés para aquellos que buscaban adquirir ese conocimiento oculto, inaccesible a los no iniciados. No olvidamos que esa es la época en que se produjeron los más importantes artificios literarios, como hemos visto, lo que explicaría la revitalización de estos en el Renacimiento y que sean aquellos primeros autores griegos de caligramas la fuente directa para los renacentistas (en los que es patente la influencia de sus modelos).

El jeroglífico parece, sin embargo, la fórmula que más interesó en la época que estudiamos, al considerarla como síntesis de aquella mítica y antigua sabiduría que, con la caida de los Ptolomeos, había quedado latente en el mundo griego y latino hasta su revitalización renacentista (hecho que venimos comprobando en este resumen histórico).

Algunos manuscritos antiguos, traducidos en el siglo XV, fueron la base para la calurosa acogida al arte del jeroglífico que se manifiesta en el elevado número de obras surgidas, sobre todo en el XVI, sobre estos temas.

La versión latina del Hieroglyphica Horapolli, procedente de un manuscrito griego fechado entre los siglos II al IV, aparecido en 1419 y que se consideró versión a su vez de un supuesto original egipcio, llegó a ser para los humanistas fuente básica para el conocimiento de aquella sabiduría egipcia. Esta obra, publicada en Venecia en 1505 y varias veces reeditada(16), pretendía explicar el sentido oculto de los jeroglíficos egipcios siguiendo la misma línea que, desde la tradición latina (Plotino), se había señalado por estas interpretaciones. Ahora resurgen y aumentan de forma considerable los esfuerzos por interpretar aquella cultura y son bastantes las obras que se publican a lo largo del siglo XVI sobre estos temas; ello significa que esta época es una de las de mayor afición por todo lo que provenga de Egipto y síntoma de ese gusto generalizado por lo ideográfico, secreto y esotérico, además de la supervaloración de lo visual. Parece hoy aceptada la influencia del Horapollo y sus múltiples versiones sobre el neoplatonismo florentino y sobre el pensamiento alegórico en la Europa de este período(17).

Piero Valeriano es tal vez el autor con una influencia más amplia y permanente a partir del repertorio de símbolos que supone su Hieroglyphica sive de sacris Aegiptorum, especie de manual básico para la composición de todo tipo de artificios de ingenio, desde el emblema a la charada y que, como señala Julián Gállego, fue muy influyente entre los autores españoles(18).

Este mismo estudioso señala a Francesco Colonna y su Hypnerotomachia Poliphili como descubridor y difusor de:

“un universo esotérico y arqueológico, en que cada paisaje, cada monumento, esconde un sentido misterioso sólo accesible a los iniciados”(19).

De las fuentes clásicas para el simbolismo barroco suele destacarse, sobre todo, las Metamorfosis de Ovidio (impresa por primera vez en castellano en 1551 con versión de Jorge Bustamante, que aparece en acróstico), dentro de la tradición evemerista por la que las leyendas de los dioses se consideran de origen histórico, difuminadas por los poetas y las tradiciones populares. Son bastantes las ediciones que de este libro se realizan en este siglo (Burgos, 1557; Toledo, 1558; Amberes, 1595; Evora, 1595)(20), así como nuevas versiones que evidencian el interés por Ovidio y su influencia en el emblema y la pintura alegórica. También las Etimologías de San Isidoro destacan entre las fuentes de la cultura simbólica en España, base para la formación mitológica de los autores del Siglo de Oro, como también los Padres de la Iglesia.

Entre otras obras interesantes para la tradición simbólica y mitológica se destaca la Philosophia secreta, de Juan Pérez de Moya (Alcalá de Henares, 1611), cuyo título es ya bastante sintomático, y el libro de Fray Baltasar de Vitoria, Theatro de los dioses de la gentilidad (Salamanca, 1620-23), como algunos tratados de estética: Alonso López Pinciano, Philosophia Antigua poética (Madrid, 1596)(21).

8.5. La cultura emblemática y simbólica

También el emblema, iniciado por Andrea Alciato, está claramente vinculado al formalismo visual del jeroglífico: sintetiza con él ese carácter enigmático y la afición por la cultura mitológica, fuentes para el simbolismo barroco. La presencia del jeroglífico en la emblemática se manifiesta en muchos de los ejemplos y es además un indicio de esa relación las abundantes imprecisiones terminológicas. Los teóricos de los siglos XVI y XVII observan estos fenómenos desde posturas muy diversas, por lo que es patente la falta de uniformidad en la delimitación de los conceptos: Emblemas, empresas, blasones, jeroglíficos, aparecen confundidos entre sí de forma generalizada. En cierto modo, esa situación se ha perpetuado y complica el análisis de tales formas hasta hoy mismo, según tendremos ocasión de ver al analizar los artificios a que nos referimos.

Algunos de los más destacados especialistas en estas cuestiones, como Mario Praz(22), señalan así las dificultades aún hoy existentes para delimitar algunos de estos conceptos, a pesar de que el emblema es una de las fórmulas mejor estudiadas y sistematizadas. Si esto ocurre en un campo que observa cierta homogeneidad en esos siglos, no debe resultar extraña la confusión entre otras formas de artificio más difíciles de sistematizar.

La mayoría de los objetos que recogen los emblemas del XVI proceden de la antigüedad o describen de forma figurativa hechos transmitidos literariamente por la tradición, conservando el sentido simbólico que los relaciona a veces con los esquemas alquímicos y cabalistas. La herencia de la Edad Media es también bastante clara, como ya señalamos, y su concepción cristiana del mundo (simbolismo medieval) viene a confluir a su vez en la función didáctica que pronto adquiere la emblemática, y que explica su desarrollo por encima de otras fórmulas a partir de una orientación casi exclusivamente religiosa o moralizadora, ya en el siglo XVII.

El Physiologus y los restantes bestiarios y herbarios medievales se encuentran también entre las fuentes de la emblemática para sus dibujos, así como referencias de la Biblia, las obras alegóricas y las fuentes clásicas.

La literatura religiosa tiene así en la imagen, en lo visual, un importante aliado. De hecho la atención a estos tipos de artificio visual a lo largo de la Edad Media, en el Renacimiento y los siglos de Oro, ha venido fundamentada, como hemos visto, en la Iglesia y sus Padres. De forma especial parece patente en la literatura mística ese esfuerzo por expresar con métodos pictóricos, e incluso a través de la pintura o el grabado, las ideas que se desean transmitir(23).

La simultaneidad de la expresión plástica y poética en los autores religiosos encuentra así una clara formulación en el emblema como esquema textual utilizado en la comunicación doctrinal en el barroco. La necesidad de reforzar con la imagen a la palabra permitió la profusión de los grabados en muchos libros de corte didáctico-religioso. Sin embargo, las raíces de la emblemática renacentista son más bien de orden filosófico-estético y el carácter enigmático del género se encuentra en contradicción relativa con el didactismo, que terminó triunfando en detrimento de la oscuridad, del carácter hermético y profano original.

Si hemos visto que el ambiente creado en torno a la antigüedad puede explicar esa relación entre el jeroglífico y el emblema, también puede deducirse de esa misma raíz el concepto de complejidad, esoterismo, lenguaje en clave o tendencia al iconografismo de la literatura de este período. En este contexto debe situarse la renovación de esas otras manifestaciones que proceden de la tradición: caligramas, pentacrósticos y laberintos, aunque no todas tengan el mismo tratamiento.

Tal vez podría entenderse en esta época una actitud similar a la que explicaba el formalismo de la cultura oriental a partir de un concepto mágico de la escritura, esa idea de que el escritor, como “intermediario” y “traductor” de la palabra divina, está obligado a reproducir el simbolismo de esta en toda su complejidad, aunque ello sin dejar de lado la razón estética como factor a tener en cuenta. De todos modos no es solo el trasfondo mágico-religioso el que configura este ambiente en el que el simbolismo se reproduce. El factor estético ya estaba en la doctrina platónica, a través de sus interpretaciones, en el sentido de que es posible el acceso a un mundo bello frente a la realidad terrena, huida de esta que se expresa a través del simbolismo. La Edad Media había otorgado cierto sentido trascendente a todo lo alegórico y oscuro. La importancia del lenguaje metafórico a lo largo de esta época, fundamentado por los Padres de la Iglesia y el platonismo, desemboca en el Barroco en esa actitud en cierto modo generalizada de desprecio a la sencillez. La abundancia de libros de alegorías y diccionarios alegóricos entre los siglos XVI y XVII es un síntoma de lo dicho.

Según señala Julián Gállego, a través del inventario de algunas bibliotecas, como el testimonio de Lázaro de Velasco, traductor de Vitrubio en el siglo XVI, la biblioteca del pintor Diego Velázquez o la propuesta ideal de Francisco Preciado de la Vega en su Arcadia Pictórica (1789), se deduce que la frecuencia de libros sobre emblemática, mitología, empresas, iconología, simbología o los libros alegóricos debió ser bastante importante entre los intelectuales, aunque cambie el predominio de unas y otras materias en cada época.

A pesar de todos estos planteamientos que sitúan en un plano relativamente trascendente a los artificios que estudiamos, consideramos también esencial el ingrediente lúdico, el concepto de divertimiento intelectual para minorías que tienen estas fórmulas. Algunas de ellas han quedado marginadas de la creación estética y se integran bajo el nombre de “pasatiempos”, lo que en definitiva guarda también relación con el proceso histórico.

La empresa, los motes corteses, los signos de distinción derivados de la cultura caballeresca están dentro de esta línea(24), entre otras invenciones y juegos que se extienden en España desde fines del siglo XV al XVI. Aunque las raíces medievales y la tradición que arranca, incluso, de los estandartes romanos se integran en la heráldica, sin embargo en esta época las empresas han de verse fundamentalmente como arte de ingenio(25).

Pfandl nos dice en este sentido:

“La manía de la ingeniosa sutilidad y de las demostraciones públicas de agudeza y buen juicio, da nuevo impulso al cultivo del jeroglífico, y en su historia (...) revela el siglo barroco una inclinación decidida hacia el juego conceptista de la versificación y el extraordinario adorno formal, más o menos extrechamente ligado al mismo tiempo con la empresa”(26).

El siglo XVI, en definitiva, es una época de especial interés ya que aún pervive la concepción de la naturaleza como un libro escrito en clave, un jeroglífico que es preciso y posible descifrar, mientras en el XVII, en palabras de Julián Gállego:

“Esos misterios, tras haberse disimulado bajo las más triviales apariencias de la vida cotidiana, terminan por estallar como en una apoteósis de fuegos artificiales”(27).

La evolución posterior hará de la naturaleza, durante el siglo XVIII, una fuente de conocimientos objetivos, por lo que el enigma, el mito y la mayoría de nuestros artificios quedan relegados a un papel de mero divertimiento. Este punto creemos que es esencial para entender el sentido que van a tomar los mismos hasta los movimientos de vanguardia. Parece producirse una independencia de estas fórmulas, su liberación de motivaciones trascendentes, lo que explica que se hagan mucho más frecuentes que en los períodos anteriores y, al parecer, vinculadas ya a una preocupación estética, por muy intrascendente que se quiera. Observamos por ejemplo que los emblemas son mucho menos considerados en el setecientos, a pesar de que se evidencia una especie de renacimiento de Alciato a través de múltiples ediciones, aunque de bastante menor calidad (incluso en los grabados) que las de los siglos anteriores. Parece así que la emblemática, como las otras fórmulas de artificio que estudiamos, hubiera quedado relegada a una mera función de ejercicio retórico, aumentando sin embargo su frecuencia. Este fenómeno puede observarse de forma especial en las coronas poéticas y colecciones de poemas de circunstancias. Sin duda el mejor síntoma sea el de las ediciones del Arte poética de Díaz Rengifo, que en este siglo XVIII se ven aumentadas de forma considerable en la parte que se refiere a los “géneros difíciles”, lo que ha contribuido a su leyenda negra.

(1) Remitimos también al resumen de las ideas básicas sobre el manierismo que ya expusimos en el citado capítulo segundo de la parte primera de este libro, evitando así repetirnos innecesariamente.

(2) El hecho de que la teoría poética haga a veces alusión directa a estos artificios nos permite creer en una mayor presencia de los mismos en los siglos XVI y XVII. Según se deduce de los ejemplos que conocemos.

(3) Aunque de forma muy esquemática, también tratamos al principio de nuestro trabajo algunos de los puntos de relación del manierismo, como concepto de orden general, definitorio de la actitud que explica los artificios formales que estudiamos, con otras disciplinas esotéricas.

(4) Véase M.T. Herrick, The fusion of Horatian and Aristotelian Literary Criticism, 1531-1555. (London: Urbana, 1946), pp. 33-34.

(5) Véase Antonio García Berrio, España e Italia ante el conceptismo (Murcia: Publ. Universidad, 1968). En el último capítulo se sintetizan algunos de los juegos de palabras, sintácticos, fonéticos, frecuentes en el conceptismo, a partir de la comparación entre Quevedo y Frugoni, aunque no se entra de hecho en el estudio en profundidad de estos rasgos: pp. 216-224.

(6) En cualquier caso, el rechazo de algunos manieristas españoles a la oscuridad es relativo, pues Herrera admitía la dificultad estilística en correspondencia con la dificultad conceptual. Véase A. Collard, Nueva poesía. Conceptismo y culteranismo en la crítica española, (Madrid: Castalia, 1967). Este rechazo puede incluso explicar la relativa ausencia de estas fórmulas en las poéticas, con la excepción sobre todo de la de Rengifo.

(7) Ludwig Pfandl, Historia de la literatura nacional española en la Edad de Oro, (Barcelona: J. Gili, 1933), p. 273; este hispanista alemán es uno de los que mejor ha estudiado algunos de los manierismos formales en España, razón por la que acudimos a él con frecuencia.

(8) L. Pfandl, op. cit. p. 263.

(9) L. Pfandl, op. cit. p. 274.

(10) Nuestro vanguardismo viene a ser un fenómeno incorporado tardiamente y parece que en posición contraria a las actitudes extremas, al formalismo absoluto. Esto puede aplicarse también, según veremos, a la vanguardia poética experimental de la posguerra.

(11) L. Pfandl, op. cit. p. 270.

(12) Sobre el concepto “ut pictura poesis”, véase A. García Berrio, “Historia de un abuso interpretativo: ut pictura poesis”, en Homenaje a Emilio Alarcos Llorach (Oviedo: 1977), v. I, pp. 291-307; así como Mario Praz, Mnemosyne (The parallel between literature and the visual arts) /1970/. (Princeton: University Press, 1974), pp. 3-29.

(13) León Hebreo, Philographia o Dialoghi d’amore /Roma: 1535/; traducción Guedella Yáhia (Venecia: J. de Costa, 1568) 2ª trad. Garcilaso de la Vega (Madrid: Pedro Madrigal, 1590). Véase M. Menéndez y Pelayo, Orígenes de la novela (Madrid, 1905), p. 278 y ss.; así como Hist. Id. Est., op. cit. v. I, pp. 488 y ss. Véase también G. Arciniegas, “El Inca Garcilaso y León Hebreo o los cuatro Diálogos del Amor”, Cultura Peruana, nº 45 (Lima: 1960), pp. 5-11.

(14) No hacemos sino resumir algunas ideas que consideramos de interés especial para explicar el formalismo del autor español según las referencias que nos ofrece M. Menéndez y Pelayo: Véase nota anterior, 13.

(15) León Hebreo, citado por M. Menéndez y Pelayo, Hist. Id. Est., op. cit. pp. 488 y 511-513.

(16) La más conocida es la Hieroglyphica Horapolli editada por Jean Mercier (París: Iacobum Keruer, 1551), así como la versión realizada por J. Piero Valeriano: Hieroglyphica /1556/, (Lions: Claudii Morillon, 1602), que es la que nosotros hemos revisado. En este libro nos llama la atención sobre todo la explicación simbólica de multitud de figuras geométricas a lo largo del tratado. Por citar sólo alguna referencia, nos centramos en Mercurio, quien aparece en el folio 102 con el cordero al hombro y el caduceo, forma gráfica frecuente (Alciato), y que se nos define como dios griego que “primus literas Aegyptiis communicavit” (fol. 517) y “primus verba in ordinem redegit” (fol. 340), además de como símbolo de la elocuencia. Curiosa es también la relación del mundo como máquina relacionado con Hermes Trimegistro, al que nos referimos al principio de nuestro trabajo.

(17) Un libro básico para nosotros sobre estos temas y profundamente ilustrador es el de Julián Gállego, Visión y símbolos en la pintura española del siglo de Oro (Madrid: Aguilar, 1972), al que debemos ideas y datos para este apartado de nuestro trabajo, así como el ya citado de Mario Praz, Mnemosyne, en nuestra nota 12, de este capítulo.

(18) Véanse nuestras dos notas anteriores, 16 y 17.

(19) Julián Gállego, op. cit. p. 41.

(20) Véase Julián Gállego, op. cit. pp. 35-36.

(21) Ya citamos el libro de Vitoria en el capítulo dedicado al hermetismo, de la primera parte, con la edición que poseemos de 1722, y más adelante nos referiremos al de Alonso L. Pinciano.

(22) Mario Praz, “Emblemi e Insegne”, en Enciclopedia Universale dell’Arte, (Roma-Venecia: Fund. G. Cini, 1958), v. 13, pp. 75 y ss.; así como Studies in seventeenth-century Imagery (Londres: 1939-1947), pp. 265-376. Véase también K.L. Selig, “La teoría dell’emblema in Ispagna: I testi fondamentali”, en Convivium, 4 (1955), pp. 409-421. Referencia obligada para el estudio de la emblemática en España es el libro de Aquilino Sánchez Pérez, La literatura emblemática española: siglos XVI y XVII (Madrid: S.G.E.L., 1977), obra que ofrece un análisis de conjunto sobre estos temas y su correspondiente bibliografía, lo que nos permite no entrar en él con mayor detenimiento.

(23) Véase Emilio Orozco, “Tendencia a lo visual, plástico y pictórico, en los escritores místicos y ascéticos”, en Manierismo y Barroco (Madrid: Cátedra, 1975), pp. 112 y ss., así como su libro: Mística, plástica y barroco (Madrid: Cupsa, 1977).

(24) Muchos libros son testimonio de esto, como sería el caso del Espejo de príncipes y de caballeros, de autor anónimo, editado en Alcalá de Henares en 1588.

(25) No es posible extendernos ahora sobre estos aspectos relacionados con la heráldica: divisas y demás formas simbólicas de distinción que arrancan de la Edad Media. Puede verse, entre otros trabajos, César Cantú, “Armas, Escudos, Divisas, Emblemas”, en Historia Universal, op. cit., c. III, cap. VI, pp. 660-667.

(26) Pfandl, op. cit. pp. 266-267.

(27) J. Gállego, op. cit. p. 33.

En “Poesía visual y otras formas literarias desde el siglo IV aC. hasta el siglo XX”

POESÍA E IMAGEN - Rafael de Cózar

Prologo de Francisco López Estrada

MANIERISMO. Literatura. - L. Núñez Ladeveze

Tendencia literaria, en cierto modo coincidente con el barroco (v.) tanto en tiempo, como en forma y actitud, que se caracteriza por un predominio formal exquisito, pulcro e intelectualista. El problema fundamental del m. reside en su diferenciación con el barroco, tema en el que el historiador y sociólogo de la literatura Arnold Hauser (v. o. c. en bibl.) ha hecho especial hincapié. El m. tiene también una expresión en las artes plásticas (v. I), que generalmente suele ser, al decir de Hauser, previa o anterior a las manifestaciones del m. literario.

Muchos historiadores no distinguen entre m. y barroco, o tratan el m. como un rasgo estilístico del barroco, o como una acentuación preciosista o decadente de aquél. Sin embargo, es posible establecer una diferencia no sólo formal, sino también intelectual entre ambas actitudes. «El barroco es una dirección emocional que apela a amplios estratos del público, mientras que el manierismo es un movimiento intelectualista y socialmente exclusivo». Esta es, según Hauser, la diferencia fundamental que permite distinguir con claridad una obra manierista de una barroca, o percibir el aspecto barroco del m. o el aspecto manierista del barroco, que, aunque puedan ostentar zonas de confluencia, de hecho no son coincidentes.

«Una obra manierista surge por la adición de elementos relativamente independientes, manteniendo su estructura atomizada, mientras que una obra barroca se impone siempre de alguna manera, un principio de unidad, y tiende a un efecto unitario» (Hauser). Así, pues, en contraste con la diversidad manierista, el barroco es unitario. Caracteres del m. son también el refinamiento del estilo, su reflexividad, el culturalismo y el preciosismo intelectual. Por el contrario, el barroco entraña cierto retorno a lo natural e instintivo y, por tanto, a lo normal. Así, «lo decisivo para la diferenciación es que en el barroco frente al manierismo hay que subrayar el desplazamiento de lo paradójico, complicado y refinado, es decir, de aquellas peculiaridades formales que derivan de la voluntad artística intelectiva y abstracta del manierismo». El elemento común al m., no sólo literario, sino en todas las artes es la confusión de lo real y lo irreal, la mezcla de un intelectualismo aparente y un irracionalismo especulativo. El m. se manifiesta como formalismo y metaforismo. Hace de la metáfora su nervio, pero una metáfora en cierto modo hueca, a la que convendría la fórmula de metáfora por la metáfora.

Parece que los representantes del m. serían el poeta italiano Marino (v.), el español Góngora (v.), el inglés Marlowe (v.) y el escritor francés Montaigne (v.). Hauser observa tendencias manieristas en Shakespeare (v.) y Cervantes (v.) y postula que la tradición manierista está íntimamente ligada a la herencia petrarquista. El tema del m. está también emparentado con el concepto de «decadencia», que tanta importancia y tantos debates ha provacado en los últimos años. El m. sería en cierto modo expresión de una decadencia cultural. El preciosismo y el gusto de la forma por la forma, el resalte de lo aparente, insinúan un gusto cuyo refinamiento se complace en ignorar su propia, pero inminente extinción.

De esta manera, el m. habría resucitado en las fórmulas vanguardistas de la literatura europea de los años 20 (V. VANGUARDISMO). A partir de Mallarmé (v.), Apollinaire (v.), Proust (v.) y Kafka (v.), se observa una complacencia cada vez más clara por la propia defectuosidad psíquica o somática. Lo monstruoso o lo anormal se recubren de un intelectualismo cultista, a veces amanerado y siempre tendente a imponer como norma estética lo informal, lo estrafalario o lo disidente. En el seno de este intelectualismo descansa un irracionalismo o, por lo menos, así lo han querido ver determinadas escuelas socioliterarias. En efecto, sobre estos criterios se ha elevado una polémica, según la cual, las corrientes de vanguardia deshumanizadoras del arte, por utilizar la expresión orteguiana, encubren un decadentismo irracionalista. Vanguardia sería entonces sinónimo de decadencia. El realismo socialista significaría, en este sentido, la antípoda del m. decadente europeo, esteticista e irracionalista. Tal crítica ha sido, no obstante, desvirtuada, tras haberse analizado el dogmatismo estético latente en el realismo socialista.

BIBL.: A. HAUSER, Literatura y manierismo, Madrid 1969; VARIOS, Estética y marxismo, Barcelona 1969; íD, La industria cultural, Madrid 1969.

MANIERISMO -Definicion

El Manierismo es un movimiento cultural y artístico de transición entre el renacentista y el barroco que se desarrolla en Italia, que se extendió por toda Europa, desde 1520 hasta finales del siglo XVI. El Manierismo no es sólo un estilo pictórico, como en principio se consideraba, sino que además hay que extenderlo a otras manifestaciones artísticas, culturales y espirituales, como la arquitectura, la escultura, la literatura y la música. El Manierismo supone, con respecto al renacimiento clásico, un distanciamento que se empieza a producir a partir de la fecha de la muerte de Rafael, 1520. Esta quiebra en la armonía tiene su base en acontecimientos sociales, como fue la epidemia de peste de 1522, la invasión de Italia por tropas francesas y españolas, el Sacco de Roma en 1527, la ruptura en la unidad de la Iglesia con la Reforma protestante, la crisis económica provocada por la introducción del racionalismo económico, el nacimiento de la concepción científico-natural del mundo y la nueva forma de entender el patronazgo y la obra de arte.

En España, las expulsiones de judíos y musulmanes, la persecución de los falsos conversos por la Inquisición y la lucha contra la Reforma, convertida en lucha no sólo religiosa sino también política, crean una atmósfera de tensión, propicia a los movimientos de místicos, ascetas y alumbrados. El Manierismo es el producto de una sociedad escéptica y preocupada por el gozo y el refinamiento, sólo entusiasmada por rodearse de belleza. En ese periodo se fomentan los efectos espectaculares, la transgresión de las reglas, la libre utilización de los repertorios formales y la ornamentación está por delante del asunto manifestándose como un arte frívolo, refinado, teatral, que se aleja de los principios racionales y previsibles del Renacimiento pleno.

Características del Manierismo son los sentidos de tensión, confusión, desequilibrio, escisión, desasosiego y angustia presentes en las diferentes obras. Hay una mezcla y yuxtaposición de temas religiosos con lirismo y fervor, temas mitológicos, que permiten expresar mejor ciertos sentimientos propios de la época, y temas alegóricos que ejemplifican los hechos históricos.

En el Quijote de Cervantes se pueden encontrar muchos elementos manieristas que se resumen en la ambigüedad de toda la novela (las fronteras entre la realidad y irrealidad no son completamente distinguidas) y de la figura de Don Quijote, en el autoengaño consciente del protagonista, en la fusión de elementos realistas y fantásticos, en la unión de temas contrastantes y géneros literarios diferentes.

jueves, 23 de septiembre de 2010

LA NARRATIVA NEOBARROCA HISPANOAMERICANA - Gonzalo Celorio

En 1972, Severo Sarduy publicó un ensayo inaugural, titulado “El barroco y el neobarroco”13 en el que advierte, sin pretender explicarla en términos históricos o ideológicos, la señalada presencia de la estética barroca en algunas manifestaciones artísticas de la cultura hispanoamericana –particularmente literarias y de origen cubano- y se propone precisar formalmente el concepto ‘barroco’, que, como hemos visto, ha ampliado su espectro semántica de tal manera que ha dado pie a las más inusitadas metáforas.

Como ejemplos de la utilización de los diversos recursos del barroco que consigna en su estudio, Sarduy hace referencia a Alejo Carptentier, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante. Estos mismos escritores cubanos han aludido en sus trabajos ensayísticos y en sus propias novelas a su filiación barroca. Contrariamente al intento de rigurosidad formal de Severo Sarduy, los términos barroco y neobarroco se han empleado, a partir de la publicación de dicho artículo, cada vez con mayor dispendio. Y es que los postulados de Sarduy, enriquecidos dos años después en su libro Barroco, que originalmente fueron aplicados de manera prioritaria a escritores cubanos, constituyen una tipificación, basada en la parodia y en el artificio, a la que virtualmente pueden responder muy diversas obras de la narrativa hispanoamericana contemporánea. Pienso, por ejemplo, en novelas que se sustentan en un lenguaje paródico como Los relámpagos de agosto de Jorge Ibargüengoitia y Terra nostra y Cristóbal Nonato de Carlos Fuentes; pienso en textos cuya referencialidad estriba preponderantemente en la cultura libresca (arte del arte = artificio), como ciertas ficciones de Borges y de Bioy Casares o numerosos capítulos de Rayuela; pienso en las grandes construcciones verbales a la manera de Paradiso, como El otoño del Patriarca de García Márquez o el discurso de Carlota en Noticias del Imperio de Fernando del Paso; pienso en la superposición de discursos en Libro de Manuel de Cortázar o en Cien años de soledad, donde Artemio Cruz o el bebé Rocamadour se suman a la prolífica lista de Aurelianos y José Arcadios... En fin, el propio modelo teórico de Sarduy propicia la extensión del término neobarroco a obras muy diversas, al grado de que no sería una exageración tomar esta su condición barroca como una de las señas de identidad de la narrativa hispanoamericana contemporánea.

Ignoro si mis apreciaciones contribuyan a precisar el término neobarroco o, por lo contrario, incrementen su dilatación. Como quiera que sea, creo conveniente mencionar algunos aspectos que rebasan las tipificaciones estrictamente formales y que aluden a ciertos rasgos de su contenido ideológico para enriquecer su significación. Sin comprometerme por ahora a desarrollar tales aspectos, de suyo complejos, me limitaré a enunciarlos y a aventurar un par de reflexiones al respecto. Voy a referirme primeramente a la deliberada intención de los escritores neobarrocos por articular un discurso que incluya elementos propios de la estética barroca –particularmente la parodia-; y, en segundo término, a las posibles implicaciones de tal intencionalidad.

Quizá una diferencia entre los barrocos del siglo XVII y los neobarrocos de nuestros días consista en que aquéllos no sabían que eran barrocos y éstos vaya que lo saben. Gracián escribió su Agudeza y arte de ingenio pensando, acaso, que formulaba un tratado de preceptiva clásica (es decir ortodoxa). Los escritores neobarrocos, en cambio, se saben afines a la estética del barroco y utilizan propositivamente sus ingenios y sus agudezas. Tal intencionalidad puede antojarse artificial, pero digamos, en descarga de sus autores, que el barroco tiene como signo distintivo precisamente el artificio, y que por encima de la aventura, del abandono placentero a la proliferación, de la libertad y del capricho personal, el barroco es un arte prefabricado, como lo ha visto espléndidamente José Antonio Maravall: es un arte dirigido –esto es preconcebido y generalizado a través del Kitsch- y es un arte conservador en tanto que la movilidad y la ruptura que parecen determinarlo son vanas apariencias; en tanto que su objeto primordial es la preservación de un sistema de valores culturales. Así pues, la intención barroca, previa a la escritura, es parte de su barroquidad, si así se puede decir. Pero, cuál

es la finalidad de tal intención en el caso de los escritores considerados neobarrocos. Próximo a las tesis de Michail Backtine acerca de la carnavalización, Severo Sarduy destaca la parodia como recurso pertinente del barroco. Dos son los mecanismos que, según el teórico cubano, utiliza el lenguaje paródico: la intertextualidad, que consiste en “la incorporación de un texto extranjero al texto, su collage o superposición a la superficie del mismo”, y la intratextualidad, que se refiere a los textos “que no son introducidos en la aparente superficie plana de la obra como elementos alógenos –citas y reminiscencias-, sino que, intrínsecos a la producción escriptural, a la operación de cifraje –de tatuaje- en que consiste toda escritura, participan [...] del acto mismo de la creación”.14

La intertextualidad se manifiesta en la inclusión, ya literal, ya modificada aunque reconocible, de otros textos. Pero más que en estas manifestaciones exteriores, visibles en la superficie del discurso, es en la intratextualidad donde habita entrañablemente el espíritu paródico del barroco. Así considerada, la parodia implica un doble discurso, una doble textualidad: un discurso referencial, previo, conocido y reconocible, que es deformado, alterado, escarnecido, llevado a sus extremos por el discurso del barroco. Tal operación supone un retorno; es en sí misma un retorno. La parodia, según entiendo, no es otra cosa que llegar, de regreso, al punto de partida y recuperarlo –esto es preservarlo, enriquecerlo- con los beneficios adquiridos en semejante periplo: la crítica (el sentido del humor, el homenaje) que la distancia y la perspectiva otorgan. La parodia, pues, no se limita a la burla del discurso de referencia: la parodia implica una actitud crítica que pondera, selecciona, asume, fija, recupera y preserva los valores culturales. Esta parece ser, en la narrativa hispanoamericana contemporánea, la intención del discurso paródico: sentirse en posesión de una cultura y manifestar tal seguridad mediante la crítica: el juego, la reflexión, el reconocimiento. En efecto, nuestra narrativa se entretiene y se afana en articular un discurso barroco, que lo será más en la medida en que más se aparte del discurso parodiado, en que más abisme la distancia entre la ida y el regreso. Algunos ejemplos de este viraje extremo: En Paradiso, Lezama Lima llama al miembro viril “el aguijón del leptosomático macrogenitoma” distanciado así, gongorinamente, la relación entre el significado y el significante. Carpentier, en Concierto barroco, no se conforma con relatar la de suyo paródica mise en scène de una ópera con tema de Moctezuma, dirigida por Vivaldi en un teatro de Venecia, sino que llega a introducir carnavalescamente, al lado de Vivaldi, Haendel y Scarlatti, la batuta de Stravinsky y la trompeta viva de Louis Armstrong. En El mundo alucinante, Reinaldo Arenas hace que Fray Servando Teresa de Mier, si no lo estoy inventando motivado por la proliferante concatenación de hipérboles en la novela, se escape de la cárcel disfrazado de rata –así de grandes eran los roedores de las Caldas de Cádiz.

Severo Sarduy llega a identificar a Fidel Castro con el mismísimo Cristo Redentor en el capítulo titulado “La entrada de Cristo en La Habana” de la novela De donde son los cantantes. Es en esta medida extrema, arriba ejemplificada con casos de la literatura cubana, donde el neobarroco se aproxima a un tipo de producción artística cuya esencia estriba precisamente en la diferenciación entre la ida y el regreso. Hablo de lo que Susan Sontag denominó Camp y que Carlos Monsiváis aplicó con acierto a diversas manifestaciones de la cultura mexicana: Camp es –reconociendo la falsedad, el anacronismo y la vigencia de esta división- el predominio de la forma sobre el contenido. Camp es aquel estilo llevado a sus últimas consecuencias, conducido apasionadamente al exceso. Camp es la extensión final, en materia de sensibilidad, de la

metáfora de la vida como teatro [...] Camp es el amor de lo no natural, del artificio y la exageración [...] Camp es el fervor del manierismo y de lo sexual exagerado. Camp es el aprecio de la vulgaridad. Camp es la introducción de un nuevo criterio: el artificio como ideal. Camp es el culto por las formas límite de lo barroco, por lo concebido en el delirio, por lo que inevitablemente engendra su propia parodia. Camp en un número abrumador de ocasiones es [...] aquello tan malo que resulta bueno.15

Algunas características que Monsiváis, siguiendo a Susan Sontag, atribuye al Camp son evidentemente afines a la estética del neobarroco y aplicables a diversas obras narrativas hispanoamericanas. Además de pensar en novelas como De donde son los cantantes del propio Sarduy o El mundo alucinante de Reinaldo Arenas, pienso en otras que, hasta donde entiendo, no han sido estudiadas a la luz del neobarroco pero que podrían responder a los postulados de Sarduy, como Tres novelitas burguesas y La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria de José Donoso u otras de Manuel Puig tales La traición de Rita Hayworth o Pubis angelical. Es evidente en ellas, para seguir con la dicotomía meramente didáctica de Monsiváis, el predominio de la forma sobre el contenido, amén de otros signos comunes al Camp y al neobarroco. Un lenguaje abundante, generoso y exquisito parece desperdiciarse en la frivolidad o decadencia de sus temas. Pero ¿no es el barroco, acaso, el arte del desperdicio, de la excrecencia?: “La exclamación inefable –dice Sarduy- que suscita toda capilla de Churriguera o del Aleijadinho, toda estrofa de Góngora o Lezama, todo acto barroco, ya pertenezca a la pintura o a la repostería: ¡Cuánto trabajo! implica un apenas disimulado adjetivo: ¡Cuánto trabajo perdido!, ¡cuánto juego y desperdicio, cuánto esfuerzo sin funcionalidad!”16

Precisamente tales signos de desperdicio garantizan que el objeto de la parodia ha sido asumido y superado. Estas novelas que pudieran considerarse neobarrocas son testimonio de que nuestro discurso novelístico goza ya de los saludables tributos de la crítica: el humor, el juego, la ponderación. Acaso por primera vez en nuestra historia literaria, toda una narrativa se significa por expresar abundantemente, generosamente –hasta el desperdicio- que va de regreso de las cosas; de regreso de su propia historia.

[1988 y 2000]

13 Severo Sarduy. “El barroco y el neobarroco” en América Latina en su literatura. 4ª ed. Siglo XXI. México, 1977. PP 167-184.

14 Ibidem pp. 177-178.

15 Carlos Monsiváis. Días de guardar. Era. México, 1970. P. 172.

16 Severo Sarduy. Op. cit., p. 182.

lunes, 20 de septiembre de 2010

LITERATURA BARROCA EN AMERICA - Blas Matamoro

Neobarroco

Los historiadores tienden cada vez más a perfilar, ensanchándolo, el periodo histórico que se denomina barroco. Las primeras manifestaciones arquitectónicas se pueden fechar hacia 1520 y la transición del barroco tardío al rococó, hacia 1750. Para los devotos de fechas precisas: desde la Reforma luterana y la conquista de México hasta la muerte de Juan Sebastián Bach.

Entre tales fechas se desarrollan todos los capítulos de un sistema cultural barroco: las letras, la filosofía, las ciencias empíricas y matemáticas, la teoría del Estado, la teología, la música, el urbanismo, el vestido, la gastronomía y, por fin, la pintura y la arquitectura, que han sido, desde siempre, los tópicos barrocos por excelencia.

Desde Benedetto Croce – Historia de Italia en la edad barroca – hasta José Antonio Maravall – La cultura del barroco – pasando por La edad conflictiva de Américo Castro, se ha trabajado en esta dirección: considerar el barroco en tanto época histórica concreta y no como una morfología intemporal que puede repetirse, con matices cambiantes, en distintos momentos de la historia.

Ocurriría, entonces, por ejemplo, como con el clasicismo: un tipo ideal que encarna en distintas formas históricas, que resultan a la postre, siempre, neoclásicas. Las recaídas históricas del barroco – las veremos examinadas por Severo Sarduy – son, de modo similar, siempre neobarrocas.

Podemos, así, hallar barroquismos en manifestaciones culturales anteriores o posteriores a la época antes acotada, porque nuestra visión de la historia ya está condicionada, en las fechas que corren, por la existencia de la edad barroca. Somos, lo queramos o no y en diversa medida, neobarrocos.

En ciertos momentos del tiempo histórico esta analogía coincidental se refuerza, como ha ocurrido a fines del siglo XIX y en la postmodernidad cuando debería considerarse transmoderno lo neobarroco, pues el barroco histórico fue eso, un ejercicio de transmodernidad.

Sin desentrañar el complejo barroco, dado el margen de estas páginas, me ciño a tres intentos cubanos de razonar cierto neobarroco de inspiración americana o, si se prefiere, caribeña: La expresión americana y otros ensayos (1957) de José Lezama Lima, en su capítulo “La curiosidad barroca”; Barroco de Severo Sarduy (1975) y Concierto barroco de Alejo Carpentier (1975).

Muy distintas son las relaciones de los tres con su país. Lezama fue un arraigado que apenas se movió de su isla, su barrio habanero, su casa. Carpentier anduvo por todas partes y siempre volvió a Cuba. Sarduy se marchó para no volver e hizo toda su obra en español y en París.

al vez la nota común que los asemeja es que son escritores con muy variadas curiosidades culturales, eruditos si se quiere, devotos de la noticia rara, aunque trataron la enciclopedia con cierta distancia irónica, cuando no de modo abiertamente paródico.

Pero, al revés que Lezama, cultor de la pifia y la cita mal copiada, Carpentier es muy escrupuloso con los documentos y acude a menudo a incansables inventarios.

Sarduy no llega a ninguno de ambos extremos pero practica, de modo confeso, la agudeza jesuítica de un teólogo ateo que intenta cubrir la ausencia de Dios con un recamado laberíntico de paronomasias y retruécanos.

En los tres hay un gusto barroco por el concetto y el oxymoron. Lezama era un homosexual católico, hedónico y materialista, que todo lo componía con el misterio y la bienaventuranza de la Encarnación. Carpentier, un elegante comunista que descreía de la historia y, en especial, de las revoluciones. Sarduy siguió practicando el español de Camagüey como una isla de extranjería en el París del estructuralismo, el psicoanálisis lacaniano y la deconstrucción.

Quizá podríamos reunirlos en una apelación común, de índole latinoamericana y muy ligada a la recuperación del barroco: el modernismo. La deuda modernista de Lezama y Carpentier es evidente. Menos notoria es la de Sarduy, mas los tres se juntan en torno a la aceptación decidida de Góngora, que Rubén rescató del olvido y el denuesto, acaso porque lo vio citado en Verlaine y le picó la curiosidad.

En el siglo XIX, el adjetivo barroco servía para despreciar a quien no se hacía entender claramente o exhibía en su obra unos elementos prescindibles. La sensibilidad clásica denunciaba en el barroco el pecado de desequilibrio. La romántica, el de inautenticidad, disimulación y retorcimiento.

La ortodoxia desconfiaba de la “insinceridad” barroca porque podía enmascarar lo indebido. Cuando Menéndez Pelayo, hacia 1880, opta por el modelo de Lope frente al de Calderón, lo hace por tales motivos. Razones no faltaban a los desdeñosos del barroco. En efecto, el gongorino más ilustre de la época, Stéphane Mallarmé, hizo su emblema estético, justamente, de oscuridad, disimulo y heterodoxia.

La recuperación gongorina tuvo enseguida, desde América, su pequeño paladín: Alfonso Reyes. El resto de la historia es muy conocido y no hace al tema de estas líneas. Sintetizo: Góngora, recuperado por Rubén, llega, de la mano de Reyes y Mallarmé, hasta Lezama.

eñalo, con la intención de orientar la búsqueda, algunos acontecimientos de la época barroca que justifiquen el periodo. La conquista de América, el cisma anglicano y la Reforma protestante ocurren a la vez. La Ecumene europea se descabala, con la incorporación de vastas zonas del planeta hasta ese momento vagamente sospechadas por los europeos, y la paralela suma de lenguas indígenas que rompen la cerrada tradición babélica.

Dios creó más idiomas de los previstos en la Escritura y, evidentemente, no lo hizo según el plan bíblico. La Reforma y el cisma, por su parte, destruyen la unidad de la Iglesia y su referente paterno, la figura del Papa romano, el Padre Santo. El centro se borra y el cristianismo, prenda de la unidad ecuménica europea, se descentra.

A ello conviene añadir, en el campo hispánico, que la lengua está en proceso de cambio, de barroca metamorfosis, y que a dicha alteración contribuyen la dispersión americana y el contacto con las lenguas y culturas de Indias. La catolicidad intenta compensar el descalabro acentuando el culto mariano, poniendo una figura de Eterna Madre en el sitio del Padre Eterno.

La Contrarreforma endurece los dogmas y, a la vez, constituye una Reforma interna de la propia Iglesia, donde cobran protagonismo los jesuitas con su peculiar racionalismo barroco.

La respuesta literaria es la formación de una nueva lengua letrada, que intenta sintetizar, en lo barroco, el cultismo italianizante, el refranero popular, el romancero tradicional, la herencia caballeresca convertida en caballería cortesana, y el teatro de propaganda religiosa, donde se mezclan claras doctrinas con oscuras supersticiones y disimulados esoterismos.

Sarduy incide en la visión cosmológica que se altera entre el Renacimiento y el barroco, entre Galileo y Kepler. Ya Eugenio d´Ors, uno de los primeros teóricos modernos del tema, había indicado la diferencia entre la gravedad telúrica renacentista, que tendía a fijar las formas en la tierra, y la celestial levedad barroca, que hacía flotar las formas en un espacio ilimitado, quizás infinito: la inmovilidad y el movimiento.

El escritor cubano enfatiza la diferencia formal y estructural que hay entre un mundo de modelo circular y otro, de modelo elíptico. En el primero, todos los puntos distan lo mismo del centro y están fijados por él, simbolizando la quietud. En el segundo, el centro es meramente virtual y hay dos polos que estructuran una polea, un movimiento bipolar.

El espacio clásico es pleno. Aunque exhiba superficies desnudas, las une lo compacto del objeto. El centro equilibra, no hay nada que sobre ni que falte. El círculo alegoriza la perfección. La elipse, en cambio, crea distancias variables respecto a centros igualmente inestables. Es esa circunferencia virtual que no se puede representar, cuyo perímetro está en todas partes y su centro, en ninguna: una antigua fórmula de teología hermética para aludir a Dios, que recogieron Nicolás de Cusa y Blas Pascal. Circunferencia o esfera, paradójica e inasible, el espacio barroco es proliferante e intenta cubrirlo todo con cualquier orden de cosas, con una heterogeneidad de objetos que señalan el vacío de fondo, el reverso de la plenitud.

l exceso, también por paradoja, de nuevo, intenta disimular una falta incolmable, una ausencia sin reparo.

Para meterse en sede barroca, la música es una referencia y un código privilegiados. La música como utopía del lenguaje, que lo dice todo pero sin dejarse traducir, aunque manteniendo una severa articulación.

En el barroco se codifica la música moderna: se agrupan las tonalidades en modos mayores y menores; se establecen los géneros: sonata, sinfonía, concierto, ballet, oratorio, suite, variaciones o mudanzas o diferencias, suite, obertura y la ópera, que autoriza la mezcolanza de todos los géneros; se legaliza la improvisación en el tiento, que en su origen era un breve interludio entre las partes canónicas de la misa, sobre una sumaria base armónica y como solo de órgano; se practica el pastiche o ensalada, con obras de diversos autores o anónimas, seleccionadas y combinadas por un tercero.

En el barroco es legítimo que un compositor tome músicas de otro y las rehaga (Bach con Vivaldi, sin ir más lejos), así como que un fragmento de obra propia pase a otra obra propia, variando la instrumentación, el título y, si cabe, la letra cantada.

Estos dispositivos barrocos preparan un buen espacio novedoso de mestizaje, como lo es América, además de cultivar el gusto por lo exótico, de modo que las Indias, las galantes Indias de Rameau, se entreveran con las turquerías y chinerías de rigor. Lezama intuye esta predisposición americana por el barroco, tal si fuera una demanda de ultramar: “… los barrocos galerones hispanos recorren un mar teñido por una tinta igualmente barroca…”

De tal modo, el barroco americano excede el simple acarreo de la trasculturación y matiza al barroco original europeo. Éste es acumulación sin tensión y asimetría sin plutonismo. El americano, tensión y plutonismo, “fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica”.

La tensión barroca no es ya la vertical tensión del gótico, la inercia constructiva que fija a la tierra el flechazo de piedra hacia la altura, sino la tensión hacia la forma como finalidad inalcanzable del símbolo, que opera como proliferación. Una llenez movediza que no es la plenitud clásica, la alegoría que inmoviliza la materia en la servidumbre de una idea abstracta.

Es constante proceso concreto: historia, si se quiere. O un orden impuesto pero imposible: América. Artesanos locales como el indio Kondori en el Perú o el brasileño Aleijadinho no labran la degeneración de los modelos estatuidos – flamígero o plateresco – sino que practican su propia expansión estilística, elaborando una respuesta barroca americana al modelo ultramarino.

as figuras que personifican esta actitud son dos hijos bastardos, ya que la bastardía, la legitimación de la mixtura ilegítima, es barroca por definición: Sor Juana y el Aleijadinho. Aquélla era hija de un personaje fantasmático, cuyo apellido no ha podido fijarse – como tampoco el de Don Quijote -: Asbaje, Asuaje, Azuaje. El Alajadito, de una esclava negra y un arquitecto portugués.

La monja mexicana vivió en la mezcla de un vocación masculina – el pensamiento y las letras - con una virgen de alma asexuada, que escribía poemas de amor como si ella fuera el enamorado, en un cuerpo andrógino de escritura.

Entreveró a Kircher y a Descartes en Primero sueño y El divino Narciso, los mitos precortesianos, los paganos y los católicos, identificando a Narciso como Cristo; y reunió el lenguaje del amor divino con el erotismo humano, según ocurre en las chinescas figuras de los santos y los apóstoles del Aleijadinho.

Así, en los altares barrocos aparecen el Sol y la Luna que adoraban los indígenas, negros e indios en forma de ángeles junto a santos europeos y héroes de la paganía, todos vestidos (a veces, desvestidos o como maniquíes de vestir) para una ópera barroca. En plena forja de una nueva lengua literaria, Sor Juana revierte sobre España el camino de la aculturación, esa “inundación castálida” que reiterará, a su tiempo, Rubén Darío.

Concierto barroco es la puesta en escena de la ensalada euroamericana a partir del género musical barroco por excelencia, la ópera de asunto exótico. La narración refiere, como es sabido, el encuentro de Vivaldi, Haendel y Domenico Scarlatti, durante un carnaval veneciano, con un personaje venido de México, y los supuestos incidentes del estreno de Motezuma, con música del primero de los nombrados.

Desde luego, el americano se escandaliza por los anacronismos que advierte en la ópera, pero que son aquellos por los que toma partido Carpentier en su relato, pues los personajes visitan la tumba de Stravinski y el sirviente negro del caso asiste a un concierto de Louis Armstrong. El conjunto de la ficción es una ensalada barroca, acentuada por el hecho de que transcurre durante el carnaval y todo el mundo anda disfrazado por la calle, si es que la palabra cuadra a Venecia.

La secuencia más lograda del libro es, a mi juicio, la que ocurre en un convento donde ensayan los músicos y se decide improvisar. El americano canturrea Calabasón-son-son y los europeos traducen (en el más puro estilo lezamiano, pifian la cita): Kábala-sum-sum-sum, organizándose un bailongo caribeño dirigido por el sirviente negro, que involucra a las huérfanas y monjas del convento y a los ejecutantes.

a síntesis de los dos barroquismos ejemplifica la tesis carpenteriana de un barroco prehispánico que recibe y sintetiza al europeo y también, inopinadamente, la tesis de Lezama sobre la respuesta americana al barroco del conquistador y colonizador: el arte del gran señor criollo que disfruta de sus propiedades y sus ocios, esclavas incluidas, tras los trajines de la colonización.

La conclusión de Carpentier es que América es la fábula – origen y futuro, lo perdido y lo recuperado – de la historia que es Europa, y esa síntesis es una nueva fórmula de la humanidad, una suerte de Nuevo Mundo, dicho sea en sentido estricto.

Inesperada secuencia de la novela es el hecho de que la partitura de Vivaldi se perdió, salvo un aria que el veneciano usó en otra obra.

El libreto se conservó y Jean-Claude Malgoire, en 1992 y a propósito del dichoso Quinto Centenario, decidió reconstruir la perdida Motezuma, adaptando páginas de otras partituras vivaldianas (Orlando furioso, Catone, Griselda, L´Olimpiade, L´incoronazione di Dario) al conservado libreto.

Se sospecha que éste ha sido firmado con pseudónimo aunque resulta bastante respetuoso con la fuente, que es la Historia verídica de la conquista de México de Antonio Solís.

El pastiche, digno de Carpentier, fue presentado por el Atelier de Tourcoing en Burdeos, Monte-Carlo y otras ciudades con el título de Montezuma, una falsa ópera de Vivaldi con auténtica música de Vivaldi. Imposible mayor barroquismo.

Una reformulación del neobarroco cumple Sarduy al describir su lenguaje como palabra que escapa a la comunicación, no siendo instrumento de uso ni teniendo valor de intercambio, sino derroche, lujo, ejercicio de las funciones del placer.

Se trata de alterar la economía burguesa del lenguaje: estrictez en la inversión, ahorro de materiales. El lenguaje neobarroco no se somete a la naturaleza ni a la moral, los dos pilares del orden: es contranatural y amoral. Lo mismo ocurre con la forma supuestamente correcta: el neobarroco se inclina a la deformación. Subversión por medio de la fiesta, exceso, juego, desperdicio.

Desde luego, todo el proceso da lugar a nuevas formas. No se trata de una mera demasía sin razón sino de una lógica de lo superfluo.

En el barroco histórico, la falta de centro se compensó con los oficios del jesuita razonador y el poder del monarca absoluto: omnipotencia y legitimación sobrenatural, sea verbo o milicia.

l neobarroco, en cambio, acepta la carencia como tal y la exalta como un rasgo específico del ser humano, su inarmonía “natural”, el desajuste entre logos y cosmos. O, si se prefiere, el desequilibrio entre el deseo y su objeto, donde se inscribe la productividad neobarroca, tender sin alcanzar. El objeto inalcanzable se vive como perdido para siempre y produce el efecto de lo infinito.

Sarduy, en el orden cosmológico, aproxima las teorías de Kepler a las contemporáneas del big bang y Lemaître, el mundo como originado en un estallido y curso de una infinita proliferación.

Esta analogía se piensa como una retombée, un eco que se produce fuera del tiempo, una recaída. “Causalidad acrónica, isomorfía no contigua, o consecuencia de algo que aún no se ha producido, parecido con algo que aún no existe.”

Las teorías de hoy son la causa de las teorías de ayer, en una lógica de metáfora y analogía, que opera entre dos inexistencias: el caos primordial, inimaginable como el punto de llegada del estallido, la absoluta dispersión equivalente a la nada. Estamos ante un saber poético, no ante un conocimiento científico. La poesía siempre opera hallando o inventando – hallando lo no buscado – por medio de analogías y metáforas.

Tal vez esa recaída que insiste sea la lezamiana figura de la Contraconquista americana, eco de la Contrarreforma europea. La Iglesia se ha fragmentado y su Verbo carece de un referente central que lo fije a la Verdad.

El lenguaje barroco, ser de la apariencia, es el resultado de ese estallido que ha resquebrajado a la Ecumene. Otra vez: América.

jueves, 16 de septiembre de 2010

ALGUNAS PROPOSICIONES SOBRE EL "NEOBARROCO", LA CRÍTICA Y EL SÍNTOMA - Jorge Santiago Perednik

Primera proposición: Sí, soy un poeta (neo)barroco y los demás poetas llamados (neo)barrocos también lo son. No hay acuerdo sobre qué pueda significar esto; y no obstante tampoco hay desacuerdo. O mejor hay un acuerdo tácito —el síntoma— de que no debe haber acuerdos ni desacuerdos.

Segunda proposición:

Tercera proposición: Los poetas que empezaron a publicar unos años después de 1976, son casi todos (neo)barrocos. Por ejemplo, quienes en los años '70 continuaron las propuestas sesentistas, después de 1976 empezaron a proclamar su (neo)barroquismo1. A los neorrománticos típicos las características que, por ejemplo, Severo Sarduy atribuye al neobarroco, les cuadran mejor que a muchos supuestos barrocos2. Los poetas visuales y fonéticos son (neo)barrocos3 a su manera, los poetas metafísicos lo son a la suya, y los poetas que escribieron a la ciudad o mirando el tango o el rock por aquella época supieron hacerlo (neo)barrocamente.

Cuarta proposición: Si se atraviesa un período (neo)barroco, lo (neo)barroco, aquello que sirve para caracterizar a todas las partes, no sirve para diferenciar a una del resto. Esto es: si las características (neo)barrocas son comunes a tantos escritores con diversas actitudes poéticas, es poco inteligente usarlas para diferenciar entre ellos a una escritura de otra escritura, o a una poética de otras poéticas, que si en algo no se diferencian es, precisamente, en ser (neo)barrocas.

Quinta proposición: El (neo)barroquismo tampoco sirve para señalar las coincidencias internas del supuesto grupo (neo)barroco, para unificar, homogeneizar o agrupar a ciertos autores en una tendencia. Porque la particular característica barroca que se puede endilgar a un autor suele ser, precisamente, la que diferencia sus poemas de los de otros autores atribuidos con igual denominación4 y dificulta o impide agruparlos juntos5. Si lo que se denomina neobarroco, presuntamente lo común a todos los autores, es peculiarmente diferente y propio en cada autor, no es lo común.

Sexta proposición: En caso de que se pregunte, respecto a los supuestos integrantes del supuesto grupo neobarroco, ¿por qué no otros? (o de la exclusión) y ¿por qué sí ésos? (o de los criterios de inclusión) se hace imposible responder, porque las razones de una u otra operación no son poéticas sino caprichosas cuando no utilitarias. Esto es, vergonzantes, no argumentables.

Séptima proposición: El nombre "neobarroco" (¿por qué agregar a barroco un prefijo?; y en todo caso, ¿por qué el inútil "neo"?), usado para denominar a parte de los autores neobarrocos, es críticamente útil sólo para un equívoco; lo mismo ocurriría si a un conjunto de poetas, para diferenciarlo de otros poetas, se los llamara “poetas". Por lo demás, un nombre en común no alcanza para constituir la identidad interna de un conjunto, ni para dotarlo de una identidad exterior, diferenciadora de los otros; pero, como todo recurso, sirve, permite sacar provecho.

Octava proposición: La palabra neobarroco funciona como un nombre propio que no nomina algo específico. Definitivamente hay nombre cierto de un grupo poético, lo que no hay es grupo poético cierto bajo esa denominación. Así, cada crítico incluye o excluye a los autores que le parecen6. Así, hay disputas tácitas por la pertenencia a lo que no es pero ilusiona con dar prestigio: la poeta A arma un grupo neobarroco en el que se incluye, pero no incluye al poeta B; éste arma un grupo neobarroco en el que se incluye pero no incluye a la poeta A. Leyendo los poemas de A y de B se advierte que tienen muy poco que hacer en una misma agrupación poética e igualmente pocas confluencias poéticas con los demás poetas incluidos (por ellos mismos) en el supuesto grupo. Esto es, el nombre propio (neo)barroco funciona como un recurso para poder agrupar o desagrupar a éste o ese autor sin necesidad de justificar críticamente el procedimiento.

Novena proposición: Como cualquier bluff el invento del neobarroco tiene un origen publicitario; fue acuñado por un grupo de poetas para autopromocionarse. Me consta que así fue y al principio me pareció, aunque no fuera intención de sus promotores, una humorada o incluso una trampa tendida a ciertos críticos poco críticos, o a esa avidez universitaria o periodística por nuevos movimientos, algo que permita temas renovados de monografía o noticias con las que llenar las columnas de las publicaciones. Que un grupo o un individuo quiera publicitarse es una posibilidad que no merece mayores comentarios aquí, es parte de las reglas del mercado que algunos acatan y otros no; que un crítico o un estudioso caiga en el mecanismo publicitario y lo repita para ordenar la realidad poética es parte de una vocación contemporánea por no pensar (el síntoma), que seguramente le permite participar del juego del mercado.

Décima proposición: Notablemente hay una retórica crítica de la irresponsabilidad respecto del supuesto grupo neobarroco: al referirse a él los críticos utilizan formas impersonales, o expresiones vagas, o tiempos potenciales, o modos que en su mayoría adoptan la poética neobarroca local de una manera esquiva, cuando no pretenden vaciarla de sentido, apoyando la defensa de su existencia en la fatalidad, o directamente en el rumor o el chisme7.

Décima proposición bis: El modo crítico que permite inconsistencias del tipo "neobarroco" es parte de una manera de considerar la crítica de poesía, por un lado, como lo indebido, lo indeseado, lo inconveniente, lo que hay que evitar por los mejores medios, y por otro lo que hay que simular y hacer proliferar como tal. Para lograrlo este modo crítico recurre a la indiferencia y la confusión, que escudan el temor a hacer críticas. La indiferencia, perversión de la tolerancia, aparentando abarcar las diversidades, las iguala en sí y así las anula. La confusión, antes que realizar el paso más interesante de la crítica, el contacto de las diferencias, lo pervierte fundiéndolas en una mezcla, como en el caso del neobarroco, y difundiéndolas como lo mismo.

Ultima proposición: Lo del neobarroco (la segunda proposición lo define bien) no nació como la persistencia de un error sino como la manifestación un síntoma, una de las muchas, tanto por parte de los poetas que lo inventaron como de los primeros críticos que lo propagaron. Luego, en su acierto incierto, se volvió una moda, un gesto repetido de reconocimiento acrítico. Agrupar a los poetas en tendencias, con todos los problemas que engendran estas generalizaciones, puede ser una herramienta para pensar. El concepto de (neo)barroco argentino se volvió una herramienta más para no pensar: el síntoma.

NOTAS

1 Cf. Prólogo de Santiago Kovadloff a la antología de poetas "Lugar común" y el ensayo "Balance y perspectivas" de Jorge Ricardo [Aulicino] en XUL nº 1, 1980. Ambos poetas setentistas definen a los poetas de su época y próximos de “barrocos”.

2 Cf. "Barroco y neobarroco", de Severo Sarduy, en América Latina en su literatura, F.C.E., 1973. Aquí en la Argentina Sarduy tomó el asunto como merecía, en broma. Cuando en una mesa redonda una persona del público le preguntó qué es el neobarroco, contestó: "Chico, neobarroco eres tú." Por lo demás no sostuvo críticamente, pese a que algunos estuvieran interesados en que lo haga, la existencia de ningún grupo neobarroco en la Argentina. Y calificó al periódico que sí lo hizo, Diario de poesía, en el momento mismo en que lo entrevistaba tratando de forzarlo en ese sentido con sus preguntas, de "amarillento libelo" (Cf. el n° 18, 1991).

3 Cf. el movimiento Paralengua, sobre todo los poemas de sus tres coordinadores. Y ya que se acaba de mencionar en la nota anterior a Sarduy, es oportuno recordar que este teórico del barroco llamaba "barroco de la ortogonal", y "algo que me interesa muchísimo" al concretismo (Cf. ídem).

4 Cf., por ejemplo, Ceror, de Raúl García, Ed. del Agujero Negro, 1991. El conjunto de características neobarrocas que dicho ensayo encuentra en Cerro, y llama "bochicheo", no es equiparable ni aplicable a ningún otro autor "neobarroco"; por el contrario, es lo que diferencia a Cerro de los otros y lo hace tan personal e inimitable.

5 En "El neobarroco en la Argentina" (Diario de poesía n° 4, 1987) D.G. Helder dice con una sinceridad destacable: "La descripción que hago de las características neobarrocas esboza ya una utopía, ya que difícilmente encontraremos un texto que las contenga a todas y posiblemente demos con alguno que contenga a éstas y otras más." La utopía consiste en que las características comunes, como admite, no son comunes a los supuestos miembros de la supuesta tendencia neobarroca. Al leer los poemas, las diferencias son apreciables para cualquiera, como reconoce Helder: "cuando digo «tendencia» [se refiere a la neobarroca] contradigo la experiencia que cada uno tiene en su casa como lector". La experiencia, literaria por excelencia, de lectura de los poemas, niega lo que la crítica pueda afirmar de una comunidad neobarroca. Seguramente es la lectura de estas diferencias lo que provoca en el texto una necesidad de distinguir "algunas subespecies" de barroco, exactamente una por autor: "etimológica", "nonsense", "gauchesca", "sensualista", "mallarmeana". El que cada autor pertenezca a una diferente subespecie barroca —y luego que los nombres de éstas sean tan llamativamente diversos— se debe a que las características comunes enunciadas para el supuesto grupo son vagas, débiles, inciertas, o directamente no comunes, mientras que las diferencias son ciertas y están a la vista: se trata de tapar con diferencias específicas la falta de género propio, lo que resulta en una clasificación digna de una Enciclopedia China.

6 Un caso interesante: a Néstor Perlongher se lo incluye como neobarroco, cuando él constantemente afirmó ser "neobarroso". Este adjetivo sienta su no pertenencia a la categoría sin alejarse más que una letra y a la vez se burla de ella; burla que continúa cuando explica el significado del "neobarroso" (y no del neobarroco, que considera foráneo) en el lodo del Río de la Plata. Pero, mala intención o torpeza, algunos críticos y poetas entendieron que la diferencia que él hacía no hace diferencia, y cada vez que decía "neobarroso" decidieron oír "neobarroco" o forzar entre ambos términos una sinonimia.

7 En Nicolás Rosa (Prólogo a Si no a enhestar el oro oído, 1983) los giros elusivos responden a las precauciones de quien quiere sostener el rigor y por lo tanto jamás afirma nada semejante a un grupo neobarroco: "Existiría según parece un barroco moderno, no podemos usar otro nombre frente a la proliferación de formas barrocas que se instauran en diferentes niveles en la literatura". [En todos los casos las cursivas están puestas por J.S.P.]. En Raúl García (op.cit.) se toma al presunto grupo como un hecho consumado, aunque ajeno: "En nuestro país se retoma una categoría como la de neobarroco en la década del '80 y allí instalan al menos a tres escritores". El se retoma y el instalan permiten al autor guardar distancia de ambas operaciones. Van a continuación algunos ejemplos llanos de esta retórica de la irresponsabilidad. D.G.Helder: "Hace ya varios años que en Argentina se viene hablando del neobarroco". ¿Se viene hablando, un rumor o un chisme? ¿En toda la Argentina, tan grande como es? Jorge Fonderbrider: "Hay una cierta tendencia en la poesía argentina actual (...) cuyo epicentro, según se dice, está aquí en París. Me refiero, claro, al neo-barroco". ¿Tan claro es? ¿Entonces por qué usar el impersonal Se dice en vez de asumir el decir como propio? Ricardo Ibarlucía: "En poesía, como sabemos, algunos de esos nombres son [y enumera a presuntos miembros del neo-barroco]" ¿Como sabemos quiénes? ¿Con el saber de quién? Daniel Freidemberg decide ser más cauto: "¿No será que el neo-barroco no existe —así, como movimiento literario— sino, a lo sumo, algunos poetas neo-barrocos y, sobre todo, una tendencia hacia lo neo-barroco, más o menos dispersa y generalizada?" (Cf.Diario de poesía n° 14 y 18).