miércoles, 5 de enero de 2011

DEL BARROCO AL NEOBARROCO - Gonzalo Celorio

El barroco en el Nuevo Mundo, arte de contraconquista

“La tierra es clásica y el mar es barroco”. Con esta referencia a la imagen de algún crítico que ciertamente se excedió en la generalización, José Lezama Lima abre el capítulo dedicado a “La curiosidad barroca” de su libro La expresión americana para dejar asentado que el término barroco ha ampliado enormemente su espectro semántico: abarca por igual, dice, “los ejercicios loyolistas, la pintura de Rembrandt y el Greco, las fiestas de Rubens y el ascetismo de Felipe de Champagne, la fuga bachiana [...], la matemática de Leibnitz, la ética de Spinoza”.1 No es de extrañar, entonces, que bajo su signo se acojan las más insólitas metáforas: alguna vez le oí a Fernando Benitez decir, con su contundente claridad pedagógica, que el Popocatépetl era clásico mientras que el Iztaccíhuatl era barroco. Y Alejo Carpentier, por su parte, tras sostener que “nuestro arte siempre fue barroco: desde la espléndida escultura precolombina y el de los códices, hasta la mejor novelística actual de América”2 llega a hablar de “mulatas barrocas en genio y figura” y de “barroquismos telúricos” en la indómita geografía americana.

Esta amplitud referencial del término barroco nos exige hacer, así sea someramente, una revisión del concepto, para precisar su significación y determinar su pertinencia al aplicarlo a ciertas manifestaciones de la cultura y las letras iberoamericanas que han sido consideradas como barrocas o neobarrocas.

Hay que empezar por decir que los diversos estudios dedicados a la estética barroca no presentan entre sí discrepancias considerables en lo que a las características formales de tal estilo se refiere. Por lo general, coinciden en atribuirle, como propios, algunos rasgos tales como la exuberancia, el artificio, el contraste (luz y sombra, belleza y fealdad, ilusión y desengaño), la tensión dramática, el dinamismo, la exageración, la sensualidad, la distorsión etcétera. Precisamente porque hay una aceptación generalizada de la pertinencia de estas cualidades pueden producirse metáforas tan accesibles como las de Carpentier, Benítez y Lezama Lima. Sin embargo, estas características formales no constituyen por sí mismas una estética específica, pues ni son privativas del estilo barroco ni dan cuenta, aun suponiendo que el inventario fuera exhaustivo, de su esencia. Habría que determinar entonces el sistema o código en el que estos elementos a los que hemos aludido adquieren su valor, esto es su condición barroca. Y es en este punto relativo a lo que podríamos llamar la estructura del arte barroco donde se registran posturas ideológicas diferentes y aun opuestas.

La divergencia más notable tiene que ver precisamente con el carácter estructural o no del barroco con relación al arte clásico, pues tal estilo no ha escapado a la tradición secular de subordinar los movimientos estéticos al clasicismo, que se ha impuesto como paradigma del arte occidental. Una importante corriente de opinión, que va de los preceptistas neoclásicos hasta Benedetto Croce, pasando por todo el siglo XIX, vio en el barroco un sinónimo de mal gusto en tanto que se alejaba de los arquetipos clásicos que signaron el Renacimiento. De esta actitud participaron, aunque con matices singulares, algunos pensadores del siglo XX, como Marcel Bataillon, Ludwig Pfandl, Guillermo Díaz-Plaja, Américo Castro. Este último, por ejemplo, define el barroco como un paréntesis malogrado e inmaduro entre el Renacimiento y la Ilustración, esto es como una desviación en el recto camino del clasicismo. Desde que se iniciaron a finales del siglo XIX los estudios especializados sobre el barroco, este movimiento fue explicado como una exaltación de los modelos renacentistas. Algunos historiadores del arte señalaron que el tránsito de formas más o menos lineales a otras más recargadas y libres tenía su punto de partida en el propio clasicismo, por ejemplo en la obra escultórica de Miguel Ángel, de donde el barroco no sería más que la evolución natural del arte renacentista. Tal solución de continuidad propició que al barroco se le negara una configuración estructural propia, pues se le consideraba una variante, deformada o hiperbólica, de la estructura clásica. Si tras el retorcimiento de una columna salomónica o bajo la fronda verbal de un poema culterano persiste la estructuración clásica, el barroco no sería otra cosa que ornamento de los órdenes apolíneos. En el terreno de las artes plásticas, con frecuencia se habla de pinturas, esculturas, retablos, herrerías, fuentes o muebles barrocos, que cumplen una función decorativa, pero difícilmente se hace referencia a construcciones barrocas. Salvo casos excepcionales, como el del plano de San Carlino, de Borromini, obtenido por anamorfosis del círculo, que consigna con carácter ejemplar Severo Sarduy en su libro Barroco, la estructura arquitectónica sigue regida por los paradigmas clásicos. Lo mismo puede decirse del lenguaje literario: la profusión ornamental, manifiesta por ejemplo en las constantes digresiones que le dan preeminencia a las ramas sobre el tronco, no oculta la procedencia clásica de un texto de Gracián o de Góngora. Sin embargo, es menester preguntarse si la presencia de estos elementos en principio meramente decorativos afecta o no la estructura clásica. Una pilastra estípite, por ejemplo, ¿es realmente una columna clásica ornamentada o más bien su ornamentación constituye un rasgo esencial de su estructura? ¿Por qué no pensar que el barroco asume como esenciales los rasgos que, desde la óptica clásica, serían meros accidentes –superificiales, exteriores, decorativos? De esta manera quedaría explicado el juego de contradicciones que todo mundo acepta como inherente a la estética barroca. La apariencia exterior sería su contenido más profundo: la máscara, su rostro; el engaño, su verdad; la exuberancia, su vacío; el artificio, su naturaleza.

A la tesis que sustenta una solución de continuidad entre lo clásico y lo barroco, habría que oponer aquella que sostiene que este último, lejos de ser corolario exaltado, hiperbólico o decadente del Renacimiento, es una ruptura determinante de los modelos impuestos. Iconoclasta, el artista barroco parece abandonarse a sus caprichos personales sin que ningún código preestablecido mesure o contenga su expresión. Entre ambas posturas cabe una solución dialéctica, como la que articula Ocatvio Paz cuando dice que: “la búsqueda de un futuro termina siempre con la reconquista de un pasado”. Romper con la tradición para conformar la modernidad implica haber asimilado previamente la tradición que se pretende romper. Por ello, Paz no sólo habla de la ruptura de la tradición sino también de la tradición de la ruptura, que le da continuidad a la historia. El barroco, presente de manera embrionaria en el arte renacentista, asume los modelos clásicos como estructura básica –plataforma o disparadero de su voluntad iconoclasta. En una primera etapa, que Hausser llamó manierismo, las modificaciones con respecto al arte clásico parecen ser meramente accidentales, pero al paso del tiempo estas alteraciones llegan a constituir una estructura diferente en la que el propio anhelo de ruptura queda inscrito en una codificación determinada. Severo Sarduy, quien le confiere al barroco carácter estructural, explica este proceso a la luz de las distintas concepciones cosmológicas que tenían el hombre del Renacimiento y el hombre del barroco.

En la Antigüedad se tenía una concepción circular del universo: la tierra, inmóvil, se sitúa en el centro y los demás planetas, al girar alrededor de ella, describen círculos perfectos. No es de extrañar entonces que la figura del círculo representara simbólicamente la perfección cósmica. Con el Renacimiento, Copérnico y Galileo formulan la teoría heliocéntrica del universo, que si bien desplaza, en flagrante agresión a la vanidad humana, la idea de que la tierra ocupa el centro del cosmos, no transgrede en cambio el símbolo de la perfección, pues todavía se piensa que las órbitas planetarias alrededor del sol son circulares. Cuando Kepler determina que la trayectoria de los planetas no es circular sino elíptica puesto que el sol también se desplaza, se desmorona, por así decirlo, la imagen de la perfección –simbolizada en el círculo- para dar paso a la imagen de la deformidad –simbolizada en la elipse. Imposible pensar el círculo como una reducción de la elipse. Por razones atávicas, no se puede pensar la elipse más que como una deformación del círculo, es decir de lo perfecto. La naturaleza misma se presenta entonces como una distorsión. Y esta manera de concebir el universo, piensa Sarduy, se refleja simbólicamente en las manifestaciones artísticas del hombre: “El paso de Galileo a Kepler es el del círculo a la elipse, el de lo que está trazado alrededor del Uno a lo que está trazado alrededor de lo plural, paso de lo clásico a lo barroco”. 3Si comparamos, para recurrir a un ejemplo de las artes plásticas, La última cena de Leonardo da Vinci con una pintura del mismo tema del Tintoretto, advertiremos como rasgo distintivo prioritario la concentración circular de la primera versus la descentración elíptica de la segunda. En la obra del renacentista, Cristo ocupa el lugar central y sus discípulos, desperdiciando la mitad delantera de la mesa -que es ocupada por la mirada del que pinta- se disponen simétricamente a su alrededor; en la obra del manierista, en cambio, Jesús, apenas reconocible por un resplandor más intenso que el de los demás, se pierde entre los apóstoles, que en sobreactuados escorzos se amontonan en una mesa fugada, en un recinto donde los criados en cualquier momento podrían ocupar el primer plano de la representación: alternancia entre lo humano y lo divino que constituyen los dos focos de la elipse. Con este planteamiento, el barroco queda definido como el reflejo de un mundo que a partir de Kepler se sabe descentrado; la deformación, paradójicamente corroborada en la naturaleza, de los atributos simbólicos del círculo –perfección, equilibrio, armonía-, es decir: violencia, contraste, distorsión. Pero la idea de que las órbitas planetarias son elípticas no se agota en sí misma: implica ni más ni menos que la infinitud del universo, y esta idea, dice el propio Kepler, “conlleva no sé qué horror secreto... Uno se encuentra errante en medio de esa inmensidad a la cual se ha negado todo límite, todo centro y, por ello mismo, todo lugar determinado”. 4 ¿Habrá, acaso, una definición más certera, sobre todo por su fundamento científico, que la exime de exageración, del horror vacui, que suele presentarse como argumento causal del arte barroco?

En el caso de la hispanidad, que en términos generales permaneció al margen del desarrollo científico europeo desde la segunda mitad del siglo XVI, el horror al vacío está íntimamente relacionado con la Contrarreforma, que España tomó como lid propia. Frente a la Reforma religiosa europea, que abría las puertas a la modernidad renacentista y ponía en entredicho la ortodoxia católica en la que se sustentaba el absolutismo de los Austrias, España se empeña en la defensa a ultranza del dogma religioso. Si el Renacimiento, como muchas veces se ha dicho, representa la huída de Dios, la Contrarreforma se esfuerza con denuedo por mantener los principios teocéntricos que definían la ideología medieval. El impulso vehemente por cubrir el inconmensurable vacío que dejó la partida de la Divinidad encuentra cabal expresión en el espíritu barroco. Para numerosos historiadores el barroco es el resultado, más o menos dogmático, del Concilio tridentino, y se manifiesta, prototípicamente, en el tremendismo de los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola. En efecto, la Contrarreforma determina el carácter de las expresiones barrocas en la península ibérica: son éstas profusamente didácticas: conmovedoras y ejemplares. Sin embargo, la religiosidad general de sus temas y de sus intenciones no corresponde al hondo escepticismo que las origina. Por paradójico que se antoje, el anhelo de infinito, la sobreposición de lo terreno, el abandono de los valores mundanos en beneficio de los ultramundanos de las obras barrocas españolas, lejos de testimoniar el triunfo del catolicismo y de la fe, son el resultado del vacío religioso que el Renacimiento y las crisis eclesiásticas dejaron en España. Como dice Américo Castro, el barroco pugna por aproximarse a un paraíso que juzga ya perdido.

Pero el vacío no sólo es religioso. También es político, y en este sentido, el barroco tiene que ver con la llamada decadencia española: el desengaño que sigue a un periodo de apogeo, en el decir de Pfandl; la nostalgia de la edad heroica, en el decir de Díaz-Plaja. La falta de ascendencia moral sobre el pueblo de los últimos Austrias y sus favoritos, las guerras permanentes, que acarrean la hambruna, la prostitución y la mendicidad que registra la novela picaresca; la pérdida política y religiosa de los Países Bajos, la ausencia de ideales nacionales son algunas de las causas más notables de la decadencia política española, que siguió a la hegemonía parentética del siglo XVI. Este vacío social y político, que lleva a Quevedo a hablar de “los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes ya desmoronados”, conduce inevitablemente a la evasión, que se aduce como santo y seña del barroco; ya la negación ascética de la vida, ya la ironía. Así, se exagera la ingénita dualidad española de naturalismo e ilusionismo: o la burla grotesca y amarga de Quevedo o la embriaguez voluptuosa de Góngora, efectos de la misma causa. Las diferencias entre conceptistas y culteranos, en última instancia, son, como dice Croce, meros pleitos de familia.

Hemos visto, aunque muy sintéticamente, cómo ciertas características formales del barroco, a las que el consenso de los historiadores les atribuye representatividad, se articulan estructuralmente y guardan correspondencia con la ideología del momento histórico en que tal estética se manifiesta. En la constitución del barroco español intervienen determinados condicionantes religiosos, políticos, culturales, que no sólo se reflejan objetivamente en cada uno de los elementos que conforman la estructura del barroco, sino que le son inherentes ideológicamente, y a tal grado que para algunos historiadores del arte hay una relación de identidad entre España y el barroco. En efecto, muchos piensan que en España existe un gusto barroco permanente y eterno mientras que el clasicismo es ahí parentético e importado. Más que juzgarlo como un estadio intermedio entre el Renacimiento y la Ilustración, como lo había hecho Américo Castro, Helmut Hatzfeld considera inversamente al Renacimiento como una suerte de intromisión entre el espíritu mozárabe y el barroco propiamente dicho. Con la Contrarreforma y el jesuitismo concomitante, España se erige, por predeterminación, en el país del barroco y se encarga de propagarlo, como estilo nacional, con toda su fuerza ideológica, al Nuevo Mundo.

Es en esta su condición ideológica donde se generan diferencias antitéticas con respecto al papel que el barroco desempeña en América: para algunos es imposición colonialista; para otros, punto de partida de la emancipación.

Si en la península ibérica, como hemos dicho, el barroco es el arte de la Contrarreforma, ha de entenderse que su objeto es la defensa del dogma católico. Su finalidad primera, entonces, es fortalecer los valores religiosos que la Reforma había puesto en entredicho, y sus recursos expresivos, más que dirigirse a la inteligencia, escéptica desde el Renacimiento, toman como blanco la piel, vulnerable a los vigorosos estímulos afectivos y sensoriales. Pero a su vez, la consolidación de la fe religiosa a través del arte barroco tiene como finalidad última la justificación del absolutismo, que en España, acorde todavía a valores medievales, ha de perseverar merced a una concepción teocéntrica, que impide las movilizaciones sociales hacia la modernidad burguesa. Tal ideología, evidentemente, se refleja en la conquista política y espiritual de América: el dominio imperial sustentado en la fe religiosa. En este marco ideológico, el arte barroco funge como medio de propaganda contrarreformista para la consecución de dos fines prioritarios: evitar cualquier desviación de la ortodoxia católica por parte de los criollos e incorporar a los nativos al sistema cultural hispánico. Al respecto, Leonardo Acosta dice:

El barroco se introdujo en América una vez terminada la etapa aventurera de la conquista, el “periodo heroico”. Su finalidad será precisamente mitificar y eternizar esa conquista, darle validez, no ya legal, lo cual había sido labor de los teólogos y juristas, sino artística y cultural. 5

Según esta tesis, el barroco es trasplantado al Nuevo Mundo con absoluta fidelidad a los patrones estéticos peninsulares. Sin embargo, en lo que se refiere a la arquitectura y a las artes plásticas en general, en las que quizá se aprecie con mayor objetividad el arte barroco, hay que decir que desde los primeros tiempos de la conquista espiritual habían asomado, sobre todo en los lugares donde se gozaba de una importante tradición plástica prehispánica, rasgos de carácter indígena en las decoraciones de los edificios cristianos, ya que la mano de obra era india, aunque los proyectos fueran españoles. A tal presencia, José Moreno Villa le dio el feliz nombre de arte tequitqui, que en náhuatl significa ‘tributario’, a semejanza de la palabra mudéjar, que quiere decir ‘vasallo’ en lengua arábe y que se empleó precisamente para designar el arte musulmán desarrollado en los territorios cristianos reconquistados.

Estas manifestaciones del arte tequitqui, en principio tímidas y apenas perceptibles- un guajolote en una escena en que Francisco de Asís “dialoga” con diversos animales, o un caballo calzado con huaraches, por ejemplos-, se fueron acendrando, hasta que se llegó a un verdadero sincretismo en el barroco del Nuevo Mundo, como el que puede observarse en las capillas poblanas del siglo XVIII –San Francisco Acatepec y Santa María Tonantzintla. En ellas, el barroco criollo, presente en los retablos de madera sobredorada con sus columnas salomónicas y sus santos estofados, queda subvertido por la fuerza indígena que lo dota de originalidad insospechada: una multitud de ángeles indios, tocados de plumas, armados de arcos y flechas, policromados con intensos y chillantes colores, puebla las bóvedas de doble cañón, apenas visibles bajo la profusión decorativa. Entre las uvas –frutas sagradas-, las más exultantes frutas tropicales se desprenden de arcos y lunetos. La hibridez, la mixtura, la simbiosis hacen del barroco americano un arte bizarro, fantasioso, colorido, popular, que lejos de reflejar la sumisión presupuesta por Acosta, es signo vigoroso de la originalidad americana. Por ello Lezama Lima llama al barroco americano, en vez de arte de Contrarreforma, arte de contraconquista. De tal manera es genuino e intenso en su desarrollo que es claro testimonio de que América está preparada para asumir su independencia. Dice Lezama:

El barroco como estilo ha logrado ya en la América del siglo XVIII el pacto de familia del indio Kondori y el triunfo prodigioso del Aleijadinho, que prepara ya la rebelión del próximo siglo, es la prueba de que se está maduro ya para una ruptura. He ahí la prueba más decisiva, cuando un esforzado de la forma recibe un estilo de una gran tradición, y lejos de amenguarlo, lo devuelve acrecido, es un símbolo de que ese país ha alcanzado su forma en el arte de la ciudad. 6

Al hablar del barroco, Leonardo Acosta sólo se refiere al aparato propagandístico de la Contrarreforma, que ciertamente pretende, de manera impositiva, vigilar a los criollos y reeducar a los indígenas. Pero si bien es cierto que los condicionantes históricos, inherentes a la ideología del barroco, persisten en América –que justamente por su carácter colonial es reflejo de la política peninsular-, también lo es que las circunstancias históricas afectan de manera distinta a la Metrópoli que a los territorios de ultramar. Por más que una situación colonial sea determinada por la historia y la cultura del Imperio, el espíritu rebelde de los vasallos no ceja en expresarse de acuerdo a sus propias condiciones de dominio. Este espíritu es el que, a fin de cuentas, habrá de conquistar la libertad. Así, el barroco pasa de ser un instrumento de conquista para ser, reversiblemente, un instrumento de contraconqusita, esto es de liberación.

1 Severo Sarduy, Barroco. Sudamericana. Buenos Aires, 1974. P. 19, nota 5.

2 Citado por Sarduy. Ibidem, pp. 56-57. Nota 42.

3 Leonardo Acosta. “El barroco de Indias y la ideología colonialista” en Comunicación y cultura, Núm. 2.2ª ed. Nueva Imagen. México, 1978. Núm. 2, p. 135.

4 José Lezama Lima. Op. cit. PP 104 y 105.

5 José Lezama Lima. La expresión americana. Fondo de Cultura Económica. México, 1993. ((Tierra firme). P. 79.

6 Alejo Cpentier. “Problemática actual de la novela hispanoamericana” en Norma Klhan y Wilfredo H. Corral (compiladores). Los novelistas como críticos. Fondo de Cultura Económica. México, 1991. (Tierra firme). Vol. I, p. 413.

LA EXPRESION LEZAMEANA - Rafael Rojas

José Lezama Lima, La expresión americana, 1993, México, FCE, Tierra Firme, 183 p.

Era tiempo ya de hacer justicia y desempolvar este texto fugado del discurso de la identidad americana. Y justo aquí, al encontrarlo, recibimos la primera noticia grata: en La expresión americana, como indica el título, Lezama no recurre a definiciones de lo ibero.... lo hispano... o lo latino.... sino que rastrea una posible lógica cultural de las Américas. Haití, el Brasil y los Estados Unidos salen esta vez de la marginalidad que les impuso un secular relato identificatorio. El corte, el trazado de frontera en La expresión americana no es horizontal, como en Sarmiento, Rodó, Marti y Reyes. Aquíno se trata de desagregar el Sur y el Norte, los latinos y los sajones, los vagos de Colón y los puritanos del May Flower, Nuestra América y la de ellos. Lezama dibuja un límite vertical, móvil y permeable, entre el mito europeo y la ficción americana, entre el cansancio clásico y la curiosidad barroca, entre el romanticismo y sus actos, entre la naturaleza y el paisaje.

Antes de llegar a estas revelaciones Lezama realiza un desplazamiento conceptual que es el eje de su sistema poético. "Hay que desviar -nos dice el énfasis puesto por la historiografía contemporánea en las culturas para ponerlo en las eras imaginarias" (p. 58). Para 1957, cuando este texto se leyó en el Instituto Nacional de la Habana, hacía ya cuarenta años que Marc Bloch, Lucien Febvre y Fernand Braudel conducían la escritura histórica por otros rumbos. En su sublime atraso Lezama aludía más bien a la escuela anterior, es decir, a la morfología de las culturas practicada por Jacob Burckhardt, Oswald Spengler, Arnold Toynbee y Alfred Weber. Pero es curioso que el contrapunto de Lezama con esta tradición coincida en el tiempo con la crítica a la historia de las civilizaciones de Fernand Braudel.El célebre ensayo de Braudel Aportación de la historia de las civilizaciones se publicó en 1959, es decir, dos años después de La expresión americana. Fernand Braudel, La historia y las ciencias sociales, 1989, Alianza Mexicana, p. 130-200. Y es asombroso el parecido entre la propuesta de Braudel de entender las culturas como áreas, espacios o alojamientos donde se da un "re ertorio de bienes yla idea lezameana de la cultura como imagen en el paisaje.[Nota 1] Esta confluencia es una prueba más, en su propio caso, del lúcido recelo de Lezama hacia el mecanismo de las influencias, ya que, como solía decir, "entre la voz y el eco se interponen infinitas lluvias y cristales".

El desvío hacia las eras imaginarias es algo más que definir una escala de imaginaciones etrusca, Carolingia bretona, barroca, clásica y romántica. Es concebir la historia como participación de metáforas, como una sincronía de imágenes. Y aquí aparece un error común en los estudios sobre Lezama, del que no escapa la editora Irlemar Chiampi: el de creer que la ¡mago lezamiana es un sustituto de la idea total de Hegel y que con arreglo a ella la historia sigue un devenir en ascenso de hipóstasis y certeza. Las imágenes, según Lezama, se manifiestan propiciando el azar concurrente, el nexo incondicionado, y no para generar sentido en la historia.[Nota 2] Es por ello que el desplazamiento de las culturas a las eras imaginarias es su estrategia para burlar la teleología occidental, la razón-tiempo europea, y conceder otra historicidad al mundo americano. Los conceptos de imagen y paisaje no son, como los ve la editora en la nota 20 del último capítulo, remedos de Espíritu y Naturaleza que intentan "reintroducir América en la Histori0, son sus antípodas deshaciendo la temporalidad histórica y creando otra.

Lezama piensa que la teleología europea acompleja al americano haciéndole creer que su expresión es inconclusa y deforme. De este regodeo marginal salen todas las maniobras del libro. Seguir el enlace del Popol Vuh con las teogonías chinas y budistas, a través de los escribas jesuitas del siglo XVIII, es jugar en los bordes de Occidente. Observar cierto plutonismo en la arquitectura barroca, desde las "indiátides" del peruano Kondori hasta las grotescas esculturas del brasileño Alejaidinho, es convertir la maldad encarnada en la piel, ya sea por la raza o la lepra, en un signo americano. Describir la tensión entre el saber, el sueño y la muerte que se extiende en la poesía mexicana, de Sor Juana Inés de la Cruz a José Gorostiza, es hallar el testimonio de una cultura marcada por la curiosidad y el vértigo. Siempre en los márgenes, cual escritura última de su propia otredad, se resuelve la expresión americana.

El americano es más proclive a la ficción barroca que al mito el clásico. Las criaturas verbosas y asombradas que encontró Colón han evolucionado sin abandonar el orbe de imágenes que los rodea. Este entorno es el paisaje, "la naturaleza amigada con el hombre" y la única condición de existencia para la cultura. La "maestra monstruosidad" del paisaje en América anima por ello una cultura inquieta y elocuente que escapa al "cansancio de los crepúsculos críticos al estatismo de la racionalidad occidental. Así la dimensión histórica propia del continente, según Lezama, se inicia con un diálogo voluptuoso entre el criollo y su paisaje. De este intercambio surge el señorío barroco americano: primera hipóstasis de nuestra imagen en la historia. Luego, en el tránsito del siglo XVIII al XIX, el americano cambia el paisaje de la sorpresa natural por el de la independencia política. En la persecución de Fray Servando Teresa de Mier, el peregrinaje de Simón Rodríguez al lago Titicaca y el calabozo de Francisco Miranda, Lezama observa la génesis de la soberanía americana en tanto paisaje político. La tradición romántica del siglo XIX crea entonces, por medio de lejanías, calabozos, ausencias, imágenes y muertes, el hecho americano.

Ésta es una de las coordenadas del libro: el hallazgo de la historicidad imaginal del mundo americano. La otra es el enunciado mínimo de su expresión: la suma discursiva de las Américas. Aquí Lezama enarbola otra vez los signos del lenguaje americano contra la "cadena mimética" que Europa le tiende al Nuevo Mundo. La lógica de las influencias concede a los americanos el triste privilegio de "la virtud recipiendaria". Según ella el discurso americano deriva su valor de las referencias occidentales que contiene. Lezama se rebela contra este argumento desde la idea de «espacio gnóstico". América, a diferencia de Asia y Africa, se dejó penetrar por el espíritu europeo. Pero esta apertura al saber exterior ha sido siempre el acto previo de una intelección doméstica. Es decir, la incorporación de lo europeo en lo americano no es el indicio de un vacío espiritual o una voracidad implacable, sino la prueba de una mirada fecunda que contempla la naturaleza y crea el paisaje. Para Lezama cuando el americano observa al europeo le otorga otra forma, lo registra dentro de una imagen que sale de sus ojos y confirma su identidad.

Pero la mirada que configura la expresión americana evita el espejo. Hay en el americano cierto temor al encuentro con su propia imagen. Y en el caso de Lezama ese miedo a tocar las revelaciones más cercanas se manifiesta en sus temblorosos contactos con José Martí. La figura de José Martí es una presencia latente en el libro y de los cinco ensayos tres terminan con su alusión. Junto a él, el otro personaje insular que se introduce en el hecho americano es el cura habanero Félix Varela y Morales, fundador de una tradición moral que combinaba en forma tensa la patrística y el liberalismo.[Nota 3] Martí fue el destino histórico de esta moral y Lezama y los intelectuales del Grupo Orígenes lo veían como el monarca de la imaginación cubana. Toda la dialéctica de participaciones y ausencias de la imagen en la historia insular estaba ligada a Martí. Por eso al entrar en la tienda del desierto, la casa del alibi divino, Marti integra con una mirada toda la historia de Cuba y trueca esta visión en realidad nacional. Entonces Lezama se aterra, como Pascal, en la vastedad de los espacios infinitos y al decir Martí dice "su final, no su referencia, con temblor".

Después de Martí viene el silencio para Lezama. La expresión de las Américas encierra ciertos misterios que unas veces la hacen callar y otras desvariar. Hay mitos americanos indescifrables, como el de las ruinas de Nasca, las mutaciones del Valle de México, el triángulo de las Bermudas, el padre Mier entrando en una sinagoga en Bayona, el desarraigo de las culturas de plantación que afecta por igual a Bolívar y Martí o el espíritu de Juárez dictando políticas al oído de Madero, que sólo pueden ser recorridos a través de la ficción. La creencia en una historicidad mágica inspira la propuesta de Lezama de destituir la razón con la imagen al observar lo americano. El desafío a la racionalidad que supone este procedimiento lo hace objeto fácil de rechazos e invalidaciones. Pero al menos la obra de Lezama resulta inaccesible sin el ejercicio de esta hermenéutica. El oscuro habanero no escondió, como los pitagáricos, las claves para la comprensión de su discurso. Hablando de América o Egipto, de la cantidad hechizada o los vasos órficos dibujó siempre la imagen de su poética y expuso el cuerpo de su escritura.

BARROCO, ILUSTRACIÓN, MODERNIDAD: ASEDIOS CONCEPTUALES - Jesús Pérez-Magallón

Al hablar del Barroco la mayoría de los críticos se ha enfrascado en clasificaciones y puntualizaciones a partir de criterios estilísticos (en particular Hatzfeld), los cuales resultan claramente insuficientes si se pretende comprender el Barroco en su globalidad. Wöfflin, lo mismo que Eugenio d’Ors o Emilio Orozco, aluden a nociones supratemporales, criterios trascendentes, estético-metafísicos, que escapan a los condicionamientos históricos de cada formación cultural concreta. Wellek ya alertaba hace tiempo de que era preciso, para llegar a una conceptualización válida, tener en consideración tanto factores estilísticos como ideológicos, aunque separar ambas cosas del contexto histórico-social resulte inoperante. Centrado en el Barroco hispanoamericano, Sarduy elaboraría con instrumentos teóricos más “modernos” y aportaciones tan sugerentes como la de la cultura del desperdicio, el mismo proceso esencialmente estilístico y formal. Y no creo que salga de ese enfoque estético Walter Moser en su búsqueda de un “recyclage culturel” que explicaría la (dis)continuidad del Barroco en América. Lo mismo puede decirse de Jacques Lacan y su lectura del barroco, pues añadir la “jouissance” como aspecto central de la época, asociada a una exaltación del cuerpo, no tiene en consideración sino elementos propios del tiempo, no el tiempo en sí; y, por supuesto, pasa por alto otros elementos que se contraponen abierta y frontalmente a aquéllos. Por eso Bernard Nominé no duda en estudiar el barroquismo de Lacan partiendo de nociones esteticistas sobre el barroco. Y es que, de hecho, la afirmación lacaniana “Je me range plutôt du côté du baroque” no es sino una boutade que le permite pasar a la idea de que barroco es igual a cristianismo y que, por tanto, “le baroque, c’est au départ l’historiole, la petite histoire du Christ”.

Sin duda, y con eso vuelvo al comienzo, la aportación más sólida—aunque no por ello menos discutible—ha sido la de Maravall. Para éste, la época barroca —que recorre toda Europa— se caracteriza por una situación en que “la economía en crisis, los

trastornos monetarios, la inseguridad del crédito, las guerras económicas y, junto a esto, la vigorización de la propiedad agraria señorial y el creciente empobrecimiento de las masas, crean un sentimiento de amenaza e inestabilidad en la vida social y personal, dominado por fuerzas de imposición represiva que están en la base de la gesticulación dramática del hombre barroco y que nos permiten llamar a éste con tal nombre”. La insuficiencia fundamental de su propuesta, sin embargo, es que, al presentar la formación cultural barroca como un conjunto unitario de instrumentos de control perfectamente planificado en defensa de los intereses monárquico-aristocráticos, no deja espacio para posibles rendijas por las que pudieran emerger, siquiera subalternamente, posibilidades culturales alternativas. No obstante, en la realidad del flujo histórico tales resquicios existieron y fue por ellos por los que avanzó la reflexión y exploración intelectuales y artísticas que caracterizaron la cultura de la modernidad ilustrada. Nadie puede dudar que el Barroco es un paradigma contradictorio con tendencias que apuntan en direcciones divergentes.

Parkinson Zamora retomaba para su reciente libro, The Inordinate Eye, las ideas expuestas hace ya tiempo por Alejo Carpentier. Para éste, el barroco no podía limitarse a un solo período histórico o a un solo lugar; por el contrario, el barroco es un espíritu colectivo, una forma de ser la cultura que se caracteriza por estructuras dinámicas y perspectivas policéntricas que permiten reconocer e incorporar la diferencia. Prestemos atención a estas dos ideas: la cultura latinoamericana es barroca porque es de síntesis y reconoce la diferencia y la incorpora; y la consideración del barroco como una forma de ser de la cultura, que históricamente ha sido el de América Latina. La primera afirmación nos hace, como mínimo, preguntarnos: ¿qué cultura no lo es de y en síntesis? Y, si hubiese alguna que no lo fuera, entonces ¿de qué sería?, ¿de y en análisis? Además, la síntesis implica elementos dispares, diversos: ¿de qué elementos se trataría? ¿Con qué criterios conceptuales aludir a tales elementos? Por otro lado, ¿es esencialmente así la cultura latinoamericana, de y en síntesis? ¿Nunca ha dejado de serlo? A este respecto quisiera apuntar algo que sólo mi primera visita a México puede justificar. Y es la presencia de una tendencia clasicista muy marcada (y silenciada) en los dominios del barroco. Así, por ejemplo, en Puebla, en la iglesia de la Soledad, se ve un retablo central de corte clasicista junto a dos retablos laterales de un barroco extremo. ¿Por qué nadie ha sugerido siquiera que el (neo)clasicismo ocupa un lugar determinante en la sociedad mexicana? El Palacio Nacional, parte de la catedral de México, el Colegio de San Ildefonso, etc. La segunda afirmación nos obliga a preguntarnos: ¿qué quiere decir forma de ser de la cultura? Por supuesto, François Lyotard, en La condition postmoderne, define la posmodernidad como “un estado de la cultura después de las transformaciones que afectaron las reglas de juego de la ciencia, la literatura, las artes a partir del siglo XIX”. Mas, ¿puede aplicarse esa visión al barroco? ¿Qué quiere decir que históricamente el barroco ha sido el estado de la cultura en América Latina? ¿Ha sido y ya no lo es? ¿Ha sido y lo sigue siendo? ¿Quiere ello decir que el estado de la cultura del barroco no es forma universal? ¿Qué diferencia hay entre forma de la cultura y formación cultural? El problema fundamental que plantean esas palabras es que, por un lado, prolongan la indefinición y universalidad de las actitudes estéticas y artísticas; por el otro, atribuye al barroco una historicidad imprecisa en la existencia latinoamericana. Porque al afirmar que se elimina así el peligro de identificar el barroco “con un período histórico más o menos extenso” se quiere decir que no es un período histórico, sino que es constitucionalmente hablando el estado de la cultura latinoamericana. Tratando de escapar a un esencialismo identitario se cae en la trampa que se intentaba evitar.

Cuando Gilles Deleuze aborda el estudio del pensamiento de Leibniz en su obra Le pli. Leibniz et le baroque, parte de una visión del barroco que no se distancia de la estética o artística preconizada por Wöfflin y reciclada por D’Ors u otros autores. Las afirmaciones específicas que afectan al barroco o las referencias a Wöfflin, en efecto, no van más allá de eso. La referencia explícita a Wöfflin, de quien dice, “a marqué un certain nombre de traits materiels du Baroque: l’élargissement horizontal du bas, l’abaissement du fronton, les marches basses et courbes qui avancent” etc. O, por ejemplo, cuando sostiene que “Il est impossible de comprendre la monade leibnizienne, et son système lumière-miroir-point de vue-décoration intérieure, si on ne les rapporte pas à l’architecture baroque”. En realidad, se trata de la estética del pensamiento y no de su sustancialidad, ni siquiera de un pensamiento estético. Por supuesto, Alain Badiou lee el concepto de pliegue (le pli) deleuziano en términos de su relación con la noción de ser, que a mí me parece más invención de Badiou que reflexión de Deleuze. Sin embargo, cuando éste escribe en el capítulo 1 que “Le trait du Baroque, c’est le pli qui va a l’infini”, Deleuze encuentra un concepto que resume metafóricamente a la perfección la complejidad de la formación social y cultural del barroco. Pero no como asegura Badiou en el sentido de ver en el pli una postura anticartesiana, sino precisamente porque en su pliegue o despliegue o repliegue, el pliegue incluye (oculta o muestra) la cara cartesiana del barroco. Y ello nos lleva de nuevo a la magnífica aportación de Maravall, pero también a sus insuficiencias para conceptualizar esa variedad compleja. Entre otras cosas, escribe Maravall: “Apariencia y manera son la cara de un mundo que para nosotros es, en cualquier caso, un mundo fenoménico, respecto al cual nuestra relación es conocerlo empíricamente y usarlo. Galileo y Descartes estaban en ello, más por racionalistas y científicos que por barrocos, claro está; pero los escritores barrocos vislumbraron confusamente ese oculto camino”, donde contrapone abiertamente barroco y racionalismo, a pesar de que en otros lugares establece una cierta proximidad, siempre limitada. La misma idea aparece en Rosario Villari cuando escribe: “algunas personalidades de excepción han sido tenidas más por precursoras que por auténticas expresiones de su tiempo: Bruno, Galileo, Bodin, Bacon, Descartes, Harvey, Sarpi, Spinoza...”. Si retomamos la idea de Deleuze sobre el pliegue lo que vemos es que en sus innumerables pliegues, despliegues y repliegues (García Malpica) se encuentra la visión espiritualista, la imaginación, la pulsión de muerte, la apariencia, la exaltación del cuerpo y su goce, la razón, la realidad, la pulsión de vida, el empirismo, el sensacionismo, la represión de lo corporal, tendencias todas ellas incubadas y desarrolladas ya desde el siglo XVII y prolongadas en el XVIII.

Aparte de los numerosos estudiosos del teatro del siglo de oro que rechazaron la interpretación maravalliana como producción cultural instrumental, correa de transmisión de los valores hegemónicos que servía sólo como vía de adoctrinamiento de las “masas”, Fernando R. de la Flor señalaba en 2002 que, dadas las limitaciones del estudio central de Maravall, era necesario, sugería él, reintroducir en el estudio del barroco —que sigue viendo como momento secular entre 1580 u 1680— “lo que con más energía y singularidad muestra una cultura como la española del Seiscientos [...] la apertura a representar una pulsión de muerte y un principio de ir más allá de todas las determinaciones, entre ellas las de la misma razón, llámese razón práctica, razón experimental o, incluso, razón de Estado”. Es evidente que De la Flor ha elegido explorar lo que podríamos llamar, tomando prestado un título de Guillermo Carnero, la cara oscura del barroco. En mi opinión, sin embargo, esos elementos, presentes y actuantes sin la menor duda en el siglo XVII, no dan cuenta de toda la variedad de la época.

Por otra parte, la idea de un barroco contenido en el paréntesis de un siglo (1580-1680), como dice De la Flor (y en lo cual no va más allá ni del maestro Maravall ni de otros estudiosos), o que se sobrepone y da paso a un tiempo de los novatores, principio de la modernidad ilustrada española (como he dicho yo mismo), plantea evidentes problemas, sobre todo en el contexto del proyecto sobre The Hispanic Baroque. Y creo que la aportación de Claude-Gilbert Dubois es clarificadora y necesaria. Teniendo en cuenta que en Francia han dominado sobre todo los enfoques nacionales de carácter estilístico, lo que propone Dubois es reintegrar el barroco en la historia, en cuyo marco el barroco “ne renvoie pas seulement à des formes d’expression, mais aux substrats sociaux et politiques qui ont permis la production de ces formes”. Ssegún Dubois, el barroco histórico comenzaría como reacción a las reformas del siglo XVI y se prolongaría hasta

fines del siglo XVIII, con símbolos clave como la declaración de independencia americana y la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Lo que caracterizaría la edad barroca sería, a nivel político, el modelo de la monarquía absoluta de derecho divino, de la que el despotismo ilustrado no sería sino una variante adaptada a las circunstancias. Frente al modelo de la armonía renacentista, el modelo barroco resume el curso imaginario que podría definirse como la utopía de la unidad imposible. Asi, el barroco propone un modelo que es a la vez unitario y binario, autoritario y esquizo. En síntesis, para Dubois “Le Classicisme et les Lumières sont les résultats d’un traitement français du baroque européen”. Es más, desde un ángulo más puramente historiográfico Carlos Alberto González Sánchez, que comparte la definición maravalliana del barroco como concepto de época, propone una ampliación cronológica: «cabría ampliarla entre el último tercio del siglo XVI y la primera mitad del XVIII». Se incorporan así aspectos contradictorios que habían quedado marginados en periodizaciones o cronologías anteriores y es particularmente operativo en el contexto cultural hispano. Si recordamos lo que había escrito Lezama Lima: «Ese barroco nuestro, que situamos a fines del XVII y a lo largo del XVIII, se muestra firmemente amistoso con la Ilustración»1, idea de nuevo retomada por Parkinson Zamora para afirmar que “the production of New World Baroque art and architecture continued until nearly the end of the eighteenth century, when the Churrigueresque style reached its most flamboyant expression in Mexico”, podemos aceptar que coexisten, en la edad barroca, una cultura dominante, pues como dice Maravall «pueden descubrirse manifestaciones barrocas que se cuentan entre las más extravagantes y extremadas, pero bien se sabe que el sentido de la época es otro», y una cultura no hegemónica socialmente hablando aunque de significación indiscutible en la evolución cultural y social. En nuestro caso, además, la edad barroca arrancaría de fines del XVI y se prolongaría hasta las Cortes de Cádiz y las independencias.

Pero si el barroco se prolonga durante el siglo XVIII y coexiste con la ilustración, la pregunta que se impone es: ¿por qué y quién ha establecido que la ilustración sí existe en la Europa moderna y el barroco no? Desde un presente cercano no hay que olvidar el modo en que las potencias occidentales hegemónicas representan simbólicamente su pasado. No hace mucho, David Kelley afirmaba: “La cultura de la Ilustración fue la cultura fundadora de los Estados Unidos”. En esa visión, la cultura de la pre-Ilustración (es decir, anterior a la Ilustración) se caracteriza por ser una visión religiosa, “basada en la fe, sobrenatural en su visión de la vida, y con una ética atada a los deberes”. Esa visión la asocia el autor a la derecha religiosa de Estados Unidos. Como la propia época decidió mirarse a sí misma, calificarse, nombrarse y decirse, hay demasiadas conceptualizaciones sobre la ilustración que ahora, para evitar actitudes antologizadoras, voy a evitar. No obstante, tomando a Foucault como referencia, éste contempla la Ilustración «plutôt comme une attitude que comme une période de l’histoire», actitud que no puede entenderse al modo ecléctico en que T.S. Eliot caracteriza la mente moderna, «que incluye todos los extremos y matices de opinión», sino, en palabras de Foucault, como «un type d’interrogation philosophique qui problématise à la fois le rapport au présent, le mode d’être historique et la constitution de soi-même comme sujet autonome»; viendo el hilo que nos une con la Ilustración en «la réactivation permanente d’une attitude; c’est-à-dire d’un ethos philosophique qu’on pourrait caractériser comme critique permanente de notre être historique». Al formular la modernidad —es decir, la contemporaneidad— de la actitud ilustrada, Foucault se refiere a una ontología histórica y crítica, en la que el individuo es sujeto y objeto de su indagación, inseparable de un compromiso ético con la misma. Pero, ¿qué instrumentos tiene el ser humano para esa crítica permanente de nuestro ser histórico? Los que articulan el discurso moderno de la Ilustración. Mas, ¿acaso no se encuentran esos instrumentos en el barroco? Ahí se ve uno de los elementos que permiten la doble lectura del proceso que conduce a la modernidad. Y eso explica que se diga que Descartes o Bacon son excepciones del barroco. Y todavía otra pregunta: ¿por qué en el ámbito anglo-sajón la idea de early modernity, incluso o sobre todo aplicada al mundo hispánico, está viniendo a sustituir conceptos como renaissance o baroque? La cuestión central es que, desde la lectura de la historia que fija la Europa central y del norte, la ilustración puede incorporarse a una genealogía de la modernidad que se caracteriza por el empirismo, el racionalismo y el protestantismo. Resumo muy brevemente los argumentos de Hegel y Weber. Por el contrario, en esa escritura selectiva no tiene cabida el barroco (el goticismo), rasgo caracterizador de pueblos supersticiosos, bárbaros, incivilizados e incluso incapaces de razón. Bajo el término early modernity, sin embargo, se pueden aceptar y acoger algunas, pocas, muy pocas, aportaciones del mundo ibérico, sin por ello modificar significativamente una historia que excluyó al mundo hispánico de la génesis de la modernidad.

Otro asunto es el de los orígenes de esa modernidad. Desde luego, no voy a discutir ni el debate de antiguos y modernos estudiado por José Antonio Maravall ni la concepción de Jürgen Habermas sobre esa modernidad que es un proyecto inacabado o parte de una interminable discusión sobre la posmodernidad. Alain Touraine ha descrito la gran ruptura de la modernidad contraponiendo, por un lado, el programa intelectual del humanismo-erasmismo y, por el otro, el racionalismo y el empirismo asociados a la apropiación científica de la realidad natural. Stephen Toulmin, a su vez, ha cuestionado la idea de que la verdadera modernidad tenga un origen único y que éste dependa del proceso de racionalización del pensamiento filosófico y científico a partir de Descartes y Bacon. Para él, habría que rechazar de una vez por todas esa visión heredada de los orígenes de la modernidad y plantear la posibilidad de un origen doble para la época moderna. De esos dos orígenes, uno ellos habría sido subestimado hasta ahora como parte del antiguo orden del mundo. El problema es que Toulmin parece no captar las causas geopolíticas que subyacen a ese borrón de la fase humanista y que lo hacen inevitable, puesto que el humanismo es esencialmente un fenómeno del sur que debe “desaparecer” en la versión norteña de la modernidad. Ernest Cassirer, sin embargo, no podía imaginar una ilustración sin el humanismo renacentista. En realidad, la posición en el ambiente intelectual europeo del escepticismo racionalista y del empirismo baconiano acompañan al humanismo erasmista en una realidad cultural excesivamente compleja en la cabe asimismo toda la filosofía hermética, esencial, como han demostrado Westman y McGuire, para la revolución científica. La escisión entre el momento humanista y el momento moderno (como contrapuesto a aquél) es sólo resultado del agente cultural responsable del relato historiográfico en el que las categorías dominantes aún hoy día han quedado anquilosadas. De todos modos, en tales diferencias e instalada en esa fisura se encuentra la razón de las modernidades divergentes, usando fuera de su contexto la expresión de Julio Ramos (o de su traductor), es decir, de las maneras específicas —desiguales y combinadas— por las que cada comunidad ha accedido a su modernidad. Por ese motivo, recuperar la producción de los novatores y de la ilustración española e hispánica es vital. Pero siempre que no se contraponga a éstos frente a los auténticamente barrocos; ambos lo son, ambos son producto del mismo ambiente social, realidad histórica y perspectiva de desarrollo. O tal vez, se trataría de proponer una hermenéutica en la que barroco e ilustración conjunta y conflictivamente fecundan y fundan una modernidad que llega a nuestros días.

Señalemos que, frente a la tradicional genealogía de la modernidad pasada por la ilustración y sus precursores, autores como Antonio Regalado (en su estudio sobre Calderón) y Bolívar Echeverría han apuntado a otra relación entre barroco y modernidad. Situando su reflexión en el marco de lo que considera una crisis civilizatoria que se prolonga desde hace más de un siglo, Echeverría califica esa crisis como “la crisis del proyecto de modernidad que se impuso en este proceso de modernización de la civilización humana: el proyecto capitalista en su versión puritana y noreuropea, que se fue afirmando y afinando, lentamente, al prevalecer sobre otros alternativos”. Es más, pensar en el ethos barroco quiere decir pensar en una modernidad poscapitalista intuida como “utopía alcanzable”, siempre que se encuentre en la realidad el comportamiento social que pudiera posibilitar la actualización de una modernidad capitalista que antecedió a la actual y que pervive con ella. Para ello, Echeverría considera el ethos barroco como uno de los cuatro modos “de interiorizar el capitalismo”, y específicamente lo relaciona al ethos clásico, pero como su opuesto. Así, el ethos barroco, siendo una manera “tan distanciada como la clásica ante la necesidad trascendente del hecho capitalista, no lo acepta, sin embargo, ni se suma a él sino que lo mantiene siempre como inaceptable y ajeno”. En último término, el barroco serviría como referencia para una alternativa futura al capitalismo dominante. No obstante, al aludir más directamente a lo que es barroco Echeverría se acoge a Adorno y su visión del barroco como una “decorazione assoluta”, o sea, como un vacío en el que sólo se ha preservado la forma; como teatralidad (noción que, cuando menos, había sido ampliamente desarrollada por Emilio Orozco), o como una estetización cotidiana. En resumen, su idea de que barroco equivale a “combinación conflictiva de conservadurismo e inconformidad” o de que “el comportamiento barroco parte de la desesperación y termina en el vértigo” muestran la dificultad de establecer una conexión coherente entre el barroco y la modernidad. En cuanto a Regalado, su metodología le lleva simplemente a vincular a Calderón con momentos y movimientos posteriores, saltando olímpicamente por encima de la evolución y la cronología. Así, Calderón se vincula con, digamos, Antonin Artaud o el teatro del absurdo, lo que demuestra obviamente la relación entre el barroco y la modernidad.

Y en ese contexto la pregunta a responder sería: ¿cuándo tiene lugar esa fusión, cuándo desaparecen uno y otro? Mi respuesta se inclinaría a decir que es el romanticismo el que efectúa esa fusión, pero eso es harina de otro costal. Lo cierto es que al reivindicar una dimensión poscolonial y antiimperialista en su concepto del barroco, tal vez Carpentier, Lezama y Sarduy estaban apuntando en una dirección llena de futuro, pero no por su esencialismo barroquizante, sino por el trazado de una genealogía alternativa a la dominante.

domingo, 2 de enero de 2011

ESCRIBIR LA EXTRAÑEZA – JORGE LUIS BORGES, JOSE LEZAMA LIMA - Rafael Fauquié

"Al escritor sólo se le puede pedir cuenta de la fidelidad o no a una imagen: de ello depende no sólo su destino sino también su ética". José Lezama Lima.

"No hay nada en el universo que no sirva de estímulo al pensamiento". Jorge Luis Borges

Chesterton dijo: "Voy a envejecer para todo. Para el amor. Para la mentira. Pero nunca envejeceré para el asombro. Siempre me seguirán asombrando las cosas elementales". Quevedo argumentó algo parecido: "Nada me desengaña, /el mundo me ha hechizado". Asombro: reacción de la inteligencia ante las sorpresas que el universo propicia. Vivir es recorrer diversas perplejidades. Hacer arte es una forma de expresarlas. Muy pocos son capaces de hacer arte de sus asombros. Jorge Luis Borges y José Lezama Lima lo hicieron. Tan extraña fue su vida como su obra. Los dos convirtieron su escritura en espacio integrador de todos los espacios. El sedentarismo de sus vidas fue casi un tributo a la pasión del pensamiento, a su fervor por todas las fascinaciones, al vigoroso aliento de la creación. En el mundo de Borges y de Lezama, todo pareció girar alrededor de la especulación poética. Los grandes poetas abstraen de su conciencia la intuición de instantes singularísimos: fusión del alma y la palabra en el espacio definitivo e intemporal del arte.

La Revolución Cubana separó para siempre a la familia de Lezama. Casi todos salieron de la isla a comienzos de la década de los sesenta. Casi todos menos el escritor y su madre. En la abundante correspondencia que durante largos años se cruzó entre él y el resto de la familia ausente, exiliada en Miami, se reitera el inmenso dolor de una separación que cambió los destinos de todos. En una carta, una de las hermanas de Lezama, le dice en relación a los años juveniles de un tiempo común transcurrido en La Habana y desaparecido para siempre: "éramos felices y no lo sabíamos". El mundo fue pequeño para Lezama: su isla, su madre, sus hermanas, su casa, sus libros... El cubano universal que él era dijo cosas como éstas: "no concibo otra cosa que ser cubano". "No podría escribir fuera de Cuba".

Ecos de la biografía de Lezama resuenan, también, en la de Borges. El universo de Borges fue el mundo de su casa: pequeño espacio compartido con la madre, con la hermana y algunos pocos amigos que parecieron durar siempre. Su sedentarismo giró en torno a los libros y al infinito placer de su lectura. Todo, cualquier cosa, podía postergarse ante el irremplazable goce de leer un libro, escribir una página o asistir a una tertulia donde escuchar y expresar ideas. "Vida le ha faltado a mi vida", dijo en algún momento. La célebre frase expresa la voluntad de vivir sólo para el conocimiento. Borges convirtió su lucidez, su inteligencia, su imaginación, su genio, en reflexión que escribía todas las ideas, que dibujaba todas las imágenes, que exploraba todos los conceptos.

Borges y Lezama son inconcebibles fuera del ámbito latinoamericano. Recuerdo una anécdota que le leí a Mario Vargas Llosa. En una oportunidad, ante un grupo de estudiantes ingleses, éste comentó acerca de la imagen europea que de Borges se tenía en nuestro continente, de cómo se lo consideraba un escritor poco representativo de América Latina y de su cultura. Los jóvenes ingleses se echaron a reir. Para ellos, Borges era imposible fuera de nuestro subcontinente. Su desenvoltura al abordar la cultura universal; su forma de conjeturar sobre cualquier tradición; su estilo al parodiar todos los saberes; su manera de relacionar sabiduría y método, filosofía y literatura, fantasía y verdad, ensayo y ficción, no podían ser sino producto de una mentalidad latinoamericana: marginal, fronteriza, excéntrica.

Escritura y eternidad: todo el saber del mundo, la sabiduría universal de todos los tiempos precede al instante de cada nueva creación. El acto creador es conjuro que repite infinitos instantes ya vividos por la humanidad. Las culturas no sólo se comunican; eventualmente, se repiten, desarrollan nuevas combinatorias de acción sobre viejísimos conceptos. La historia universal es una continuidad hecha de repeticiones. El arte es el grandioso crisol donde todo se comunica, disuelve y amalgama. Es la tesis lezamiana, por ejemplo, de ciertos ecos que parecen resonar, similares, en imágenes de las más diversas civilizaciones. Borges y Lezama intuyeron, vivieron, respiraron, esa universalidad. Como latinoamericanos, supieron imaginar la grandeza cierta de cualquier cultura y de todas las formas del arte. Parafraseando a Julio Cortázar cuando éste habla de Lezama, fueron dos latinaomericanos con "un mero puñado de cultura propia a la espalda y el resto es conocimiento puro y libre".

Borges fue autor de una escritura intelectual, hecha de palabras que son imágenes que son ideas. Poeta-filósofo que amó la belleza del pensamiento y gustó de los conceptos por su estética. Natural diferencia entre filósofos y poetas es la más urgente preocupación de los últimos por hallar la forma exacta con que expresar sus pensamientos. El filósofo asigna menos importancia a la transcripción literaria de la idea. En un breve ensayo sobre la poética, Antonio Machado postulaba como necesaria la identificación entre poesía y filosofía. Su idea: "todo poeta debe crearse una metafísica que no necesita exponer, pero que ha de hallarse implícita en su obra", invoca la escritura de Jorge Luis Borges. La historia de la humanidad es la historia de sus ideas. En esta verdad podría apoyarse ese extraordinario laberinto narcisista que fue la escritura de Borges. Le maravillaron las ideas intuidas en libros no escritos, en argumentos de filósofos, en la retórica de sofistas, en bocetos dibujados por la fantasía de algún novelista eventualmente menor.

Borges supo, como nadie, disfrutar del saber y de la lectura. "La idea de que la lectura es obligatoria -dijo- es absurda: tanto valdria hablar de felicidad obligatoria". Literatura y dualidad; a un tiempo escritura y, también, lectura. La creación del escritor que escribe se acompaña de la creación del lector que lee. Borges se enorgulleció, primero, de las cosas que leyó; de lo que escribió, después y -según él- casi secundariamente. Lectura y escritura como procesos complementarios de una misma inteligencia. El saber nos descubre a nosotros mismos a través de lo que otros supieron, de lo que otros descubrieron. Pensamiento como metáfora: de lo que se trata, es de saber; leer y escribir para saber; conocer más para llegar a admirar lo admirable. Admirable es, para Borges, La Divina Comedia. Su asombro ante la Comedia es el asombro ante la perfección. "¿Por qué negarnos la felicidad de leer la Comedia?" -se pregunta- Para responderse inmediatamente: "Nadie tiene derecho a privarse de la felicidad de leerla de un modo ingenuo".

En Lezama, es la pasión de una escritura que se hace cuerpo. Vitalidad de los sentidos reproduciéndose en un saber hecho de imágenes. Espacios culturales que se hacen presencia múltiple y multiplicadora, fuerza ingotable de sugerencias. No existen límites para el saber. El saber impregna saberes, se interrelaciona con saberes. Tiempos, obras, autores, temas, épocas, ideas, son totalidad, olla podrida, profusión bullente en la que todo convive con todo: lo religioso con lo profano, lo antiguo con lo moderno, lo inmenso con lo minúsculo, lo bello con lo feo, lo trágico con lo cómico, lo grotesco con lo sublime. Lezama fue escritor de una palabra golosa, henchida de barruntos sobre las más extraordinarias imaginerías. En él, el vocablo se hunde, como inmenso cucharón, en un caldo que contiene todos los saberes y todos los sabores y logra extraer, inimaginablemente entremezclados, bocados que son imágenes, que son poesía. Lezama es un poeta de lo sensual; escritor de una palabra que es deleite, que es placer, que es plenitud. La estética de Lezama es la estética de la intuición y de lo intuitivo: percepción primaria donde se encuentran todas las clarividencias.

El conocimiento es siempre suma. Cualquier cosa puede ser información válida sobre cualquier cosa. Al leer a Lezama, sentimos que su palabra proporciona información excesiva y, a veces, impertinente: saber multiplicador apoyado en una verbalidad abrumadora que inunda todos y cada uno de los espacios de la página. En Borges, percibimos la parquedad absoluta del término exacto: precioso y preciso (precioso por preciso). En sus páginas nada falta, nada sobra. Magnífico designio de la palabra de Borges: decir el término irremplazable y único, expresar con justeza las más disímiles facetas del universo. Inteligencia irreverente de Borges en la que todo es susceptible de reflexión, de parodia. Todas las curiosidades, todos los asombros forman o pueden formar parte de la condición humana. El asombro de Borges se asemeja al hechizo de Lezama, al hechizo de Quevedo: actitud expectante, consecuente reflejo de inteligencias enfrentadas a un universo que no cesa de maravillar.

Actitud lúdica ante el saber. Desacralización de la cultura. No hay centros culturales únicos o definitivos. "¿Cuál es la tradición argentina?" -se pregunta Borges-. Su respuesta es la que podría dar cualquier otro latinoamericano: la cultura occidental toda, el tiempo universal de la humanidad. En la comparación que Borges hace entre el argentino Macedonio Fernández y el español Rafael Cansinos-Assens, hay una oposición ilustrativa: una solitaria y gastada Europa frente a una juvenil y plural América. Europa recuerda; América, crea. Europa mira en ella, dentro de ella; América, dentro y fuera de ella. "En Cansinos -dice Borges- estaban todas las lenguas y todas las literaturas, como si él mismo fuera Europa y todos los ayeres de Europa. En Macedonio hallé otra cosa. Era como si Adán, el primer hombre, pensara y resolviera en el Paríso los problemas fundamentales. Cansinos era la suma del tiempo; Macedonio, la joven eternidad".

Lezama descubrió en lo americano un punto de partida hacia lo universal. Nuestra América era, para él, desconocimiento, figura nueva, espacio hechizado, encuentro de asombros. "Lo desconocido es casi nuestra única tradición", dijo en algún momento. Originalidad latinoamericana era, también, cercanía entre poesía e historia. La historia de América se confunde con la de su poesía. Recordar es poetizar el pasado, imaginarlo. Historia como imagen: figura y representación de diversos signos en el tiempo. "Recordar -dice Lezama- es un hecho del espíritu, pero la memoria es un plasma del alma, es siempre creadora, espermática, pues memorizamos desde la raíz de la especie". Nuestra historia americana posee la continuidad que posee la poesía, que posee el arte. Continuidad de un saber original hecho de realizaciones y aspiraciones.

Lezama dividió nuestra historia americana en cinco grandes etapas. A la primera la llamó la del "mito y cansancio clásico": época de la Conquista y de los viejísimos mitos volcados sobre la novedad americana. La segunda es la que define como el tiempo de la "curiosidad barroca"; la colonia y sus signos: importancia de la ciudad, inamovilismo de los grupos sociales, síntesis o mestizaje cultural, poderosísima fuerza de la Iglesia y de los criollos hacendados; mundo cerrado, medieval y estático. El tercer momento americano es el del romanticismo; conflicto de las autonomías: las regiones alzadas contra poder central español. (Lezama recuerda que algunas de nuestras principales figuras históricas son prototipos del héroe romántico: Miranda, Bolívar, Martí). Después, el tiempo del "nacimiento de la expresión criolla"; importancia de lo literario dentro de nuestra cultura. En Latinoamérica, la literatura ocupa espacios muy amplios: compañera de tiempos, de personajes, de comportamientos; trazo exquisito o chascarrillo burlesco; grotesca belleza que recrea a la vez lo espantoso y lo extraño, la sátira cruel y los arrebatos de sensibilidades explosivas. Por último, el tiempo presente americano: sincretismo de nuestra más vieja originalidad, encuentro de todas nuestras anterioridades. De "sumas críticas del americano", bautiza Lezama nuestra realidad de hoy; realidad a la que identifica con el esencial inicio de América, con la irrefutable autenticidad del paisaje, de la tierra. "En América -dice- dondequiera que surge posibilidad de paisaje tiene que existir posibilidad de cultura. El más frenético poseso de la mímesis de lo europeo, se licúa si el paisaje que lo acompaña tiene su espíritu y lo ofrece, y conversamos con él siquiera sea en el sueño".

"El arte y nada más que el arte. Tenemos el arte para no morir de la verdad", dijo Federico Nietzche. La frase hubieran podido firmarla tanto Borges como Lezama. Para ellos, arte y literatura, son disfrute y, sobre todo, son verdad, suprema verdad; religión y fe. Escritura como ceremonia: rito sacralizado; también placer, juego y entrega. La palabra desdobla el universo; se hace, ella misma, universo, totalidad. En el caso de Lezama, cubano universal que, fuera de un corto viaje a México durante su juventud, jamás salió de su isla, la escritura suplió viajes y suplió experiencias; fue conocimiento y fue placer. Placer de la escritura, placer del arte. Para Borges, por muchos años ciego, la palabra fue luz y sabiduría dentro de un mundo oscuro y suyo que lo apartaba del resto del mundo. Alguna vez, definió la ceguera como "estilo de vida". Soledad, escritura y ceguera forman parte, en él, de un mismo símbolo. Borges hizo de la palabra un espacio de sí mismo: vitalidad que magnificaba todos los argumentos y sublimaba cualquier tópico.

El saber y el arte son eternos, como eternas son las ideas, como lo es la belleza. De esa reflexión, de esa imagen, se desprenderá una proposición muy reiterada en Borges: estudiar, dentro del tiempo, la evolución de una idea a partir de los heterogéneos textos que ella generó en autores separados por los años. Es, también, la imagen de las traducciones (según Borges: reescrituras y recreaciones). Una obra -una idea- es traducida por alguien en otro lugar, en otro tiempo; y en ese encuentro de dos hombres alrededor de un texto, se produce una de las más maravillosas formas de comunicación, de encuentro de espíritus. Es el caso, por ejemplo, de Edward Fitzgerald y Omar Kayam. La traducción que el primero hace del segundo es, para Borges, prueba de la atemporalidad universal del espíritu literario. Éste se deposita en distintos destinos: el de Kayam, el de Fitzgerald. "Toda colaboración -concluye Borges- es misteriosa. Ésta del inglés y del persa lo fue más que ninguna, porque eran muy distintos los dos y acaso en vida no hubieran trabado amistad y la muerte y las vicisitudes y el tiempo sirvieron para que uno supiera del otro y fueran un solo poeta". El encuentro de las ideas en la inseparable distancia del tiempo, no es sino una prueba más de la eternidad del pensamiento. Implica que el hombre pueda trasladarse a diferentes realidades: el futuro, el pasado, un sueño... El espíritu de la literatura está en todas partes: aparece en medio del sueño o en la vigilia, genera pesadillas o placidez, produce grandes obras literarias u obras mediocres. Nos acecha siempre. Acompaña al hombre, testimonio indeleble de su paso por el tiempo.

Sabiduría y arte, belleza y verdad. El arte, la escritura, son formas de poseer la verdad: de aprehenderla, de abarcarla. Arte y perfección: evocación de las experiencias de los alquimistas en los tiempos medievales. Búsqueda de la pureza, búsqueda del oro; trabajoso hallazgo del objeto perfecto. Borges encuentra en la poesía un objeto de culto, de pasión casi mística. El mismo, pervive en la memoria de sus lectores como un laborioso demiurgo que confundió su vida y sus imágenes personales con atemporales símbolos que el mundo ha repetido, repite y repetirá. Lezama, por su parte, perdura en el recuerdo dibujado en la figura de un esotérico poeta ocupado, a todo lo largo de su sedentarísima vida, en construir un mito descomunal e incomparablemente propio.


Cercanía e indefinición de los límites que separan la realidad de la literatura. Formulación de la vieja pregunta ¿Quién es más real, Don Quijote o Cervantes? Personajes y seres humanos pueden concebirse como producto de una mente superior que los piensa y los crea. Esa sería la imagen más certera de la divinidad para Borges: una mente que piensa, una mente que hace; una mente que, al pensar, hace nacer. Ese es el Dios que Borges descubre: un ser que imagina a todos los hombres, a todos los seres, a todas las cosas. Por eso El Quijote expresa para él la perfecta interrelación entre la realidad y la ficción, la verdad verdadera y la verdad literaria. Inquietud ante una escritura que juega con el mundo real y el mundo de ficción, que introduce al uno dentro del otro. "¿Por qué nos inquieta -se pregunta- que Don Quijote sea lector del Quijote. Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios".

"Los poetas -dice Borges- son amanuenses de un dios, que los anima contra su voluntad..." La escritura es un acto sagrado, instante mágico en el cual un elegido -el poeta- reproduce la palabra de un dios que habla por él. Vieja analogía entre dioses y poetas. Los dos nombran. Los dos dicen. Al nombrar, hacen nacer; dibujan líneas de vida sobre las cosas dichas. En la poesía, está el origen de una irremplazable explicación de lo humano. Ella es anterior a la historia y su memoria. "Lo mitológico -dice Lezama- es siempre esclarecimiento, árbol genealógico, combate donde los dioses visitan a los guerreros, prole engendrada por los dioses y los efímeros". En el estupor del hombre ante el universo, en su necesidad de entender y conocer, está el origen de la literatura. Ella es ilustración, enseñanza, saber anterior a todos los saberes; realidad otra, verdad particular, segunda naturaleza. "Si digo piedra -explica Lezama- estamos en los dominios de una entidad natural, pero si digo piedra donde lloró Mario, en las ruinas de Cartago, constituimos una entidad cultural de sólida gravitación".

Obra total, libro único, texto sagrado: imágenes similares de páginas irrepetibles que trascienden el tiempo y se identifican a la eternidad. Página definitiva, libro definitivo: emblema de lo humanamente inalcanzable; tarea sólo permitida a los dioses. Es la admiración de Borges por la palabra que contiene la Verdad, única, con mayúscula. Palabra síntesis del universo. Palabra final que encierre todos los saberes y todas las devociones. Es la evocación de la Biblia o de la cábala judaica. Identificación entre poesía y palabra de Dios; palabra escrita por Dios: absoluta, indudable, irrefutable, única. Dios habla por ella, a través de ella. "La sola concepción de ese documento (la Biblia) es un prodigio superior a cuantos registran sus páginas. Un libro impenetrable a la contingencia, un mecanismo de infinitos propósitos, de variaciones infalibles, de revelaciones que acechan, de superposiciones de luz..." En la Cábala, existe una imagen que es expresión máxima del poder del verbo: el mito del Golem; imagen de un hombre hecho de barro que vive gracias a la palabra del Dios que lo nombra y lo alienta. La sugerencia es fascinante para Borges. Repite -y magistralmente resume- la milenaria imaginería de nuestra tradición judeocristiana: el universo existe por el deseo de un Dios que es, ante todo, palabra; fuerza del nombre, de un Nombre.

Ensayos, cuentos y poemas de Borges, juegan con el tema de una aspiración: hallar la palabra que abarque, que cubra a todas las otras; saber compendio de todos los saberes. Fetichismo de la palabra, fetichismo de la escritura, fetichismo del libro que las contiene. Recuerdo la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa y uno de sus temas esenciales: el saber, la fuerza del saber y, también, la soberbia del saber. Como dice uno de los personajes de la novela: "¿Cuál es el pecado de orgullo que puede tentar al monje estudioso? El de interpretar su trabajo, ya no como custodia, sino como búsqueda de alguna noticia que aún no haya sido dada a los hombres". Querer saber lo que la mayoría ignora es el exceso del custodio. Plenitud de la escritura. Un libro -una página, quizá sólo una palabra- puede convertirse en el fin absoluto de una vida. Por hallarla, por ser el primero en descubrirla, se es capaz de todo, incluso del crimen. Al mismo tiempo, la biblioteca, lugar que protege la milenaria sabiduría de los libros, es el alma y centro del monasterio. La misión sagrada del intelectual es perpetuar el conocimiento, preservar las palabras, recoger su memoria. La representación que hace el libro de Eco de la biblioteca es particular: inexpugnable, todopoderosa; puede, incluso, ocasionar la muerte de quien la profane. Ella es, también, un peligroso laberinto: el no iniciado corre el riesgo de perderse en su interior para siempre. Biblioteca y universo, orden y azar (o azar dentro del aparente orden): sin duda, cuando Eco escribía El nombre de la rosa fueron muchos los símbolos borgianos que han debido acudir a su mente.

Frecuentemente Borges y Lezama juegan con definiciones que les dictan su inteligencia y su imaginación. El ingenio establece nuevos códigos, referencias otras que quiebran el terrible y estéril espacio del lugar común. El placer de la escritura encierra el placer de lo nuevo: hallar ideas, descubrir imágenes, idear conceptos con que definir parcelas dentro de la infinita complejidad universal. Coincidencia y, a la vez, diferencia entre Borges y Lezama: para el primero, escribir es conjurar asombros, multiplicar razonamientos; para el segundo, la escritura es elaboración de sentimientos e imágenes, articulación de una sensualidad abrumadora superpuesta al concepto. En Borges, es la inagotable validez de la especulación y la conjetura (sin conclusiones, especulación que deja todas las puertas abiertas, todos los caminos libres; por otra parte, recuerdo que la palabra "conclusión" le horrorizaba). En Lezama, es el estímulo de la acumulación y del desciframiento. Sólo lo difícil es estimulante, dijo alguna vez. Inteligencia y palabra identificadas en una correspondencia que se esfuerza por comprender -¿abarcar? ¿repetir?- la vastedad del universo. La palabra, la escritura, se convierte en diálogo del yo consigo mismo, empeñado en aclarar -o al menos, ilustrar, convertir en figuración- el inacabable asombro. Para Lezama la palabra, igual que la belleza, era un potens: fuerza, inagotable posibilidad, creatividad acrisolada en el fuego de la sensibilidad y de la inteligencia.

La palabra literaria, además de placer, es también poder. Poder de la soledad. Poder de una expresión que nos pertenece y ha sido tallada en la soledad de un espacio sólo nuestro. Trascendencia de la palabra: capacidad de identificarnos verbalmente al interior de lo universal. "No escribo para una minoría selecta, que no me importa -dice Borges en El libro de arena- ni para ese adulado ente platónico cuyo apodo es la Masa. Descreo de ambas abstracciones, caras al demagogo. Escribo para mí, para mis amigos y para atenuar el curso del tiempo". Igual que Borges, tampoco Lezama pareció preocuparse demasiado por la comprensión de sus lectores. Su escritura luce como un acto indeclinablemente personal que, constantemente, señala derroteros únicos, descifra enigmas particulares que sólo a su autor pertenecen. En suma, no pareció sentir Lezama demasiada urgencia por ser comprendido, por gustar, por hacerse entender dentro de usos convertidos en códigos a la moda. No preocupó ni a Borges ni a Lezama el participar de una modernidad hecha clisé. Sus obras penetran en la eterna atemporalidad de la inteligencia y la belleza.

Borges hizo muy perceptibles sus afinidades con algunos autores de la literatura universal. Abiertamente indicó sus principales deudas literarias. "Quienes minuciosamente copian a un escritor -dice- lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos-Asséns, fue De Quincey". Borges convirtió a temas y autores en símbolos a los que acercar su propio rostro para dibujarse a sí mismo. Se metaforizó en sus proclamadas devociones por ciertos hombres-nombres de la literatura universal. Figuras como Quevedo, Flaubert, Valéry, Whitman, se convierten en particulares facetas del eterno y universal espacio literario. Whitman: encarnación de una literatura genésica, canto vital, himno primario de un mundo descrito con voz bíblica que habla de fraternidad entre los hombres. Mallarmé: imagen de una exquisita alquimia literaria, búsqueda solitaria de una obra única, escritura del libro irrepetible en el que confluyen todos los actos, todas las experiencias, todos los instantes de una vida. Quevedo: arrolladora palabra que, incluso en los momentos más banales, apunta hacia la perfección. Swift: símbolo de una palabra mordaz, amarga, siempre desenmascaradora de una estupidez humana abrumadora y repetitiva; imagen también de un rostro: el de la destrucción final del artista en el interminable abismo del deterioro, físico y mental. Flaubert: artífice de una obra tallada en el fervor parsimonioso de muchos años. En toda esta galería borgiana, destaca, particular, la imagen de Paul Valéry: encarnación de una forma de vivir lo literario, de convertirse, él mismo, en literatura. La identificación de Borges con Valéry alude, además, al horror que siempre sintió el primero por los "énfasis" -teorías demasiado vociferadas o vociferantes, dogmas, fanatismos e ideas defendidas con exceso de grandilocuencia o de estupidez. La mesura, la lucidez, la inteligencia, apartaron a Borges de las vehemencias excesivas. Terror del énfasis mas no de la pasión. La pasión literaria lo acompañó durante toda la vida, y a ella supo servirle con delicado fervor. Como ha dicho Drieu La Rochelle escritor que muy tempranamente lo admiró: sólo los idiotas tienen miedo de sus pasiones. Los genios no les temen: las convierten en símbolo trascendente, memoria compartida, encuentro con el otro, con los otros.

Dice Borges: "Has gastado los años y te han gastado,/y todavía no has escrito el poema"... Vida y escritura: tanto Borges como Lezama fueron precoces literatos. Nacieron a la literatura y a la vida, casi a un mismo tiempo; hicieron, de sus vidas, literatura. Mito de Borges y mito de Lezama: escritura convertida en rostro de sus rostros: vida y palabra identificadas. La afirmación de Borges sobre Quevedo -"es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura"- es aplicable a él mismo y a Lezama. Los epítetos "borgiano", "lezamiano", identifican complejas vastedades literarias que, directamente, iluminan dos rostros. Los rasgos de esos rostros evocan fe en el arte, convicción en la literatura como la más auténtica de las certezas, devoción por la inteligencia creadora. Borges y Lezama escribieron con sus vidas un texto interminable que creció hasta cubrirlos convirtiéndolos en una más de sus páginas; texto-rostro de sus rostros. En los dos, vida y literatura se unieron en temprano y definitivo abrazo. La pasión que guió sus vidas fue literaria; y los dos sirvieron a esa pasión, convirtiéndola en razón esencial de sus existencias: una sola y definitivamente única, faz del hombre y del poeta.