domingo, 28 de agosto de 2011

Neobarroco, joyas de nueva inspiración - Concha Martínez

Nunca sabría expresar mejor los códigos del barroco contemporáneo, como la manera en que lo hizo mi querido amigo Leopoldo Poli, en el año 1.998 desde Florencia, fue a través de su revista Momenti.

Artísticamente, sin duda, es la persona a la que más he admirado. Dudo, que en adelante pueda conocer en este oficio, a alguien que le supere en creatividad. Su capacidad de vivir, sentir, e imaginar el arte era tan inmensa, que quien estaba a su lado, se inundaba de ese grande y feliz sentimiento.

Por eso, traduzco de "su italiano" fragmentos del texto de la revista Momenti, donde expresó el sentimiento que generaba en él, la corriente nueva- barroca.

"Hay un modo de ser, un estado de ánimo, que se ha hecho expresión, sentimiento y código de nuestra época. Lo han llamado "espíritu Neobarroco", mucho más que un simple estilo, es multiplicidad de lenguajes, miscelánea de formas, emociones y pensamientos. Es un discurrir eufórico, rico, abierto. Y que nos acompañará aún por mucho tiempo. Comprende cosas que me fascinan, que iluminan mi proceder de diseñador y empresario: la fantasía, la libertad, el juego precioso, el placer de la sorpresa, de lo mágico, del asombro".

"El uno, es un mundo caracterizado por el orden, la simetría, los cánones y las reglas, la estabilidad y la contención. El otro, es el caos, la asimetría, el salir de los esquemas, lo multifacético, lo cambiante, el triunfo de las formas: asombro y exceso. El uno es lo clásico, el otro es el barroco. En las distintas épocas han prevalecido el uno o el otro. Y ésta, la de la entrada al dos mil, ha sido reconocida por muchos como la edad neobarroca. Se vuelve, renovándose, al placer de las formas sorprendentes, al juego de las contaminaciones peregrinas. Un mundo de símbolos y emociones, complejo y variado, en el cual cada uno reconoce su propia y diversa pertenencia. Hay placer, gusto, exceso de ensamblaje. El gesto que lo define es recoger por dondequiera estímulos, distintos entre sí, prescindiendo de la razón de sus orígenes. En lugar de elegir y seleccionar, se agrega, se acumula. Es un nuevo eclécticismo. Para mí, el diseñador es hombre de la contemporaneidad; ésto que se llama Neobarroco, es el júbilo de la fantasía que se libera de todo esquema impuesto por autoridad, por costumbre, o por miedo. Es la fascinación del caos, entendido no como desorden sino como complejidad, como nuevo misterio en el cual aventurarse con el ánimo asombrado, en busca de algo".

"Es el hechizo de los fractales, de las espirales galácticas, de lo maravilloso en la pequeñez, de lo indefinido en la vastedad. Esas formas del museo de Bilbao de Frank O. Gehry, que se escabullen, se mueven, casi se colapsan, evocan el Caos; son la indescifrable armonía del Caos. Pero muchos se preguntan: ¿cuánto durará?. Durará, por lo menos como espíritu de contaminación y como exceso, porque ya no estamos llamados a elegir, sino a agregar. Pasará mucho tiempo antes de que se abandone -si alguna vez se hace- el espíritu de acumulación. Y sobre todo, no se abandonará el placer de la fantasía, gozosamente liberada".

Como sagaz visionario que era, de futuras corrientes en arte y moda, mi buen Poli, acertó.

Hoy, en el año 2011, las firmas de innovación y prestigio, eligen diseñadores capaces de llevar a cabo colecciones de estilo neobarroco, tendencia cada día más consolidada.

Una de las diseñadoras más prolíficas en esta corriente es Victoire de la Castellane, quien ha realizado diseños magníficos para la casa Christian Dior, una más que se ha contaminado del estilo neobarroco.

No mostraré piezas de Leopoldo Poli, porque deseo hacer una entrada dedicada a él, como genio de la joyería que fue.

Pero estas piezas son un ejemplo de fantasía, libertad, exuberancia, contaminación de formas, y complejidad, cualidades que en 1.998 revelaba Poli.

Solo existe una condición para llevar estas maravillosas joyas: lucirlas como única pieza, o con otras que no añadan protagonismo.

El estilo barroco requiere medida, y escasez de otros complementos.

Yo también me he dejado llevar por la corriente neobarroca. Veo en las profundidades del mar, un tema interesante para desarrollar la fantasía, y sumergirme en el colorido de los colores fríos que nos proporcionan las piedras preciosas.

Os muestro dos bocetos con los que estoy trabajando para la realización de diversas pulseras.

No están acabados, me gustan así, nunca los termino del todo porque el modelista y el engastador ya conocen mi criterio de elaboración, y existe entre nosotros una complicidad de años.

Hablamos de proporciones, colores, sistemas de ensamblado, imaginamos soluciones... y tomamos un café.

Sigo diseñando con papel y lápices de colores. Creo que nunca diseñaré por ordenador.

El dibujo con lápiz y papel tiene para mi un aspecto romántico y oportuno, que me permite ponerme manos a la obra en cualquier lugar.

http://amaraslasjoyas.blogspot.com/2011/02/neobarroco-joyas-de-nueva-inspiracion_09.html

miércoles, 24 de agosto de 2011

La Cueca Larga del Realismo Mágico, Segunda Pata - Hernán Castellano Girón

Barroco de la forma y barroco de la letra

Quisiéramos explorar en esta especie de “segunda pata cuequera” algunos de los temas dejados en el tintero electrónico –perdóneseme la metáfora ramplona— sobre el muy largo y por lo visto, insólitamente peliagudo tema del realismo mágico. Los ribetes polémicos que pudiera tener este ya no muy docto argumento no nos interesan para nada, pero sí sería bueno explorar algunas facetas poco usuales de este tema al parecer de nunca acabar. La primera que nos viene a la mente es la de un intento de establecer un paralelo o interplay dialéctico entre el realismo mágico —que preferimos no entrar a definir, pero cuyo significado como forma sociocultural de la modernidad (y posmodernidad) narrativa hispanoamericana pareciera ser más o menos universalmente aceptado— y el así llamado barroco literario moderno o neobarroco hispanoamericano.

Sería oportuno –sin intención de pretender profundizar en el tema—recordar que los historiadores del arte colocan el barroco arquitectónico y pictórico como una manifestación de los siglos XVII y XVIII. En el Nuevo Mundo, esta forma de barroco es básicamente una manifestación del sincretismo imaginístico religioso del viejo mundo con la imaginería del nuevo mundo (árboles de la vida y animales sagrados principalmente). En la fachada de la iglesia de Santo Domingo en San Cristóbal de las Casas en el estado mexicano de Chiapas, cuya construcción se empezó a mitad del siglo XVI (en 1560 para ser más exactos, pero la fachada se completó en el siglo XVII) ya podemos observar ejemplos notables de este sincretismo, en el cual jugaron un rol esencial los artesanos nativos que aportaban sus imágenes autóctonas, cuyo simbolismo, para beneficio de la posteridad, pasó inadvertido a los Inquisidores. Luego entraría a jugar una importante parte el color, y así, en los oros, los azules y rojos alucinantes de la iglesia de Santa María de Tonantzintla (iniciada en 1600) ahora ya incorporada a los extramuros de Puebla, podemos experimentar y gozar sensorial y conceptualmente la visión de este sincretismo llevado a su expresión más alta. Lo que ocurre en otros países latinoamericanos es parecido, si no estrictamente paralelo (pensemos en Ouro Preto, la capital barroca de Brasil) aunque los ejemplos mexicanos son dramáticamente bellos, por la misma fibra colorida que tiene el arte de este país.

El barroco latinoamericano, en consecuencia, es un fenómeno muy estudiado desde el punto de vista conceptual e histórico cuando nos referimos al ámbito arquitectónico, pictórico y escultórico (aunque la arquitectura demuestra este sincretismo en forma gráfica y extremadamente clara) pero las cosas son diferentes cuando se trata de definir el barroco literario del Nuevo Mundo, y especialmente el barroco literario moderno o neobarroco.

Pero entonces, señor Castellano Girón ¿de qué nos está hablando usted, de piedras e iglesias o de endechas, romances, yámbicos o trocaicos? ¿Por qué nos mezcla descaradamente elementos que nada tienen que ver entre sí? Explique, explique …

Hemos constatado que aparece como sorprendente —sobre todo para las almas simples— que sea más gráfico o inclusive, más apropiado, hacer un paralelo entre el neobarroco literario y el barroco arquitectónico y su maravilloso sincretismo, más que con el mismo barroco literario histórico.

En la literatura colonial, no se manifestó una gran diferencia entre las expresiones del mundo literario de la península y el de las Colonias, aun en grandes creadores como Sor Juana Inés de la Cruz o Carlos de Sigüenza y Góngora y sus pares, los gigantes del siglo de Oro español. Había una identidad formal de mundos y de representaciones. Pero tanto Sor Juana como Carlos de Sigüenza y Góngora tuvieron muy serios problemas con las autoridades eclesiásticas, que eran el verdadero poder fáctico de la época, como ahora todavía lo son en algunas de nuestras “repúblicas del irrespeto”.

Octavio Paz nos cuenta, en Sor Juana o las trampas de la fe, que los poetas señalados fabricaron arcos de honor para el cortejo del nuevo virrey de Nueva España, el conde de Paredes, marqués de Laguna (1680). En ellos se mezclaban figuras mitológicas clásicas como Marte o Perseo, con imaginaría religiosa católica en los arcos ejecutados por Sor Juana, y sucedía igual con dioses aztecas como Huitzilopochtli y Quetzalcoatl en los de Sigüenza y Góngora. Por lo tanto, este fenómeno del sincretismo aparecía claro en las mentes privilegiadas y revolucionarias de Sor Juana y Sigüenza, pero en realidad habría que esperar tres siglos para que se diera en la literatura un fenómeno tan original como el sincretismo arquitectónico presente en los ejemplos de San Cristóbal de las Casas o en Puebla, o como iconografía alegórica en los arcos de Sor Juana y Sigüenza. Es interesante constatar que tampoco en este caso los Inquisidores advirtieron la provocación herética que constituía semejante yuxtaposición, que paragonaba los símbolos cristianos con los “paganos”.

El barroco literario moderno o neobarroco

La narrativa del nuevo mundo prácticamente no existió hasta El Periquillo sarniento (1816) del mexicano Fernández de Lizardi, o los cuentos del escritor y patriota argentino Esteban Echeverría como El matadero, escrito en 1839 y publicado póstumo en 1871, ya bien entrado el siglo XIX.A propósito, no estaría de más recordar que durante la Colonia estaba prohibido traer al Nuevo Mundo libros que no fueran breviarios de catecismo o de temas estrictamente religiosos. La literatura era considerada superflua o directamente subversiva y cuando empezaron a conocerse las ideas de los enciclopedistas, ellas fueron catalogadas como demoníacas, especialmente las del temido Voltaire.

Con el advenimiento del modernismo y la vanguardia, se abrieron los caminos de la modernidad literaria, pero todavía habría de pasar más tiempo para que se consolidara y estudiara el concepto de neobarroco o barroco literario hispanoamericano moderno, que se convirtió en un importante tema de discusión crítica en décadas recientes. Los estudiosos y escritores que se han abocado a su análisis parecen estar de acuerdo con las raíces históricas del fenómeno, pero suelen darle un inicio más reciente del que realmente tiene. También el novelista y poeta Severo Sarduy dedicó al tema un libro, lleno de su característica imaginería y agudeza[i].

Dice la profesora Anke Birkenman de la Universidad de Yale: Los artistas y teóricos del neobarroco son, en Latinoamérica, los que más han estudiado el barroco colonial en relación con el presente latinoamericano. En un ensayo reciente, César Salgado ha reescrito la historia del neobarroco latinoamericano, tomando como punto de partida las actuales teorías postcoloniales sobre la hibridez. Muestra Salgado que el barroco, además de ser un estilo y una voluntad de decoración excesiva, ha sido visto por los grandes ensayistas latinoamericanos como Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y Ernesto Picón Salas, y luego los poetas neobarrocos José Lezama Lima y Severo Sarduy, como el arte de la "contra-conquista," es decir que representó la voluntad criolla de crear una propia cultura latinoamericana, esencialmente híbrida y descentralizada, desestabilizadora de la metrópoli.[ii]

Otros autores, como por ejemplo Julio Ortega, señalan que el neobarroco sería “una manifestación de la segunda mitad del siglo XX”[iii], cronología con la que no podemos estar de acuerdo: el fenómeno es bastante anterior, remontándose su origen a los inicios del modernismo. Los escritos en prosa de José Martí, su prosa periodística y, por ejemplo, su celebérrimo prólogo al Poema del Niágara de Pérez Bonalde (1883), son ejemplos de una literatura barroca que nace y se desarrolla con rapidez vertiginosa.

La escritura se hincha, se adensa y su sintaxis y prosodia funcionan por acumulación, en sintagmas que crecen como los corales o como los cristales, y la palabra adquiere por lo mismo, espesor y “tridimensionalidad”.Es tan importante este “estilo” o modo de escribir y concebir el lenguaje literario, que podríamos afirmar que la verdadera literatura hispanoamericana moderna empezó con estos experimentos en prosa de José Martí, en los que el lenguaje se acumulaba e hipertrofiaba buscando expresar una totalidad nunca antes expresada.

Pero deberían pasar muchos años antes de que los escritores pudieran satisfactoriamente desafiar los modelos europeos, especialmente los narrativos. Ello ocurrió cuando el modernismo evolucionó hacia la fase vanguardista de la modernidad y se rompieron muchas barreras estilísticas y escriturales. Esto ocurre desde los años veinte en adelante. Escritores como el mexicano Arqueles Vela, el ecuatoriano Pablo Palacio, el argentino Macedonio Fernández y el chileno Juan Emar, rompieron las estructuras narrativas y experimentaron con lenguajes que usaban profusamente lo onírico, lo paradójico y lo surreal, y buscaron establecer dimensiones cada vez más complejas y sutiles para la materia y estructura narrativa.

Luego, en la década del sesenta, con la consolidación de la presencia narrativa hispanoamericana en el contexto mundial, tanto el realismo mágico como el neobarroco se dieron en las mayores obras literarias de García Márquez, Rulfo, Carpentier y Lezama Lima, pero también en otros menos conocidos como el peruano Manuel Scorza, con su muy poco estudiada saga de Garabombo el invisible. Hay que recordar que Carpentier empezó su contribución al realismo mágico ya en 1948, con El reino de este mundo, el mismo año en que Leopoldo Marechal publicó su magnífico texto neobarroco Adán Buenosayres.

Barrocos y barroqueados

Ya en el último párrafo de la sección anterior se plantea suficiente confusión como para empezar a dilucidar inmediatamente la madeja del realismo mágico y el neobarroco, entrelazados en las obras y los estilos de los autores de la modernidad hispanoamericana, que por lo visto se remonta bastante lejos en el tiempo. Porque hay realistas mágicos que son barrocos y barrocos que no son mágico realistas y las combinaciones se multiplican en las obras individuales sin que pueda definirse un solo estilo para un autor en su obra completa. Esto demostraría —si es que es necesaria una demostración— que ambos ámbitos o fenómenos literarios corresponden a su vez a dos funciones distintas del lenguaje literario.

El neobarroco es sintagmático, pertenece a la dimensión de la estructura o anatomía de este lenguaje. Como funciona por acumulación y proliferación, su sintaxis mima la construcción arquitectural del barroco histórico.

En cambio, el realismo mágico corresponde a una cosmovisión del autor, una creación donde la metáfora –la gran metáfora, parábola, alegoría o como quiera definírsela o proponerla, no la figura retórica— reemplaza a la transcripción directa de la realidad, que en el realismo decimonónico formaba la base de la narración. Pero ambos, el barroco y el realismo mágico pueden a su vez, formar estilemas, funcionando cada uno en su nivel, el sintagmático para el primero y el paradigmático para el segundo.

Así, propondríamos para algunos sobresalientes autores la siguiente filiación, que por supuesto constituye una simplificación crítica de su obra, pero es a la vez una operación de tipo análisis—síntesis donde obtenemos su perfil más característico dentro de la literatura de la modernidad.

Pasemos a “filiar”, entonces, a algunos los más grandes o significativos de los narradores hispanoamericanos del siglo XX, empezando por los que no nos ofrecen dudas en cuanto a su filiación, y mencionando de paso las excepciones que se demuestran tan válidas e interesantes como la regla.

Los que son realistas mágicos y también barrocos serían, a nuestro juicio, José Lezama Lima, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Manuel Scorza y, sin duda, Juan Emar (quien posiblemente es el inventor de esta cosmovisión literaria, antes que todos los mencionados) pero necesitaríamos abrir aquí un paréntesis, porque se podría distinguir al menos dos tipos de realismo mágico, el lírico y “constructivo” y el irónico o “deconstructivo”. En los polos o antípodas de ambos realismos mágicos estarían precisamente García Márquez, cuyo Macondo es el gran paradigma de la construcción, aunque lo que una a esos hombres y mujeres habitantes de su utopía, sea la soledad y su destino sea el desaparecer en una semi bíblica tormenta de polvo. En el hemisferio opuesto estarían Emar y su San Agustín del Tango, esto es el antiparaíso de la deconstrucción irónica, un Chile o Cono Sur transpasado por su prosa vitriólica donde de verdad no queda títere con cabeza o sin ella, porque en las cinco mil páginas de Umbral todo un Chile se recrea y queda para siempre signado, con el peso de sus noches y sus días.

A propósito de este neobarroco “deconstructivo” podríamos remontar su origen incluso al mismísimo esperpento valleinclanesco (quien además hizo una interesante “profecía” del realismo mágico en su Tirano Banderas y en la escalofriantemente bella Sonata de estío). También Vicente Huidobro en sus Tres inmensas novelas (conocidas asimismo como Tres novelas ejemplares) escritas en colaboración con el superdadaísta Hans Arp (1931, publicadas en 1935), hace gala de un humor desaforado, violentamente antiburgués y anti institucional en el cual la metáfora condensa proyecciones sociales y políticas en un lenguaje que funciona por acumulación.

En el polo opuesto a esta concepción acumulativa del discurso literario narrativo, estaría Juan Rulfo, con su prosa maravillosamente escueta aunque rica de metáforas (esta vez en el sentido retórico) donde la gran metáfora mágico realista de un mundo donde no hay vivos ni muertos o ellos transgreden alegremente estas dimensiones, se desciñe clarísima como el cristal. Por lo tanto, Rulfo es mágico realista pero no barroco.

Y en las antípodas de Rulfo se encuentra Julio Cortázar, el gigante altruista, quien es un barroco exquisitamente personal, con un lenguaje que linda con lo surreal y lo patafísico jarryano (¿Es Julio Cortázar un surrealista? es una monografía sobre este fascinante tema, de Evelyn Picon Garfield, mi profesora de estudios doctorales; esposa y discípula de mi maestro Ivan Schulman) pero que muy difícilmente se podría hacerlo entrar, ni siquiera a la fuerza como ciertos críticos anglosajones pretenden, en el realismo mágico.

Cabría recordar –si queremos complicar un poco más las cosas— que el realismo mágico podría ser considerado una forma autóctona latinoamericana de surrealismo, como también que toda arte latinoamericana es una cierta forma de surrealismo original, proveniente de las raíces de nuestro sincretismo.

En lo que respecta a Cortázar, creemos que su narrativa de breve, mediano y largo alcance no apunta hacia la base fundacional y metafórica del realismo mágico más típico, y que su metaforismo viaja por caminos muy distintos de los macondianos, comalienses o de los otros países o comunidades que fundan una mitología. Cortázar quiso definir su cosmovisión argentina y sudamericana de otra manera, precisamente mediante su proyección hacia otras fronteras, otros ámbitos, otros mundos. Poniendo a su país y sus habitantes en una pantalla de contraste cosmopolita, construyó un mundo original y típicamente argentino. Esta, tal vez es la mejor manera de ser argentino. La figura señera y germinal de Carlitos Gardel en París, el lunfardo que es una forma de genovés castellanizado creado en las márgenes del Riachuelo, y otras facetas del lenguaje literario argentino, revelan un mundo polimórfico y metamórfico que cuaja perfectamente en los ámbitos “Del lado de allá” y “Del lado de acá” que forman la estructura básica de la obra maestra cortazariana, Rayuela.

Como Cortázar, Juan Carlos Onetti y Leopoldo Marechal serían neobarrocos sin ser mágico realistas, pero estas definiciones de por sí no son taxativas y están sujetas a revisión y discusión porque, por último, es el lector el que crea el texto en su lectura activa, como muy bien lo postuló/estableció el autor de Rayuela.

Igualmente, en radiante paradoja, el creador formal del realismo mágico, Alejo Carpentier, después de sus obras mayores del “género”, El reino de este mundo y Los pasos perdidos, en Concierto barroco precisamente nos entrega una de las obras más complejas y puras del llamado neobarroco (incluso en una biografía de Severo Sarduy publicada en internet, se define a este texto como “ultrabarroco”[iv]) con un entrecruzamiento de tiempos, lenguajes y formas contrastantes que se aprietan en la brevedad de sus páginas. En otra paradoja, acaso menos brillante, el reconocido maestro del realismo mágico Gabriel García Márquez en su última novela Memoria de mis putas tristes parece haber dejado a ambos, barroco y realismo mágico, por una versión más simplificada de prosa (ver nuestra nota al respecto en este portal).

Ahora bien, decíamos que las excepciones en este panorama, vasto como el continente mismo, son tan significativas como las presencias. La más grande de estas excepciones es, por supuesto, la de Borges, quien –aunque es perfectamente posible disentir de ello—no es ni barroco ni mágico realista, porque su camino literario nació de fuentes que poco tenían que ver con el delta del Orinoco, que Colón confundió con los ríos del Paraíso.

No es el caso aquí de revisar ni siquiera someramente la obra gigantesca de Borges como narrador y poeta, creador de mundos propios y Minotauro de su propio laberinto, sólo referirnos a esta “filiación” suya que lo aleja de barroquismos y realismos mágicos. Es la misma propuesta literaria borgeana la que lo sitúa en un punto equidistante entre el viejo y el nuevo mundo, conectado más con el mainstream de la filosofía occidental, el mismo meridiano central que otros autores (véanse mis notas sobre Miguel Serrano en este portal) exploraron en base a sus conexiones mágicas, pero que Borges explora con rigor casi matemático, como un alquimista que creyera más en la causalidad cartesiana que en la polidimensionalidad de los mundos paralelos de Emmanuel Swedenborg (sobre el cual, dicho sea de paso, Borges escribió magistralmente en sus conferencias de Harvard). Pero Borges creó también su propia alquimia verbal y filosófica, y ahí está su gran contribución a la literatura de este continente aparentemente nuevo y demasiado ajeno para él, aunque por ejemplo el universo del tango y los compadritos le resultara tan significativo y profundamente humano como para crear toda “una mitología de puñales” sobre el mundo y el tiempo donde creció.

Contradicciones fecundas

Estas divagaciones nos llevan a pensar que, efectivamente, la mayoría de los escritores hispanoamericanos modernos escapan al binomio neobarroco y realismo mágico, en un fecundo contragolpe que destruye todo esquema que quisiera imponérseles. Así, por ejemplo, dos grandes maestros como Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa están mucho más cerca del realismo (moderno, no decimonónico) tradicional que de los vectores apuntados en estas notas. Fuentes siempre se movió entre la literatura social escrita con agudeza con excursiones en lo fantástico (Aura), pero su magnífica Terra Nostra probablemente lo acerca a las concepciones más avanzadas.

Vargas Llosa ha explorado con los tiempos y los espacios en sus relatos sobre una base realista. Tal vez la obra de Vargas Llosa que más se acerca tanto al neobarroco como al realismo mágico —siempre con una visión muy alejada de la utopía fundacional como del metaforismo— es La casa verde. Jorge Teillier apreciaba mucho esta densa novela y en cambio consideraba ilegible a La ciudad y los perros, que había lanzado al estrellato al egregio —y contradictorio en lo ideológico— autor peruano.

A este punto, llegamos al terreno minado de la posmodernidad, que al parecer autores como el citado Julio Ortega consideran el vero e proprio reino del neobarroco, pero cuyas raíces como hemos visto son bastante más lejanas. Pero esta fase del tema es tan compleja y las preguntas lanzadas en busca de respuesta son tan abiertas y sutiles, que preferimos dejarlas para un tercer pie de la cueca. Entre ellas podrían proponerse:

¿Es el realismo mágico una especie de Conde de Saint Germain, que pervive en los siglos de la cultura humana de cualquier tipo que sea, desde la legendaria Ofir (que estaba en la India) hasta la meseta castellana y las Alpujarras, donde el conde polaco Jan Potocki situó el país más mágico y espeluznante de toda Europa?

¿Sería entonces el realismo mágico, escrito con un lenguaje neobarroco como el de Emar, Carpentier o Lezama, o con la delicada simplicidad de un Rulfo, nada más que una recalcitrante expresión mondonovista de un procedimiento y lenguaje literario viejo como el mundo?

¿Sería también la ciencia ficción, la respuesta metafórica y por lo tanto mágico realista, a la alienación tecnológica del Kaliyuga, la edad de fuego y hierro del hinduísmo?

¿Sobrevivirá o renacerá el realismo mágico, como un fénix espantable, al ataque de los iconoclastas con dentición de leche, o en el buche de pelícano de la posmodernidad será regurgitado en forma irreconocible para las viejas conciencias de los lectores que amábamos los buenos libros que formaron dicha conciencia, en esa Arcadia personal que tendemos a confundir con la juventud divino tesoro?

Los tiburones con zarpas de dragón y cabeza de chancho, que dirigen las multinacionales de la industria editorial (porque ya se han transformado en eso y sin vuelta: una fábrica) están clonando y cultivando in vitro muchísimos autores fatuos que escriben en un lenguaje como el que usó Cantinflas hace años (aunque él lo hacía con gracia e inocencia) pero son astutos y promocionalmente impecables gerentes de sí mismos, microempresarios de la nada parasitando en las gigantes editoriales, con todos sus libros que parecen muchas veces anteceder a los propios autores, como proveniendo de un banco de semen congelado donde los espermios y los óvulos son la misma “cosa de espanto” (Oscar Wilde, El pescador y su alma).

Pero los que fueron, serán.

[i] Severo Sarduy, Barroco.Buenos Aires: Sudamericana, 1974.

[ii] Anke Birkenmaier, “Travestismo latinoamericano: Sor Juana y Sarduy”

http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/

[iii] Julio Ortega, La estética neobarroca en la narrativa hispanoamericana. Madrid: Porrúa Turanzas, 1984.

[iv] http://www.cubaheritage.com/subs.asp?sID=92&cID=3

El Realismo Mágico más allá de la Narrativa. - Hernán Castellano-Girón

Proyecciones del Realismo Mágico Más Allá de la Narrativa.

He encontrado muy interesante el artículo de Daniel Hidalgo (i), que analiza el concepto del realismo mágico (RM), controvertido y recientemente dado por obsoleto sobre todo por jóvenes escritores bregando con su aprendizaje de gramática y cultura básica.

Lo interesante del artículo de Hidalgo es que dicho concepto es aplicado a la música moderna derivada de la gran vertiente incubada en el universo del rock, a este punto tan vasto y complejo como el jazz, la bossa-nova o las otras manifestaciones del sincretismo artístico del Nuevo Mundo.

Nadie o muy pocos, que yo sepa, habían tratado de proyectar el RM hacia otros ámbitos fuera de la narrativa. Algunos críticos anglosajones han calificado las Residencias y hasta el Canto General como RM, pero ello es algo muy discutible aunque también interesante. Porque el RM es básicamente un realismo metafórico, cosa que también puntualiza Hidalgo, y se aplica mejor a los grandes ciclos narrativos. Sin embargo —siguiendo la pista esbozada por Hidalgo— Los Jaivas, por ejemplo, podrían ser perfectamente realistas mágicos de la música, y en la llamada música sinfónica o “selecta”, Floresta del Amazonas o las Bachianas Brasileiras de Heitor Villa-Lobos y la música del argentino Alberto Ginastera (las suites Estancia o Panambí) podrían ser un equivalente perfecto de la prosa mágico realista.

Es más: cuando en mis clases de literatura en California, explicaba a los estudiantes la naturaleza y “color” del RM, precisamente les hacía escuchar obras como las citadas de Villa-Lobos o de Ginastera mientras leíamos los textos en clase, y había una concordancia perfecta entre lo leído y lo escuchado.

Es indudable, entonces, que este realismo metafórico aplicado a la música abre un nuevo campo de investigación para el crítico y de experimentación artística para el creador en otras artes fuera de la narrativa.

La parte más débil de la argumentación de Hidalgo, pero asimismo rica de aspectos de amable diálogo, nos parece que está en la base misma de su definición del RM, que se remite al enunciado de Franz Roh como la verdadera fundación del RM. Esta postura la encontramos en críticos de diverso calibre en Chile, como también en el ámbito anglosajón.

Ello puede ser cierto desde un punto de vista lexical, pero la conceptualidad del RM como una idea central para entender sobre todo la prosa del nuevo mundo, fue definida por Alejo Carpentier en 1948 en su prólogo a El reino de este mundo. En este importante ensayo, Carpentier señala dos grandes ámbitos contrapuestos pero perfectamente complementarios: la realidad maravillosa (la naturaleza, el clima, la geografía, la fauna y la flora del Nuevo Mundo) y el RM que es la contrapartida textual de esa realidad maravillosa, y sólo se puede expresar con una prosa que describa eventos igualmente maravillosos y los presente como reales (por ejemplo, Remedios la Bella levitando hacia el cielo, en Cien Años de Soledad). Muy poco después de este aporte de Carpentier, Juan Rulfo creó una forma absolutamente suya de RM, en Pedro Páramo y El llano en llamas, dos hitos en la literatura latinoamericana.

También discrepamos acerca de la validez de conceptos aproximativos como “generación del boom” que al parecer Hidalgo generaliza en la práctica del RM, cosa que dista mucho de ser verdadera. En realidad, el único en el más bien indefinible grupo del “boom” que podría decirse practica plenamente el RM, es García Márquez. Los otros, por ejemplo Fuentes, Vargas Llosa, Donoso, difícilmente podrían ser considerados realistas mágicos, aunque por ejemplo Donoso trató de camuflarse con el género (si es que lo es) sin resultados notables. Además, dicha definición (el "boom”) adolece de todas las fallas propias de la crítica generacional, y constituyó en su momento más bien un truco promocional como lo han sido otras “generaciones” en nuestro país y en otras partes, pero esto es sólo un detalle dentro del tema más vasto de estas notas.

Es cierto que hay vestigios o “semillas” del RM en muchos escritos que datan de tiempos del llamado descubrimiento, inclusive en los diarios de Colón (quien creyó identificar las fuentes del Paraíso en el delta del Orinoco) o en las cartas de Hernán Cortés a Carlos V (la famosa “región más transparente” del aire de Tenochtitlán) y esto no es casual: hasta esos lejanos cronistas percibían el problema formal de describir adecuadamente la realidad maravillosa que estaban recién conociendo, y que los sobrepasaba emocional y expresivamente.

Pero el secreto del RM estaba —como dice Darío en su famoso soneto— en la forma que se perseguía y que sólo podía ser encontrada en la modernidad literaria. El metaforismo implícito en la gran operación de identidad y pathos sociocultural que involucra el RM, consiste precisamente en encontrar la manera de transferir o traducir esa realidad maravillosa a un texto, y hacerlo de manera convincente y completa.

Hay textos notables escritos durante el período vanguardista que contienen elementos del RM, como El habitante y su esperanza de Neruda (Virginia Vidal me lo hace notar acertadamente en un email en que discutimos estos temas), El hombre muerto a puntapiés de Pablo Palacio, El intransferible de Arqueles Vela, o Museo de la novela de la eterna de Macedonio Fernández, todas creadas en los años veinte, pero es el chileno Juan Emar (1893-1964) quien creó, al menos treinta años antes que García Márquez, el equivalente de Macondo, por todos admitido como el país metafórico por excelencia, y que nos entregaría la síntesis ontológica de la realidad americana en su forma literaria. San Agustín del Tango de Juan Emar es el Macondo primordial del Austro, y las transposiciones filosurrealistas, los personajes caricaturescos o monstruosos que son la quintaesencia de la chilenidad, la espesura y densidad del lenguaje, la ironía total, la recreación /deconstrucción de todo un mundo, definen a Juan Emar como el padre no sólo de la vanguardia novelística chilena, sino como uno de los creadores más importantes de este siglo, a la altura de los grandes de/constructores como Huidobro, Picasso, Buñuel o Duchamp. Así, Emar resulta, sin quererlo ni saberlo, el verdadero creador del RM aunque no lo haya teorizado como lo hizo Carpentier en el momento histórico preciso, cuando el eco de las vanguardias parecía haberse atenuado y se abría el camino para la literatura definitoria de la segunda mitad del siglo veinte.

Entonces, la esencia del RM está en su metaforismo fundacional, y ello lo diferencia de la literatura fantástica de todos los tiempos, desde Apuleyo a los hermanos Grimm, o desde las Mil y una noches a la ciencia-ficción: el RM intuido por el Almirante del Mar Océano sólo podía ser una realidad literaria quinientos años más tarde, cuando se recreara un país o un subcontinente en grandes paradigmas como San Agustín del Tango, Macondo o Santa María, de Onetti, los mitemas de la realidad latinoamericana vista con los ojos de hoy.

Los ejemplos dados por Hidalgo para señalar esta “extraterritorialidad” del RM no son válidos, a nuestro juicio, porque hay una gran diferencia entre el folclor europeo o de otras culturas, las leyendas, los cuentos de hadas, y el concepto fundacional de Macondo o San Agustín del Tango, aunque de hecho haya puntos de contacto entre ambos mundos. Aquellos son productos de una cultura en evolución milenaria. El RM latinoamericano, como el Popol-Vuh en su tiempo, es una forma de génesis hallado y centrado en la modernidad.

(i) http://virginia-vidal.com/cgi-bin/revista/exec/view.cgi/1/141

martes, 23 de agosto de 2011

DE VUELTA AL LABERINTO: ESPAÑA Y LA CULTURA DEL BARROCO, UNA PROPUESTA DE MODERNIDAD AMPLIADA - Carlos Soldevilla Pérez (1)

«Hay buenas razones para creer que la noción de Barroco y las ideas que están conectadas a ella se presentan a la mente contemporánea con una fuerza extraordinariamente activa, yo diría, fascinante». Luciano Anceschi

Este estudio muestra la notable herencia del Barroco reverdecido en la actualidad en el movimiento neobarroco. El punto de partida de esta «vuelta al laberinto» es la constatación de la permanencia de ciertos núcleos barrocos y neobarrocos en la cultura contemporánea, tanto en lo que refiere a sus discursos como en sus producciones y estilos de vida. Esta vinculación de la cultura barroca con la tardomodernidad global se explora a través del auge del cuerpo, de la imagen y de la representación «encarnada», así como de la creación arquitectónica. Se pretende promover una reflexión sobre lo barroco como herencia relevante para tener una visión más profunda y comprensiva de la cultura española actual y, por extensión, de cómo ambas culturas (la barroca y la tardomoderna) pueden articularse en una propuesta de modernidad ampliada.

1. Introducción

Este estudio muestra la notable herencia del Barroco reverdecido en la actualidad en el movimiento neobarroco. El punto de partida de esta «vuelta al laberinto» es la constatación de la permanencia de ciertos núcleos barrocos y neobarrocos en la cultura contemporánea, tanto en lo que refiere a sus discursos como en sus producciones y estilos de vida. Esta vinculación de la cultura barroca con la tardomodernidad global se explora a través del auge del cuerpo, de la imagen y de la representación «encarnada», así como de la creación arquitectónica. Se pretende promover una reflexión sobre lo barroco como herencia relevante para tener una visión más profunda y comprensiva de la cultura española actual y, por extensión, de cómo ambas culturas (la barroca y la tardomoderna) pueden articularse en una propuesta de modernidad ampliada.

La memoria se apoya en huellas cuyas raíces se hunden en el pasado. Las cuestiones pretéritas son como faros que iluminan el lado oscuro de la historia. Por eso, la memoria es fuerza que construye y cimiento que sustenta. Pero la memoria es frágil y requiere, a veces, viajar a tiempos y espacios antiguos, donde habitan nuestras mejores producciones; en nuestro caso las obras del Barroco, las producciones del Siglo de Oro. Quizá ese viaje nos permita descubrirnos y saber mejor cómo somos y, de paso, reflexionar sobre cómo queremos diseñar nuestro futuro.

En la actualidad, tras constatar que Francis Fukuyama se había apresurado al certificar el «fin de la historia», nos encontramos ante un futuro incierto en el que lo único que parece seguro es que los grandes relatos de la Modernidad ya no sirven para explicar el mundo social y cultural en el que vivimos, desvaneciéndose la confianza utópica en el progreso de la historia hacia una emancipación definitiva de la humanidad. Esta desconfianza tardomoderna, en el ámbito de las ciencias sociales, ha provocado el descrédito de la concepción evolucionista de la historia, dejando ésta de percibirse como un todo coherente y ordenado, como una sucesión lineal de acontecimientos entre los que se establece una clara relación de progreso y causalidad.

Por eso hemos titulado este estudio «De vuelta al laberinto», para indicar con ello que éste es un momento más propicio a sintonizar con el tiempo cíclico que, como una legítima espiral viva, hace retornar la cultura del Barroco. Somos conscientes de que lo que regresa del Barroco es justamente la rebeldía de su mirada contra un racionalismo reduccionista en el que no caben lo emotivo (lo que le opuso al Renacimiento y ulteriormente a la Modernidad ilustrada), su apasionante voluntad de afirmación visual, el enigma que sus imágenes contienen, el ritmo (esa suerte de música que es capaz de generar la escritura y que, a veces, recibe el nombre de poesía), así como el laberíntico fondo de fascinación que promueven sus obras y realizaciones.

El imaginario barroco constituye hoy una precisa línea de resistencia contra las pretensiones totalitarias de una razón instrumental cuyo triunfo que la Modernidad tardía sigue buscando imponer. Así, el reconocimiento de que el Barroco puede insertarse en la fase terminal o de crisis de la Modernidad como una especie de encrucijada de nuevos significados favorece la emergencia de una nueva sociología, que se instala entre la tercera revolución tecnológica y los efectos de la Globalización económica, pero que, distanciándose de los imperativos del pensamiento ajeno, no olvida las voces de su tradición, incorporándolas a su acervo teórico y metodológico.

Por ello, este estudio busca vehiculizar la relación entre el pensar y el obrar en el contexto del Barroco, abriendo un programa de investigación que, a nuestro juicio, enriquece la experiencia de nuestra actualidad neobarroca. En consecuencia, cabe afirmar que para nosotros, el pasado paradigmático no puede ser otro que el de nuestro Siglo de Oro, la época barroca. Núcleo fuerte del pasado hispano que, superada la organización feudal, y sometida a crítica la robusta ambición racionalista del Renacimiento, su espíritu creativo será capaz de enfrentarse a la Ilustración posterior, para desacreditarla, reduciéndola a un pintoresco episodio, a un alucinado sueño de la razón por domar el azar y conquistar «positivamente» el mundo. Crítica que continuarán ulteriormente las tradiciones románticas (en el siglo XIX), la psicoanalítica, la surrealista y, por último, la postmoderna (a lo largo del siglo XX).

Pero, ¿por qué se define nuestra época como neobarroca? Cabe adelantar como primera respuesta que, como espero mostrar, estamos en una época con abundantes reflejos del Barroco. Pero, ¿qué es el Barroco y el Neobarroco? Más allá de la estética del arabesco y del ornato presentes en los retablos del siglo XVII, es una reacción contra el clasicismo renacentista, en sus presupuestos de identidad, claridad, racionalidad instrumental que se impondrá en el comercio y más tarde en el espíritu científico; y que, en nuestra época, se actualiza en una respuesta contra el malestar de la cultura contemporánea. Pues, como ha mostrado recientemente José María González García (2006) se puede concebir el proceso de racionalización occidental como un intento constante de dominar el azar y construir el destino social y cultural, mediante la aplicación de procedimientos racionales en todas las esferas de la vida individual y colectiva. Con una salvedad: siempre queda un resto de azar que no puede ser sometido a la razón. A este resto de azar cabe denominarlo el «laberinto barroco». Laberinto que ahora reverdece en el Neobarroco, tras haber tomado conciencia todos nosotros, con la ayuda de la seminal teorización de Max Weber, de las consecuencias indeseadas de la mencionada racionalidad instrumental: desintegración social, nihilismo, adicciones, incremento de la violencia cotidiana, etc.

De ahí que el Barroco y el Neobarroco sean movimientos socioculturales que se corresponden con mundos en crisis, planteándose como alternativa un giro de vuelta a la naturaleza, un paso atrás hacia la rememoración del pasado histórico, para así poder saltar mejor hacia delante, comprendiendo nuestro presente y optimizando las expectativas de futuro; simultáneamente que ponen en valor significados trascendentes, contrarrestando así el progresivo desfondamiento del sistema homogéneo de valores, provocado por las fuerzas secularizadoras y desarraigadotas de la Modernización. En suma, sendos movimientos proponen como alternativa a esta crisis axiológica la articulación de los objetivos racionalistas (del Renacimiento, en el Barroco; o de la modernidad tardía, en el Neobarroco) con el cañamazo de las tradiciones vernáculas, con el propósito de generar un comunitarismo integrador que interrumpa el vertiginoso proceso de descohesión social.

Esto significa entender el Barroco y el Neobarroco como estilos socioculturales, o mejor, no sólo como eso, sino como lógicas donde convergen múltiples aspectos culturales, sociales, políticos, estéticos y económicos que difieren entre sí, pero que esconden una cierta coherencia, como por ejemplo: una nueva sensibilidad, un cierto clima de época que hoy está eclosionando en todas las áreas, y cuyo rasgo ideológico fundamental consiste en afrontar una cultura en explosión, en su virtualidad espectacular, que pierde la noción de realidad y que, por tanto, convierte nuestras sociedades en ámbitos encadenados y sombríos, actualizando así la celebérrima temática de «la Caverna» de Platón (Sontag, 1981; Saramago, 2001), ya que la capacidad de respuesta a las experiencias está siendo socavada por la incesante proliferación de imágenes cada vez más chocantes que sobresaturan y colapsan nuestras emociones (Alonso Quijano enloquecido por las novelas de caballerías, en el Barroco cervantino; o la sociedad sometida por las máquinas en el film Matrix, en el Neobarroco actual).

Y así como podemos afirmar, con Michel Maffesoli, que la ruptura de la unidad elaborada en el Renacimiento fue lo que produjo la efervescencia creadora característica de la era barroca, podríamos postular, en paralelo, que es la vuelta al laberinto, con el estallido de los valores sociales, el relativismo ideológico, la diversificación de los modos de vida lo que engendra esta «barroquización de la existencia» a la cual nos vemos de nuevo confrontados (Maffesoli, 2007:143).

De ahí que, desde aquí, se proponga entender el Barroco como palanca metodológica para comprender nuestro tiempo (Neobarroco), y así proseguir con la intuición de Eugenio D´Ors (1935) que veía en el Barroco no un momento de la cultura, el siglo XVII, sino una constante en la historia: el «barroquismo».

2. El Barroco actual: el Neobarroco

Omar Calabrese (1987 y 1992) es uno de los pioneros en plantear el concepto de Neobarroco como dominante cultural de nuestra era, un tiempo signado por la proliferación de formas, la inestabilidad, el exceso y lo polidimensional. El Neobarroco no consiste en una vuelta mimética al Barroco, sino en una recurrencia transcultural, un espíritu de época cuyo amplio espectro abarca manifestaciones tan disímiles como la teoría del caos, el retorno de lo religioso, el consumo en las grandes superficies, el zapping y ciertos estilos de vida postconvencionales. Por tanto, según Calabrese, no parece existir duda sobre las numerosas concomitancias que relacionan el panorama social y estético de la actualidad con la expresión propia del movimiento social y cultural barroco a lo largo del tiempo.

Veamos algunas muestras. El Laocoonte griego puede considerarse tan barroco como el monstruo de Alien. El Carnaval de Río de Janeiro o el de Cádiz son dos de las manifestaciones neobarrocas fascinantes y representativas de nuestro tiempo. Es barroco el gusto aplicado a los nuevos diseños de moda de Adolfo Domínguez, David Delfín, Victorio & Lucchino y Joseph Font (como los de Christian Lacroix, John Galliano y Jean Paul Gaultier). La arquitectura y la decoración (Bofill, Calatrava, Graves, Miralda), actualizan el diseño barroco en sus obras. La literatura iberoamericana es notablemente neobarroca desde Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Severo Sarduy (narrativas que recobran los pasos perdidos del origen, para reconciliar lo natural con lo cultural en una consideración a la vez «real» y «maravillosa»). Soportes visuales como el videoclip son máquinas de representación neobarrocas de entrecruzamiento e hibridación de otros códigos y lenguajes.

Internet es un espacio virtual tan barroco y desbordante como una bóveda pintada por Luca Giordano o Pietro de la Cortona. El Manifiesto para cyborgs es probablemente una gran creación de la teoría sociológica neobarroca. Directores de cine como David Lynch, Peter Greenaway, Federico Fellini o el mismo Pedro Almodóvar, en sus obras presentan y representan imaginarios neobarrocos.

3. Una sociología (neobarroca) para una Modernidad ampliada

Esta investigación se aparta de uno de los legados más problemáticos de la ciencia social occidental, que consiste en sostener que el momento moderno crea una ruptura dramática y sin precedentes entre el pasado y el presente. Ruptura que da lugar a la tipología de sociedades tradicionales (caracterizadas de anacrónicas y locales) y sociedades tardomodernas (innovadoras y globales). Esta visión ha distorsionado frecuentemente el significado del cambio y la percepción del pasado, hasta el punto de implicar una ruptura general con todo tipo de pasados. Sin embargo, a nuestro juicio, si no queremos caer en graves patologías, debemos enriquecer la cultura tardomoderna mediante la incorporación las distintas tradiciones culturales de pertenencia.

Por eso propongo vindicar las señas de identidad del Barroco como cultura sustantiva y representativa del legado español e iberoamericano. En este estudio se examina el gran trabajo de imaginación desarrollado por la cultura barroca y neobarroca, con el objetivo de articular las diversas raíces de la cultura vernácula con la asunción de la cultura tardomoderna. En primer lugar, se explora, en el contexto de las sociedades tardomodernas, a través de la presentación de las obras de distintos autores (D´Ors, Sarduy, Maravall, Buci-Glucksman, Calabrese, Deleuze, Haraway, Baudrillard, Maffesoli, Bauman, González García y Escohotado), que defienden la pertinencia y relevancia del Barroco y del Neobarroco para nuestra contemporaneidad, creando un espacio de reflexión, de crítica y de participación en el cual los individuos y grupos buscan integrar la cultura vernácula en sus propias prácticas tardomodernas.

Posteriormente se presentan dos fenómenos sociales en los que se manifiestan las huellas del Barroco y Neobarroco: el auge del cuerpo y de la de la representación «encarnada»; y el ámbito de la creación arquitectónica. En estos fenómenos se patentiza de manera reveladora que, en los últimos tiempos, el trabajo de la memoria y la creatividad ha estimulado el imaginario colectivo, contribuyendo a situar en el centro del cambio social el trabajo de la imaginación, antes restringido al arte y a unos pocos elegidos, y ahora extendido a diversas actividades vitales de los ciudadanos y, en suma, a la robusta actividad creativa de la sociedad civil (Pérez-Díaz, 1997).

Así, frente autores como Giddens y Beck, que suponen la emergencia del «individualismo reflexivo» como el producto más característico de la Globalización; desde este trabajo se propone el «comunitarismo rememorativo y emotivo» del Barroco y Neobarroco como memoria reflexiva para el nuevo imaginario social dentro, eso sí, de una concepción de «Modernidad ampliada», esto es, que escucha e incorpora estas dos grandes tradiciones, hasta ahora desconsideradas por no haber sido lo suficientemente modernas, por no haberse acomodado a la fáustica vertiginosidad de la acción. Ésta es la razón por la que postulo una vuelta al laberinto barroco y neobarroco, que comprenda y articule el hecho tardomoderno con las diferentes tradiciones vernáculas. Pero es hora ya de presentar las teorías que acreditan que estamos en este tipo de atmósferas y escenarios socioculturales.

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4. Barroco y Neobarroco, las reflexiones teóricas

Este recorrido intelectual pretende hacer compatible la multiplicidad de sentidos, conceptos y valores que caracterizan a las teorías sobre el fenómeno neobarroco, con su articulación coherente, sistematizando la multiplicidad de perspectivas y facetas que presenta, dado que, en las últimas décadas hemos sido testigos de la formulación de diferentes puntos de vista haciendo énfasis en la crisis de la Modernidad, desde posiciones alineadas con el Postmodernismo, por muchos autores caracterizado también como «Neobarroco» (Calabresse, 1987; Bodei, 1993; Chiampi, 1994; Maffesoli, 2007); pues hay que tener en cuenta que la intensificación del interés por el Barroco coincide con el gran debate sobre la Postmodernidad.

El surgimiento del pensamiento neobarroco está relacionado con la sintomatología de un malestar en la cultura de una modernidad ciertamente incompleta e insatisfecha. De esta forma y, trazando un paralelismo epocal entre Barroco y Neobarroco, el Barroco se puede interpretar como una crítica al reducido modelo de racionalidad renacentista; mientras que el Neobarroco expresaría una indudable crítica a los efectos indeseados de la tardomodernidad. Si el proyecto moderno se mostró incapaz para integrar lo emotivo, lo diferente, en su modelo de racionalidad, entonces, retomar el Barroco, premoderno, preiluminista y preburgués, parece justamente una lógica operación para revertir esa Modernidad que en España y en América Latina jamás cuajó del todo (Chiampi, 1994 y 2000).

Por otro lado, y utilizando la hermenéutica freudiana, cabría caracterizar al Neobarroco como un retorno de lo reprimido (Barroco) por la Modernidad, al conectar con matrices fundacionales de nuestra conciencia histórica en las que jugaron un papel importante cuestiones sustantivas como: la necesidad del autoconocimiento para la propia salud mental y espiritual; el papel de los sueños como propedéutica para la comprensión profunda de la subjetividad; el uso de la alegoría como medio de acceso a la constitución fantasmática la personalidad; las técnicas y habilidades dramatúrgicas o representativas para la interacción social; la concesión a la emotividad como fuste decisivo de la personalidad y el entendimiento de la vida como estilo (Soldevilla, 2007), por citar las más significativas.

Espigando un poco la historia, advertimos que el Barroco, entendido como categoría estética y sociocultural, tras su momento de esplendor en el siglo XVII, fue denostado en los siglos posteriores. Su recuperación comienza en 1888, fecha de la publicación del conocido texto de H. Wölfflin Renacimiento y Barroco (1888), donde se interpretan ambos conceptos como modos de representación permanentes y alternativos en la historia del arte. Éste será el punto de partida de la teorización dorsiana sobre «lo barroco», aunque en ella no sólo estarán presentes las cuestiones estéticas, sino que, a la par, concurrirán criterios de oportunidad políticos y arquitectónicos empleados en ampliar y embellecer la ciudad de Barcelona. Pues, la ciudad condal a mediados del XIX no tenía nada de fastuosa.

Necesitaba, por tanto, una solución barroca que proporcionase una monumentabilidad espléndida, y que atisbó Fontseré para la Exposición Internacional de 1888, consolidándose en la de 1929, siendo Puig i Cadafalch el artífice del edificio de Montjuïc, en la definitiva concepción de la ciudad misma como monumento barroco. Había que componer mediante recursos barrocos (ornamentación plateresca y manuelina) buscando realce, fastuosidad y preciosismo. La ciudad neobarroca debía convertirse en una monumental máquina bien engrasada con espectáculos y propaganda constantes. Esto era lo más conveniente para el nacionalismo burgués y el desarrollo turístico y comercial de la capital.

Pero todo esto requería de una teoría que diese fundamento al giro barroquizante, y a ello se brindó Eugenio D´Ors en su obra Lo barroco (1922; publicada en 1935). Para D’Ors, «lo barroco» no fue un momento espiritual o artístico del pasado, sino una particular sensibilidad que atraviesa la historia, alternando momentos de intensa presencia con otros de reflujo. Así, para Xenius el Barroco es un eón, un estado de espíritu con desarrollo en el tiempo, que extiende su presencia en todas las épocas y en todos los lugares, contrastando su visión dinámica y naturalista con la racionalista propia del clasicismo, bien sea éste greco-romano o moderno-ilustrado. Por último destacar que, según D´Ors, por esencia, todo clasicismo es intelectualista, normativo y autoritario; mientras que todo barroquismo es dinámico y vitalista, incluso libertino, siendo el agente generador más natural de la cultura, aquél por cuyo medio ésta imita los procedimientos de lo natural, pues: «El Barroco contiene siempre en su esencia algo de rural, de pagano, de campesino». (D´Ors, 1935:82).

Por otro lado, Severo Sarduy, en sus textos sobre el Barroco (1974 y 1987), se abre hacia la figura que resume la nueva concepción del movimiento planetario: la elipse, de Kepler, que descompone la perfección circular de Copérnico. Desplazamiento excéntrico que se traduce en una ampliación de la realidad, y que el escritor cubano extiende a recursos lingüísticos (como la traslación de la metáfora a la metonimia), o a los perceptivos (con el paso de la perspectiva racionalista a la anamorfosis). Pues, para Sarduy, en la elipse (convertida en un auténtico emblema barroco) no hay identidad absoluta, sino contigüidad, dándose la parte por el todo e inscribiéndose en ella el lugar del vacío. Aunque, eso sí, un vacío fértil. Sobre estas bases Sarduy caracteriza el Barroco como un giro hacia el descentramiento, que opera históricamente en los momentos de cambio social. Por eso, hubo descentramiento geográfico de Europa al descubrirse América, que produjo, a su vez, un descentramiento antropológico, al descubrirse una nueva humanidad no prevista; como también hubo descentramiento religioso al surgir la Reforma protestante; así como descentramiento y vacío de la comunidad agraria, con el crecimiento de las ciudades, el comercio y la industrialización. Pero el Barroco, según Sarduy, es precisamente una respuesta fértil de la vida individual y colectiva a los costes de esos descentramientos y vacíos. De esta forma y, lejos de la interpretación melancólica del Barroco (De la Flor, 2007; Gambin, 2005; Bartra, 1998), Sarduy, siguiendo a D´Ors, lo interpreta como ontología de la fuerza, de la fecundidad y de la diferencia. Así, frente al racionalismo funcional y adaptativo de la Modernidad, el Neobarroco politeísta de Sarduy pone en valor la fuerza activa del imaginario neobarroco para parodiar y evaluar los constreñimientos de la racionalidad, y el crepúsculo de la temporalidad orientada y finalizada.

Por su parte, José Antonio Maravall (1979), pivotando sobre la teoría crítica de Adorno y Horkheimer, entiende el Barroco como una cultura de clase, como una industria cultural destinada a la manipulación social de las masas por parte del dogmatismo de la Contrarreforma y del absolutismo del Antiguo Régimen. La visión de Maravall interpreta la España del siglo XVII como una cultura dirigida, masiva, urbana y conservadora. En una sociedad de este tipo, la representación, el artificio y la novedad son valores dominantes que se trasladan al teatro, a las coreografías (los teatros, los escenarios públicos y los hilos de esplendor de sus tapices) y a las fiestas (cortesanas y/o populares) como eficaces recursos de propaganda y mistificación ideológica.

Sin embargo, esta visión tan determinista no agota la interpretación del Barroco. Pues, de acuerdo con Américo Castro (1986), lo específico del genio o alma española consiste en haber reinvertido el caos axiológico, la pobreza y el enfrentamiento estamental de la conflictiva edad barroca, en una reflexión, en una escritura y en un arte, que ve y enfrenta el mundo asimismo como caos, como fatalidad y desorden irreparable. Todo ello nos conduce, en línea también con las tesis de Fernando R. de la Flor (2002), a una cierta superación del modelo maravalliano, para entrever en el Barroco una suerte del más allá del principio del poder, dado que el Barroco hispano pone en acto una interpretación crítica, desengañada y desencantada del sentido de la vida, con el objetivo de capacitar al sujeto para que afronte las complejidades y desafíos de toda época convulsa; y que no puede subsumirse en la hermenéutica maravalliana de la dominación ideológica. Hermenéutica y propedéutica barroca que constituirá ulteriormente la médula de las críticas románticas y postmodernas a la Modernidad.

Otra significativa interpretación del Barroco es la efectuada por Gilles Deleuze, que con su obra El pliegue (1988) muestra un rasgo específico del Barroco que le conduce a percibir la materia como universo textil, curvilíneo compuesto de pliegues, repliegues y despliegues, en laberíntico movimiento, donde lo único que hay en común es la diferencia. No en balde, según Deleuze, como producto de este complejo espíritu emergerá la filosofía de Leibniz, la «Monadología» que inaugura, a su vez, el múltiple y diverso perspectivismo de las cosas. El mismo Deleuze nos aparece como pensador barroco, entre otras cosas porque desarrolla dos concepciones de la estética muy propias del Barroco: la «estética como teoría de la sensibilidad» (siempre en relación con la intensidad emotiva) y la «estética como clínica», esto es, como empresa de salud que libera el deseo creativo mientras traza líneas de resolución de los síntomas padecidos.

Christine Buci-Glucksman (1984 y 1986) se aproxima al Barroco acentuando una percepción basada en lo que define como «la locura de ver» (folie du voir), subrayando con ello la intensificación de la ilusión visual encaminada, no tanto a hacer hincapié en el «efecto de realidad », sino en captar los desafíos que plantea lo infinito y trascendente por medio de la fuga, el laberinto o la anamorfosis. Pues hay que tener en cuenta que el arte de la mirada barroca, según Jacques Lacan, tiene por objeto descubrir el alma a través de la manifestación que el cuerpo hace de su ausencia (Lacan, 1989: 140). «Locura de ver» que, según Buci-Gluksmann, consiste en buscar formas en las que se pueda comprobar la pérdida de integridad, globalidad y sistematización ordenada, a cambio de acentuar lo inestable, lo proteico y lo mudable; todo ello desafiante para la entidad logocéntrica que nos proporciona estabilidad y orden; algo singularmente provocador en la medida que confiere razón a lo que se ha estigmatizado como delirante o extraño. Perspectiva barroca que, en su «locura por ver», se convierte en reconocimiento y recepción privilegiada de la alteridad hasta ese momento considerada como anómala: lo corporal, lo femenino, la noche, el sueño, en fin de todos aquellos ámbitos excluidos por la razón.

Por su parte, en su sugerente obra La edad neobarroca (1987), Omar Calabrese plantea el concepto de neobarroco como dominante cultural de nuestra contemporaneidad, caracterizada a partir de una serie de rasgos entre los que destacan: lo azaroso, lo irregular, lo fragmentario, lo inestable y en permanente metamorfosis. Para Calabrese, como en D´Ors, el Neobarroco no consiste en una vuelta al Barroco, sino en una recurrencia transcultural y transmediática, un espíritu de época que se corresponde con un mundo en crisis, en el que el individuo ve destruirse el equilibrio entre razón y emociones, entre espíritu y materia, como también ve naufragar la posibilidad de pronunciarse con criterios ciertos sobre la verdad científica, el valor artístico o el ético-religioso.

Indeterminaciones que no son exclusivas de nuestro tiempo, sino que tuvieron como señero precedente la época barroca en la que se desarrolló una sustantiva crisis del humanismo renacentista, inaugurándose un pensamiento posthumanista, presente, entre otros, en Gracián, en Quevedo, en Mateo Alemán y en Robert Burton (autor de la Anatomía de la melancolía en 1621). Pero indudablemente hoy, con la eclosión de los problemas y desajustes en las sociedades de la crisis de la Modernidad, también estamos conociendo un nuevo poshumanismo, concepto este último que, con su postulado cyborg (híbrido entre lo humano y lo cibernético), señala una quiebra fundamental en la comprensión que el individuo occidental hasta ahora había tenido de sí mismo. Así cabe interpretar la obra de Donna Haraway El manifiesto para cyborgs (1985 y 1991), en la que se observan nítidamente las relaciones existentes entre el Neobarroco y ciberciencia, en un momento cultural en el que despunta el concepto de hibridación puesto en circulación por la investigadora norteamericana. Haraway se propone superar los conflictos entre géneros a través del andrógino humano-mecánico denominado cyborg (poshumano), sujeto-ficción del futuro que recuerda lo que en él queda de naturaleza sólo como una marca evanescente de su pasado remoto.

La aproximación de Jean Baudrillard confluye con la idea de la representación barroca y sus implícitos: el simulacro y el disimulo. El sociólogo francés, apropiándose de estas nociones propias del Barroco, interpreta la sociedad de consumo dividida entre mundo simulado y un mundo real. En sintonía con la teoría de Maravall, su perspectiva es pesimista, pues considera a la cultura del consumo contemporánea dominada por una oferta que, por medio del marketing y la publicidad, consigue no sólo determinar los comportamientos de consumo, sino además constituir los estilos de vida de los consumidores (Baudrillard, 1970 y 1978). Sin embargo, y a pesar de esta caracterización en extremo determinista, Baudrillard provee de referencias importantes para la perspectiva neobarroca, en concreto porque aporta una teoría del valor mucho más matizada que las existentes, ccomprensiva de distintas fases que culminan en la teoría del valor fractal tan querida por los teóricos del Neobarroco. Así, las etapas del valor se corresponderían con una natural del «valor de uso», otra mercantil del «valor de cambio», una tercera estructural del «valor signo» y, por último, una «fase fractal» en la que el valor no se corresponde con ningún referente, pues el valor es dispersión, repetición y vuelta a lo mismo. Fase «trans» propiamente neobarroca, pues no significa superación, ni desaparición del valor, sino diseminación del mismo, presente en fenómenos como: los transgénicos, la transexualidad, la transeconomía y la transpolítica (Baudrillard, 1991).

En sintonía con Baudrillard, Michel Maffesoli, con el objetivo de dar a conocer las condiciones socioculturales que definen el periodo que vivimos actualmente, desarrolla su esclarecedora teoría sobre la «barroquización del mundo» (Maffesoli, 2007), en donde afirma que nuestras sociedades se caracterizan por el hegemonismo de la «lógica fractal» de las cosas, que conforma un rico palimpsesto en donde se objetivan los lenguajes en los que se expresa y negocia la vida cotidiana. La mezcla, el mestizaje, lo híbrido, caracterizan crecientemente al mundo contemporáneo, experimentándose una fragmentación de la lógica de la identidad. Por ello, la barroquización acentúa el tema de la sinestesia. Concepto íntimamente ligado a las características barrocas, pues consiste en la correlación de elementos disímiles. Sin embargo, a diferencia del determinismo de Maravall y de Baudrillard, Maffesoli es un pensador optimista respecto al presente y al futuro, pues ve que, gracias a la incorporación de esa «lógica fractal», los actores y grupos sociales pueden ir consiguiendo una emancipación del totalitarismo de la razón instrumental, incoándose así una mejor articulación entre la dimensión cognitiva y la razón sensible (herencia del Barroco), una razón no separada de la vivencia ni de la emoción, que indudablemente puede reforzar la deteriorada cohesión social incentivando los sentimientos colectivos hacia la pertenencia. Esta efervescencia colectiva neobarroca está representada, según Maffesoli, por el auge de la cultura popular y en el reverdecer del orden mitológico-comunitario en diferentes fenómenos: incremento de diversos estilos de vida y del tribalismo juvenil, el retorno al comunitarismo rural y una mayor sensibilidad hacia las tradiciones vernáculas.

La sociología de Zygmunt Bauman parte de criticar la antropología moderno-cartesiana, basada en la idea de control y dominación, para dar el visto bueno a la imagen del ser humano propia de las mitologías post-cartesianas, que comienzan con la barroca. Aunque la cultura barroca proyecta en su antropología la idea del ser humano como criatura angustiada, éste, sin embargo, no renuncia a la búsqueda de relaciones sociales, así como su satisfacción personal a través de nuevas formas de intimidad y de experiencia personal directa. De este modo, según Bauman (1992), las éticas barrocas anteceden a las postmodernas, con su énfasis en la fragilidad y en la vulnerabilidad de los seres humanos, pero también mostrando su sincera avidez por ser libres, comunitarios y sin renunciar a la felicidad. Y es que el Barroco constituye un movimiento intelectual que tiene su origen en una visión del mundo donde las formas del ser, a costa de metamorfosearse continuamente, se han hecho fluidas. No es casual que, en la actualización neobarroca de esta fluidez, la voz de Lezama Lima nos recuerde que: «la tierra es clásica y el mar es barroco» (1992:71). Constelaciones barrocas plenas de formas mudables, poseedoras de un sustrato social y cultural en perpetua y fluida modificación. Visión del mundo y concepción de un sustrato móvil y acuático regido por la idea de ausencia de centralidad, de estabilidad, de certeza, propia del Barroco, que enlaza con la teoría de la modernidad líquida de Bauman (2000), en la que se describen nuestras sociedades tardomodernas a través de los flujos activos y vertiginosamente cambiantes.

Mundo neobarroco de la Modernidad líquida, que ha sucedido al mundo clásico y sólido del progreso industrial, cuya mega máquina económica al deslocalizarse y hacerse móvil se ha convertido en un conjunto de corrientes socioculturales de vida acuosas, rápidas y también peligrosas. Así, según Bauman, mientras la Modernidad sólida se apoyaba en una «ética del trabajo» diseñada ideológicamente para estabilizar a las gentes en las fábricas, se ha pasado a una sociedad de Modernidad líquida que se caracteriza por el énfasis en la «estética del consumo», regulada no tanto por el principio del esfuerzo, sino por el principio de placer de los consumidores, por un deseo insaturable e inmediato que no admite demora. Modernidad líquida, en la que el modelo de supervivencia actualiza el no menos barroco párrafo de la novela Lord Jim de Joseph Conrad:

«El hombre que nace cae en un sueño similar al del hombre que cae al mar. Si intenta subir a la superficie en busca de aire se ahoga. Lo que hay que hacer es rendirse al elemento destructor y, ayudándose en el agua de las manos y de los pies, dejar que sea el océano, el profundo océano, lo que te eleve a la superficie» (Conrad, 1900).

Para terminar esta revisión teórica y, como muestra de la irradiación que la reflexión neobarroca ha tenido en nuestro país, nos detendremos brevemente en las aportaciones de José María González García y Antonio Escohotado; y que, en nuestra opinión, reflejan paradigmáticamente el enriquecimiento interdisciplinar del aliento barroco y su significación para nuestro conocimiento y reflexión.

José María González García viene acometiendo en diferentes obras la cuestión del Barroco. Baste destacar aquí sólo dos. En la primera, Metáforas de la subjetividad (2001), aborda la fundamental distinción epistemológica entre una sabiduría propia del Barroco que opera a través de metáforas (estructuras de comprensión que ayudan a captar figurada e imaginativamente aspectos del mundo) y otra vía cognoscitiva, esta vez moderna, cuyo instrumento privilegiado es el concepto (representación general y abstracta de las cosas); a continuación, presenta el tema central de su investigación: la cuestión de la identidad barroca, mostrando que, frente al ego sólido, estable y autónomo de la Modernidad, la metáfora central de la identidad barroca es la complejidad del yo.

De este modo y, partiendo de la tesis orteguiana de que la identidad es siempre una narración de las relaciones del yo con su circunstancia social, González García recorre la pregunta por la identidad en Calderón, en Gracián, en Saavedra Fajardo, mostrándonos las diferentes estrategias que ensamblan la compleja identidad barroca, a saber: la vida como «camino»; el «laberinto» que representa la enigmática y compleja sociabilidad con la que el yo tiene que contar para labrarse su identidad; el «baluarte», o el refugio que tiene que fraguar el yo para defenderse y galvanizar posiciones en épocas de crisis; el «espejo» como objeto propicio y revelador para el autoconocimiento; la «calavera» como emblema destinado a combatir el personalismo; el «teatro» o la capacitación dramatúrgica (habilidades y tecnologías del yo de las que Erving Goffman y Michel Foucault serán sus más devotos herederos) que requiere el yo para salir airoso de los requerimientos de la interacción social; y, por ultimo, el «libro» como iniciación en el conocimiento e ilustración para resolver el difícil desafío de la vida cortesana.

Posteriormente, en su obra La diosa Fortuna (2006), González García analiza la historia de la diosa Fortuna y su representación en el Renacimiento y el Barroco, para pasar finalmente a la época contemporánea, donde estudia la significación de todo lo relacionado con los conceptos de suerte, destino, riesgo y azar. Según nuestro autor, la diosa Fortuna ha sido concebida tradicionalmente como una personificación de aquellos elementos de la vida humana que no podemos manejar, que están en manos del azar, pues ciertas dimensiones de la vida tienen un componente azaroso, difícilmente controlable de manera racional, desde la propia constitución genética de nuestro cuerpo hasta el éxito, la riqueza y el amor.

En la reconstrucción histórica, González García nos muestra el sentido y las condiciones de la adaptación al marco cristiano del tema pagano de la Rueda de la Fortuna, generador de nuevas metáforas, como la del baile de la vida o la del barco que sortea los escollos de una mar embravecida. Sin embargo esta veneración por la diosa Fortuna dura hasta finales del Barroco, pues la Ilustración se inaugura con un desafío frente a ella, en un intento de domar el azar a través de la razón. Pero, como acredita el autor, este retorno de lo «azaroso» reprimido por la Modernidad ilustrada, emerge con vehemencia en los actuales tiempos neobarrocos por medio del incremento cada vez más frecuente de la experiencia del riesgo. De ahí, que la caracterización «sociedades de riesgo» sea un perfecto indicador de que estamos en un momento sociocultural neobarroco, esto es, muy sensible a las influencias de la diosa Fortuna.

Por su parte, en su obra Caos y orden (1999), Antonio Escohotado desarrolla una de las operaciones más interesantes del Neobarroco, y que consiste en intentar explicar la cultura neobarroca a partir de «la dimensión fractal» (abordada inicialmente por Baudrillard, Calabrese y Maffesoli). Los objetos fractales son aquéllos que poseen una forma irregular que impide que pueda describírseles o medírseles con exactitud mediante la geometría tradicional, pues ésta opera con entidades puras (círculo, cuadrado, triángulo, etcétera). Eschotado nos muestra que para configurar cartografías que pudiesen captar y datar las morfologías irregulares, móviles y polimorfas fue necesario elaborar una geometría especial, la fractal que, a su vez, da origen a una dimensión particular, la cual informa, hoy en día, estudios en ramas del conocimiento tan distintas como la botánica, la anatomía o las matemáticas.

Desde un análisis que rompe con la estricta demarcación entre ciencias sociales y naturales, Escohotado describe con claridad como la cultura de nuestro tiempo obedece a modelos fractales, que expresan lo azaroso, lo irregular, lo fragmentario y lo proteico, características todas ellas barrocas. En definitiva, Caos y orden nos habla del giro científico hacia la fractalidad y, con ella, la percepción de una geometría reticular, es decir, con estructura de red, como el sistema nervioso. Esa unidad en red no es contrapuesta al individuo, sino que, precisamente porque reconoce la autonomía de las partes, cultiva la diferencia. En consecuencia, lo fractal articula las diferencias en un orden complejo en donde se maximiza la libertad. De esta forma, abordada la fractalidad y comprendido el caos, la nueva ciencia neobarroca se convierte en el aliado más revelador de la libertad y de la autonomía individual.

Pasemos ahora a detenernos brevemente en dos fenómenos: cuerpo y arquitectura, que reflejan la difusión del movimiento barroco en la memoria y creatividad de distintos productores simbólicos con participación y responsabilidad en la constitución del imaginario colectivo neobarroco.

DE VUELTA AL LABERINTO: ESPAÑA Y LA CULTURA DEL BARROCO, UNA PROPUESTA DE MODERNIDAD AMPLIADA - Carlos Soldevilla Pérez (3)

5. Lenguajes barrocos del cuerpo

Recordemos que Barroco y Neobarroco son movimientos que piensan y perciben el mundo de una forma «encarnada», con curvas, pliegues, texturas y espesores. Tanto a uno como a otro, la idea de un mundo descorporeizado, sin erotismo, unidimensional, sin relieves ni profundidades les parece absurda. Esta herencia de la sustantividad corpórea presente tanto en el Barroco como en el Neobarroco hace que el cuerpo deje de ser un mero soporte natural y biológico, para convertirse en un complejo entramado simbólico, en el que se ponen en juego valores, normas y conductas sociales tan importantes como la definición de la identidad, la regulación de las conductas, la intersección de lo público y lo privado, la constitución de las diferencias entre género-sexos o la determinación de la orientación y práctica sexual.

Durante el Barroco la utilización del cuerpo, con múltiples imágenes, narrativas y referencias, es total. El cuerpo es a la vez templo del Espíritu Santo y cárcel del alma, representándose en la imaginería religiosa con extremado realismo, en pro de la optimización de los estados de conciencia, así como de la identificación del fiel con la imagen de un alter espiritual. De ahí que tenga que transubstanciarse, convirtiendo su ser, a través de la carne, la sangre y las heridas, en un Otro que tiene comunicación con la divinidad, como nos ha dejado escrito Teresa de Jesús en el Libro de la vida (1562).

El cuerpo, por tanto, se hace escenario, soporte y materia de las más sustantivas operaciones: ayunos, mortificaciones y flagelaciones en diversos modos de penitencia, arrobo y éxtasis. Los místicos supliciarán el cuerpo para elevar el alma hasta Dios, para escuchar así mejor la emergencia del espíritu, que no deja de ser sino un rumor de la materia, a la que hay que dejar espacio pues de ella dependen las expectativas en ciernes de la ascendente vida espiritual. Los pícaros, por su lado, utilizarán el cuerpo como refugio y bastión frente a la aspereza de la calle y la crudeza de la vida. Pero el cuerpo en unos y otros no deja de ser el vehículo necesario e insoslayable para que el yo se comunique con la atalaya del espíritu y/o con el piélago de la farragosa cotidianidad.

En el siglo XX, con el fin de la austeridad de la posguerra y el distanciamiento de la pobreza mediante el acceso a la producción y al consumo generalizado en los sesenta, socialmente comienza a percibirse el cuerpo como un escaparate en el que se reflejan cuestiones personales y también las prioridades e intereses de los distintos grupos sociales. Movimientos sociales como el «existencialista», el beat, el hippie, el punk y el afterpunk hacen del cuerpo el mejor cartel de sus propuestas, convirtiendo aquél en un auténtico espacio escénico en donde se desarrollan acciones y representaciones que mucho tienen que ver con la constitución social de la subjetividad contemporánea en las últimas décadas del siglo XX y comienzos del siglo XXI.

Y es que, el cuerpo, en tanto realidad material definida dentro de un contexto social específico, conforma el nexo privilegiado de las relaciones entre el yo y la sociedad, entre lo real y lo imaginario; es decir, se ha de comprender como una construcción simbólica, que depende tanto del grado de libertad y conciencia individual como de los modelos de género y los cánones de morfotipo corporal impuestos social y culturalmente.

En la actualidad resuenan ecos desde la ciencia, con la investigación sobre las células madre, la clonación, los implantes-trasplantes, la sexualidad elegida y las alteraciones de todo tipo, que abocan plantear la corporalidad desde múltiples puntos de vista. Nuestros cuerpos, lejos de acercarse a la perfección, y por estar precisamente en el ojo del huracán de una nueva visibilidad, controlados desde el interior (por nuestras pulsiones) y por el exterior (los modelos canónicos del cuerpo estándar), se convierten en ámbitos en constante cambio, en permanente crisis y metamorfosis. Una consecuencia de esta mutabilidad corporal es que la identidad deviene polimorfa en un mundo tecnológico que nos aboca a incorporar progresivamente gran cantidad de implantes artificiales, estando constituidos cada vez por una mayor virtualidad proteica; prótesis que marcan nuevas pautas de comportamiento tras o im-políticos (Esposito, 2006). Quizás todo ello surge como reacción a nuestra inserción en un mundo deslumbrado por las nuevas tecnologías, donde cobran crecientemente actualidad los trastornos alimentarios (bulimia y anorexia), y la auto y heteroevaluación en base a criterios de éxito-fracaso refrendados socialmente. De esta forma, cabe resumir que el deseo y el cuerpo regresan del ostracismo impuesto por el cientificismo cartesiano, para reverdecer en su caracterización barroca y neobarroca, que hacen que el cuerpo esté cada vez más presente en el pensamiento, en las ciencias sociales y en el arte.

Aprovechando el citado restablecimiento barroco de lo corporal, la sociología del cuerpo se ha convertido un relevante campo de investigación (Soldevilla, 2001), mientras que, el cuerpo, lejos de su conversión en una mera res extensa, soporte material de los recursos cognitivos, deviene en un relevante objeto simbólico, social y político en el que lógicamente actúan las relaciones de poder y de resistencia. De ahí que las reflexiones en torno al cuerpo en las ciencias sociales contemporáneas posean también un indudable sesgo barroco, expreso incluso en las carátulas de las publicaciones. Por poner un ejemplo, B. S. Turner, en su segunda edición de The Body and Society (1996) elige como carátula para la portada del libro el cuadro de Rembrandt Buey desollado.

Pero no sólo la teoría es sensible a esta eclosión de lo corporal en la vida social y cultural. Dentro del ámbito de la sociología del arte y de la cultura, propongo que pasemos a continuación a ver algunos ejemplos en los que se recogen distintas temáticas individuales, sociales y culturales expresas a través del abordaje de su encarnación corporal. Obras en las que, al acentuar más visceral o epidérmicamente sus propuestas, éstas se vuelven más icónicas, más visibles, confirmando así su voluntad de sintonía con la pulsión escópica, tan característica de los periodos barrocos y neobarrocos. Por eso, coincidimos con Ch. Buci-Glucksmann en que artistas como Orlán se convierten en un referente obligado del Triunfo del barroco (2000), destacando también de manera significativa Cindy Sherman en el campo de la fotografía. En estos trabajos se manifiesta lo que, desde Freud, se conoce como «el retorno de lo reprimido», apareciendo en múltiples metamorfosis en Orlan y Sherman, y que no es otra cosa que el cuerpo femenino en su condición de autorrepresentación polisémica, rebelde ante los estatutos establecidos y sobre todo, consciente del goce como trasunto relevante para la personalidad individual y colectiva.

También Matthew Barney, en su exploración sobre los límites y posibilidades físico-corporales, desarrolla un decidido aliento neobarroco interesado en representar las metamorfosis anatómicas, las hibridaciones, la propensión a la androginia y a la ambigüedad. Véase, por ejemplo, su obra: Cremaster 5: her Giant (1997), en la que nos muestra el nuevo Dionisos arborescente, auténtica divinidad enraizada y que se ha convertido en un verdadero emblema estético neobarroco.

En nuestro país, esta actualidad del cuerpo como concluyente espacio encarnado de las relaciones entre personalidad, cultura y sociedad, tan influida por el Barroco y Neobarroco, ha tenido gran auge. Así, cabe destacar, entre otras, las sugestivas propuestas de Bernardí Roig, David Nebreda, Víctor Manuel Gracia y Enrique Marty.

Bernardí Roig, apoyándose claramente en la voluntad escópica del Barroco, nos habla de las mutaciones de la identidad actual, interpelándonos en sus trabajos sobre sus deseos y sus emociones. Roig considera el hecho simbólico de la mirada como la mejor certeza para captar los avatares de la subjetividad epocal. En su obra incorpora el blanco como un constante elemento que sugiere la crisis de la tardomodernidad en términos de un marco caracterizado por el vaciamiento de valores, la ausencia de certezas y la crisis por las mutaciones permanentes, hechos que generan la contemporánea sensación de horror vacui. Según Roig, la realidad del individuo parece haberse convertido en una atmósfera barroca, perteneciente más a la nebulosa del sueño y al piélago de lo inconsciente, en la que, paradójicamente, se ama más lo que perturba y lo que obsesiona.

David Nebreda representa la actualización neobarroca por la vía de la trasgresión ascética y el aislamiento creativo para así estimular la intensificación de la lucidez, siempre próxima, según este autor, al delgado contacto con la muerte. El Neobarroco de Nebreda, por tanto, ambiciona captar las cosas complejas y enigmáticas (la identidad, el deseo, las pulsiones), utilizando para ello la barroca vía de la «experiencia interior» como forma de acceso a algunos umbrales límite que posibilitan el conocimiento de dicha esencia: la sexualidad, la soledad y el aislamiento. En su obra, el cuerpo representa a un ente en tránsito, herido y seccionado en fragmentos, sometido al dolor de toda metamorfosis y, finalmente, susceptible a la falibilidad y a la muerte, en un intento de mostrar su fragilidad, y también los límites de su resistencia. El componente religioso hace su aparición a través de fenómenos mitológicos como el sacrificio, la muerte y la resurrección, plasmando con ello la encarnadura de los temores, obsesiones y aspiraciones más ocultos de la mente humana. En las obras que presentamos Nebreda aborda el autorretrato como memoria que asemeja un ecce homo. También aparece la temática del autoconocimiento a través del espejo, esto es, por medio de la mirada del hombre hacia sí mismo. Ambos motivos característicos de la más excelente producción barroca.

Por otro lado, Víctor Manuel Gracia desarrolla una obra en la que la dualidad de lo carnal y lo espiritual es una constante, a la vez que sus formas plantean la idea de cambio, de transformación e inestabilidad, acentuando las imágenes de género de la cultura religiosa vernácula, tal vez por que el creciente proceso de Globalización en el que nos encontramos esté borrando identidades y signos culturales, disolviendo diferencias y hay que reforzar lo más propio y cercano. La teatralidad, los contrastes de luces y sombras, junto con la voluptuosidad de los cuerpos remiten, en la obra de Gracia, a la exhuberancia del Neobarroco, en un estudio que actualiza la tradición de las formas religiosas españolas; y en el que se constata la presencia absoluta del cuerpo vinculado a un marco teatral, sensual y tenebrista, inclinado hacia la presencia de los cuerpos de mujer, contraponiéndose a la ausencia del cuerpo femenino de la imaginería religiosa habitual.

Enrique Marty pretende retratar el actual drama de nuestra cultura escorada hacia el narcisismo, representando sus síndromes más inquietantes, a modo de escenografías que, en sus manos, adquieren un carácter abigarrado, grotesco y monstruoso. Trata de perturbar al espectador con el estilo irónico con que capta y refleja las cada vez más habituales metamorfosis del yo contemporáneo hacia el personalismo y la perversión. Su obra aborda la representación de lo cotidiano de nuestras vidas y hogares normalizados, por medio de su revés más recóndito: lo sórdido y lo siniestro, para indicarnos que ese es el lugar que hay que reconocer y gestionar: un terrero impuro carcomido por nuestras obsesiones, en el que no es difícil perderse por sendas ciertamente retorcidas. Vemos, pues, que en la obra de Marty cobra actualidad lo grotesco-barroco, y que se puede explicar como una reacción contra los elementos del clasicismo que caracterizaban la confianza del yo en los periodos renacentista e iluminista. Una auténtica reacción contra la ingenua antropología clásico-moderna de un anthropos optimista, racionalista, cuerdo y satisfecho, para reivindicar el inevitable lado de sombra de nuestra naturaleza humana, o lo que es lo mismo, la conflictiva dualidad antropológica entre la ratio socialis y la primigenia natura del hombre, no exenta de obsesiones y/o perversiones. La obra de Marty hace actual la célebre e inquietante tesis del «arte radical» de Th. W. Adorno:

«Para poder subsistir en medio de una realidad extremadamente tenebrosa, las obras de arte que no quieran venderse a sí mismas como fáciles consuelos, tienen que igualarse a esa realidad. Arte radical es hoy lo mismo que arte tenebroso, arte cuyo color fundamental es el negro» (Adorno, 1986:60).

Valga hasta aquí esta sucinta presentación de artistas que en sus obras han recogido la temática Barroco y Neobarroco de las relaciones entre corporalidad, cultura y sociedad. Todo ello porque la representación del cuerpo permite la búsqueda de una identidad personal que puede devenir colectiva en cualquier momento (cuerpo como representación del grupo, la comunidad, la tribu, el género, o la nación). En suma, cuerpo como metáfora del territorio, identidad y complejidad de la existencia humana en una época en que somos conscientes del desfondamiento de las fronteras y en unos momentos en la que la Globalización nos aproxima y distancia cada vez más. Hasta aquí algunas de las propuestas con las que el Barroco y Neobarroco plasman sus percepciones y obras sobre un mundo «encarnado». Recordemos que, para ambos, la idea de un mundo descorporeizado, sin erotismo, carecía de sentido.

6. La arquitectura barroca y neobarroca

Los primeros grandes flujos migratorios (la gran transformación productiva del campo a la ciudad, y desde Europa al Nuevo Mundo) hacen que en el Barroco sea cuando por vez primera se abandone el antiguo concepto de ciudad para afrontar las metrópolis como grandes conglomerados humanos y arquitectónicos, complejos y polimórficos, que evolucionan y funcionan en coherencia consigo mismos y sus propias escalas, escapando del corsé de cualquier parámetro regulador. Es también en el barroco novohispano de América donde los artistas coloniales mezclan, con sutileza, la perspectiva espiritual de Europa con la vitalidad de la América precolombina. Y así emergerá el significado –aún actual– de la arquitectura barroca.

En consecuencia, una de las categorías básicas del Barroco y Neobarroco es la de «espacialidad»; pero más allá de la lógica racionalista, funcional y proporcionada de la arquitectura moderna, responde a una lógica que constituye los espacios a la manera de escenarios densos, volúmenes fastuosos y atestados de toda suerte de citas y emblemas. Son espacios eufóricos de intensidades, con conjunciones heteróclitas y superficies refulgentes donde los estilemas barrocos resplandecen en una mezcolanza de estratos y series que no alcanzan completa unificación.

Pues, mientras en el Renacimiento la concepción del espacio es único y finito, en el Barroco el espacio pasa a ser heterogéneo, artificioso y, rechazando todo orden cerrado, sus figuras tienden hacia la desestabilización, al retorcimiento, con columnas torcidas a celebran el movimiento sin fin de la vida, resaltando que se vive en un mundo en crisis, que no es estable y no está organizado, y que la existencia es disarmónica. Por ello, desde la arquitectura se requiere un nuevo discurso del yo, que afronte y resuelva esta convulsa sociedad y cultura, dado que la realidad ha abandonado los ideales (en Cervantes) o ha optado por el diletantismo moral (en Shakespeare). Por eso, mientras el espacio renacentista crea las condiciones del yo como identidad estable, racional y progresiva, el espacio del Barroco, por contra, suspende los atributos unitarios, racionales y progresivos del yo, bien a favor de la fuerza y voluptuosidad, o bien a favor del distanciamiento melancólico.

El hecho de encontrarnos hoy en una época neobarroca posibilita volver a pensar el espacio postrenacentista, como por ejemplo el nuestro, donde se refleja la experiencia convulsa de las sociedades en movimiento a través de diversas caracterizaciones: la hibridación de dimensiones, la nervadura de un paisaje, la distinta significación de los planos, alturas y hondonadas, y donde lo rizomático se convierte en el entrecruzamiento entre unas y otras dimensiones. Un particular ejemplo de este neobarroco arquitectónico lo encontramos en el edificio recién inaugurado de Caixaforum Madrid, obra de los arquitectos Jacques Herzog y Pierre Meuron, y que cuenta con un original jardín vertical del francés Patrick Blanc.

Esta arquitectura trata de articular un tríptico barroco compuesto por la piel, la naturaleza vegetal y la piedra, convirtiéndose en un ejemplo postfordista de la transformación de una fábrica (la antigua Central Eléctrica de Mediodía, ejemplo de la arquitectura industrial del XIX) en museo. Todo ello posibilita que el edificio parezca levitar sobre el plano del suelo, visualizando el gran sueño del barroco: vencer a la gravedad. Y es que, como bien ha acreditado Richard Sennet en su obra Carne y piedra (1986), en las piedras siempre hay una lección, que nos hace recordar una constante dualidad arquitectónica, esto es, que ha habido un diseño clásico con edificios racionales y funcionales y otro barroco, saturado de escorzos, múltiples planos y efectos de luz; revestido, además, de algún emblema que, por antonomasia, representa la figura-insignia de la esfinge. Pues, la esfinge expresa una temática indudablemente barroca: la hibridación entre el anthropos y el animal convertida en figura desafiante, para que no se olvide el misterio que suscita la ciudad como sorprendente y extraordinaria trabazón de la carne con la piedra, ella misma hecha monumento de civilización.

Entre nosotros, ha sido José Miguel Marinas quien ha rehabilitado esta relación neobarroca de La ciudad y la esfinge (2003), donde defiende el potencial hermenéutico del poderoso e inquietante emblema de la arquitectura barroca, que invita a la reflexión sobre la articulación de lo más natural (biológico) con lo más cultural (el edificio o monumento); o lo que es lo mismo, de lo más íntimo (lo instintual, las pulsiones) con lo más éxtimo (la ciudad y los modelos políticos de ciudadanía). De ahí que, el recurso a la esfinge, que no en balde Freud incorpora de manera crucial a su nosología analítica, siga siendo, en la actualidad, una significativa alegoría de la pregunta sobre el yo, así como de la ética pública (valores y normas ciudadanos), ya que la esfinge es el emblema jánico que, en su desafío a todo aquél que se aproxima a la civitas, recoge en su enigma la difícil y compleja articulación entre el componente pulsional del individuo y el civilizatorio de la ciudad. Recordándonos que la ciudad responde a necesidades humanas más arcaicas y a impulsos sociales inquebrantables, mucho antes de convertirse en propiedad privada o en instrumento de uso y poder. Actualidad barroca y neobarroca de la esfinge que, como nos recuerda Miguel de Unamuno, declina cuando la Modernidad tecno-científica decide suplantar la vieja sabiduría, y cuando el culto al frenesí de la vida desplaza la necesaria atención y cuidado de la muerte. Momento en que se ciega la experiencia más trascendental del sujeto humano: la que concierne al sentido de su vida y su experiencia del fin (Unamuno, 1966).

Volviendo al Barroco arquitectónico, cabe decir, haciendo un poco de historia, que el espacio barroco supone la inevitabilidad de las transformaciones y de las hibridaciones necesarias para el acomodo de esos grandes descriptores antedichos (naturaleza y cultura) en lo que es su empresa arquitectónica, en pugna con la arquitectura clásico-moderna, donde espacios y edificaciones poseen una manufactura homogénea y funcional (tan presente en los grandes edificios oficiales dedicados a la gestión). Diseño arquitectural clásico que comenzó con el perspectivismo renacentista y que tuvo como objetivo imponer patrones regulares, círculos concéntricos o ejes radiales, a los más casuales asentamientos humanos preexistentes. Durante la época de la Ilustración, los arquitectos utópicos trazaron esquemas para construir ciudades rigurosamente geométricas que nunca se hicieron realidad. Sólo en el siglo XIX, con el París de Haussmann y las cuadrículas de ciudades norteamericanas como New York y Philadelphia, el espacio urbano fue rehecho según los principios de la perspectiva. Finalmente, los proyectos del siglo XX de Le Corbusier o L. Hilberseimer representarían también las expresiones más puras del orden visual dominante de la modernidad. Sin embargo, ciudades como Delft y Ámsterdam representan urbes que prescindieron de la imposición de trazados regulares geométricos (perspectivismo o, al menos, idealismo renacentista), introduciéndonos en la ciudad barroca, donde los efectos de perspectiva concebida racionalmente de antemano están deliberadamente ausentes; las calles y canales ofrecen vistas informales; oponiéndose así al tipo de racionalidad visual asociada a la planificación. Ciudades laberinto como también Sevilla, Cádiz y Toledo, que no parecen encarnaciones visuales de un Estado disciplinador inclinado a controlar a sus ciudadanos mediante la vigilancia y el control, sino lugares apropiados donde comienza a emerger y residir una activa sociedad civil, la ciudad barroca, que llega a su pleno desarrollo en el siglo XVII con ejecutores como Gian Lorenzo Bernini y Francesco Borromini, quienes aprovechando el perspectivismo, procuraron explotar al máximo la racionalidad del urbanismo renacentista, pero trufándolo de hibridaciones y sofisticaciones que aplicaron a la ciudad real a gran escala: la Roma del siglo XVII. Modelo arquitectónico barroco de espacios fluidos, curvilíneos y grandiosos, que apela a la sensación (atmósfera), procede por seducción (apariencia) y dramatiza los efectos (sucesos representados, perfomances).

Por eso Michel Maffesoli escoge como modelo por excelencia de esta arquitectura barroca la romana Plaza Navona, cuya fuente simboliza por sí misma el más completo bestiario barroco (león, cocodrilo, armadillo), lo que significa también que, contrariamente a la tendencia al constreñimiento de las costumbres (como sucede en el Renacimiento), no hay nada que esconder ni reprimir del mundo natural, sino convivir con él, aún en sus aspectos más arcaicos. En este espacio privilegiado se nos brindan, de forma permanente, eventos más o menos espectaculares inducidos por la estructura misma de la plaza, donde se concita, a la par, el enigma y la profusión de encuentros a través del énfasis en la teatralidad de las interacciones. Esta dialéctica resume el Barroco, que se interesa más por la situación, por el momento, que por la linealidad temática de su propia historia resuelta. Y donde la «unidad» (o uniformidad) mecánica cede el sitio a la «unicidad» (pluralidad múltiple) de lo orgánico (Maffesoli, 2007:149).

En esta misma línea, y como muestra de la arquitectura neobarroca española, cabe destacar la obra de Ricardo Bofill, con formas urbanísticas en oposición a la arquitectura racionalista y uniforme. Entre sus muchas realizaciones pueden citarse El barrio Gaudí en Reus (Tarragona, 164-58), una agrupación de viviendas dedicadas al gran arquitecto Antoni Gaudí; Los Espacios de Abraxas (Marne-la-Vallée, 1978-1983) y Las Escalas del Barroco (París, Arrondissement 14, 1979-1986), donde las fachadas vítreas de los interiores de las viviendas conforman una enorme columnata dórica, rematada por un entablamento gigante de piezas prefabricadas en hormigón armado. En todas ellas, Bofill consigue unas obras que comulgan con un claro espíritu barroco de grandeur, irónico y desinhibido. Apunta Eugenio D´Ors que la:

«Tendencia a la unidad, exigencia de discontinuidad, caracterizarán a los repertorios de forma de expresión de un espíritu racionalista, de un espíritu clásico. Inversamente, el espíritu barroco se reconocerá en la adopción de esquemas multipolares de los que están excluidos esos dos imperativos de la razón» (D´Ors, 1935:87).

Esta contraposición tan excluyente, que tiene su origen en la revalorización del Neobarroco contemporáneo, puede servir de guía de interpretación de la obra de Santiago Calatrava, cuyos diseños se caracterizan por la volumetría multipolar, una predilección por la soberanía de las curvas y las sinuosidades como permanentes puntos de fuga, que se imponen a los parámetros racionalistas y funcionales del modernismo arquitectónico; todo ello desarrollando un lenguaje orgánico, muy deudor de la luz y el blanco que singulariza su genius loci mediterráneo. Destacamos, entre sus muchas realizaciones: El Museo de las Ciencias de Valencia; El puente del Alamillo y El viaducto de La Cartuja en Sevilla; La torre de telecomunicaciones en el Anillo Olímpico de Barcelona; y La nueva bodega de Ysios, en la Rioja Alavesa, en donde interviniendo en un espacio natural, trata de articular su estructura ctónica (enraizada) con la funcionalidad requerida por el negocio. Obras que pivotan sobre la vitalidad barroca, a la vez que sirven de referencia de interculturalidad (provenientes de Oriente, con los greco-romanos y góticos), que le lleva a insertar en sus obras referencias y motivos decorativos de los estilos históricos antedichos, trufando todo ello de una sensibilidad muy a fin al requerimiento de pompa y fasto por parte de la cultura popular de todos los tiempos.