lunes, 28 de marzo de 2011

NEOBARROCO Y POSMODERNIDAD - Jaime Alejandro Rodríguez

Es curioso observar cómo, en ese intento por ofrecer “programas” integrales en torno a lo que podríamos definir como una necesaria superación de la modernidad, se producen choques entre los intelectuales que defienden una etiqueta u otra. Eso es lo que sucede con el debate entre neobarroco y posmodernidad. Habría, según Carlos Rincón, al menos tres tipos de relación (Rincón, 207). Una es la promoción del discurso del neobarroco como una alternativa potente frente a lo posmoderno para dar cuenta de los fenómenos culturales de nuestra época. Otro consiste es fundir posmodernidad y neobarroco bajo un signo positivo. El último tipo de relación prefiere considerar ambos fenómenos asociados bajo un signo negativo. Veamos más detalles de estas tres posibilidades.

Rincón asegura que el discurso del neobarroco en realidad renueva la problemática de la modernidad mediante estrategias más bien variadas: ya sea tratando de determinar qué hay de “reciclaje” en los actuales procesos de resignificación del barroco histórico, ya sea reivindicando el barroco como actitud general y cualidad formal de los objetos que la articulan o como metáfora de un nuevo estilo basado en juegos de mezcla y repetición, ya sea mostrando el neobarroco como práctica de un “arte de segunda potencia”, en el que la pulsión rítmica del exceso y el vértigo llega a potenciarse hasta el éxtasis (Rincón, 207). En todo caso, se trataría de una búsqueda de formas y morfologías para una época que ha generado en sus objetos culturales la pérdida de la integralidad y del orden, y ha instaurado en cambio la inestabilidad y la mutabilidad de las formas (Calabrese, 12).

Pero, si de lo que se parte es de la misma observación de los signos contemporáneos que una teoría de lo posmoderno propone también como punto de salida, ¿qué es lo que diferencia neobarroco y posmodernidad? Es el propio Calabrese, quien nos ofrece una respuesta: la distancia estaría en la estrechez de la explicación posmoderna frente al mayor alcance de las explicaciones neobarrocas. En eso consistiría el debate: en mostrar cuál es el mejor de los conjuntos de comprensión de los fenómenos culturales contemporáneos.

Ahora, Calabrese adhiere al neobarroco por dos razones. En primer lugar porque cree que lo posmoderno es más bien equívoco y no ha logrado perfilarse como programa genérico para definir conjuntos de fenómenos artísticos, científicos y sociales tan complejos como los contemporáneos, y se ha quedado más bien en el estado de un criterio analítico, bajo el cual se acomodan distintas “banderas” (Calabrese, 30). En segundo lugar, porque está convencido de que la búsqueda neobarroca, en cuanto geografía de conceptos que ilustran sobre la universalidad de un gusto (el neobarroco) y sobre su especificidad de época, es mucho más sólida: la búsqueda neobarroca, al dar cuenta de las manifestaciones históricas de fenómenos (figuras) y de modelos morfológicos en formación (formas) sería capaz de ofrecer la cobertura que no ofrece lo posmoderno.

Para Calabrese hay un dato clave: nuestra cultura contemporánea es altamente inestable, debido a que su sistema de valores se ha visto embestido por todo un mecanismo de turbulencias que ha hecho que las formas estables, ordenadas, regulares y simétricas hayan empezado a ser sustituidas por formas desordenadas, irregulares, asimétricas. Dar cuenta de esa inestabilidad como conjunto le obliga a plantear la siguiente estrategia: examinar objetos culturales muy diferentes entre sí (desde obras literarias, hasta series televisivas, incluyendo teorías científicas, tecnológicas y filosóficas), considerando tales objetos como fenómenos de comunicación, dotados de una forma y de una estructura subyacente, hasta encontrar formas profundas y alcanzar una formulación de parentesco. Claro que no sólo se propone describir formas, sino también estar atento a investigar los juicios que la sociedad da de ellas, la valoración que se les otorga, y para ello plantea el siguiente método: primero, analizar los fenómenos culturales como textos; segundo, identificar morfologías subyacentes; tercero, separar la identificación de las morfologías de los juicios de valor; cuarto, identificar un sistema axiológico de valores; quinto, observar las duraciones y las dinámicas, tanto de las morfologías, como de los valores; sexto, llegar a la definición de un gusto o estilo, como tendencia.

Calabrese actúa básicamente por contraposición entre gusto clásico y gusto neobarroco. Por clásico, Calabrese entiende las categorizaciones de los juicios fuertemente orientadas a una homologación establemente ordenada. Por neobarroco, al contrario, entiende categorizaciones que excitan fuertemente el orden del sistema y lo desestabilizan por alguna parte, lo someten a fluctuación y lo suspenden en cuanto a la capacidad de decisión de valores. Lo clásico también se entiende como la realización de ciertas morfologías subyacentes a los fenómenos, dotadas de orden, estabilidad, simetría y el carácter de coherencia de los respectivos juicios de valor sobre aquellos fenómenos. El sistema clásico resulta así, fuertemente prescriptivo, mientras que los sistemas anticlásicos o barrocos, dado que se generan por la ruptura de simetrías, están por eso mucho menos regulados

Otro dato importante para Calabrese: las formas irregulares y aquellas tradicionales están en competición. Esto se da, según Calabrese porque, si bien la pérdida de equilibrio del sistema social favorece la aparición de cuerpos irregulares, provoca también paralelos deseos de estabilidad. No porque la estabilidad sea mejor que la inestabilidad, sino porque es más económica: permite previsiones más simples y comportamientos más seguros.

Con respecto a las homologaciones, Calabrese afirma que mientras las homologaciones no regulares (de lo barroco) de los juicios de valor exaltan la subjetividad y la relatividad de los juicios, las homologaciones de los juicios de lo clásico tienden más bien a minimizar el sujeto juzgante y a buscar a cambio un quid objetivo en las cosas mismas. Si este quid existe, entonces todo el sistema de los juicios de valor se hace orgánico, porque no requiere invención por parte del sujeto, sino adecuación de todo sujeto a principios externos a él (sistemas autorregulados, que tienden a eliminar turbulencias y fluctuaciones). La crisis, la duda, el experimento son una característica barroca. La certeza es la característica de lo clásico.

Desde esta perspectiva genérica, habría por lo menos dos razones para considerar el hipertexto como un objeto neobarroco: 1, porque es un objeto abierto, dispuesto a fluctuaciones, a la participación del sujeto; 2, porque, de este modo, se hace susceptible a deformaciones e intervenciones no prescritas. Pero, en realidad esa relación la desarrollaremos más tarde. Otra consecuencia que podría extraerse desde esta introducción, es que, en torno a la discusión sobre el hipertexto, podríamos configurar posturas clásicas y neobarrocas. Las primeras corresponderán a aquel alegato, según el cual no podría admitirse un objeto tan inestable como el hipertexto en el seno de las producciones literarias, precisamente porque éstas se caracterizan por su homogeneidad y unidad. Las segundas serán aquellas dispuestas no sólo a considerar el hipertexto de ficción como objeto literario, sino a legalizarlo como objeto cultural, en cuanto responde a la morfología neobarroca, admitiendo, incluso, su competición, su convivencia, con formas clásicas de la literatura. Pero veamos antes una relación más entre lo posmoderno y lo neobarroco.

Una segunda posibilidad es la que asimila lo neobarroco a lo posmoderno bajo un signo negativo. Según Carlos Rincón, este tipo de teorización, que asocia así las categorías de posmodernismo y barroco, parte de una preocupación concreta: las implicaciones que tiene el aceptar cierta disposición de la posmodernidad a la promoción de una creciente estetización del mundo y de la vida. Esa “reivindicación de la estética” (favorecida entre otras cosas por la extensión masiva del consumo de nuevas tecnologías), en la medida en que disuelve las fronteras de los discursos que la modernidad había delimitado (ciencia, estética y moral que ahora son reconectados), estaría causando un grave daño al arte (tradicional) mismo: “la pérdida de los significados transestéticos y protopolíticos de la obra artística” (Rincón, 178).

Ahora, esta disolución de fronteras, este explayamiento contemporáneo de lo estético (que permite incluir ya no sólo lo reprimido por la modernidad, sino también lo que ella consideraba como de mal gusto) en el seno de lo posindustrial, se vería fomentado por el discurso neobarroco, en cuanto que éste promueve nuevas formas y nuevas maneras de extensión de lo estético en la cotidianidad: de un lado, la legitimación de los procesos que asimilan la estética al diseño y la recepción al juego en la actividad mercantil; de otro, las tendencias a una estetización total de la vida (con sus consecuencias reduccionistas); es decir, el advenimiento de un homo aestheticus; signos todos (desde este punto de vista) de deterioro del arte, más que de una verdadera reivindicación estética; síntomas de una pérdida de perspectiva histórica que nada tienen que ver con lo que sería deseable para esta corriente: una vuelta del arte a su sentido tradicional (Rincón, 180).

Esta descalificación de lo posmoderno y de lo neobarroco no debería sorprendernos: corresponde a la posición neomarxista anunciada por Raymond Williams, según vimos en el primer aparte sobre posmodernidad. No por casualidad, Rincón acude a revisar algunas declaraciones de Frederic Jameson, quien es uno de los neomarxistas más destacados. De modo que esta postura correspondería también a esa particular lucha de intereses profesionales que ya examinamos. Observemos ahora si una valoración positiva de la fusión neobarroco / posmodernidad nos aporta más luces.

Para presentar esta visión positiva de la relación neobarroco/posmodernidad, Carlos Rincón recuerda la propuesta de Matteo Thun, según la cual es posible proponer una visión complementaria de las dos nociones y de los dos programas y verlos como “pulmones que respiran y se complementan en uno y el mismo organismo” (Rincón 230). De un lado, neobarroco y posmodernidad estarían unidos por un mismo proyecto: la reivindicación de lo que la modernidad no dejó florecer en su cultura; rehabilitación de lo olvidado, reprimido, prohibido, de la circulación de objetos considerados no modernos o de mal gusto (Rincón, 205). De otro, una misma estrategia los vincularía: el ofrecimiento de adecuados esquemas de análisis de los objetos culturales contemporáneos y de comprensión de aspectos determinantes de las políticas, los dispositivos y los efectos de las imágenes de hoy, en medio de la “enorme velocidad” en que la cultura es producida o transformada (Rincón, 233).

A la apuesta que algún sector de la intelectualidad europea (pero también de la latinoamericana ) ha venido haciendo con fuerza desde finales del siglo pasado y buena parte del presente, a favor de una reivindicación del barroco, ya sea como estrategia de desarrollo de proyectos reprimidos (la vanguardia, por ejemplo) o como punta de lanza para la superación de la modernidad , es posible agregar una nueva alternativa: aceptar que vivimos las turbulencias de la posmodernidad y somos barrocos.