jueves, 30 de junio de 2011

PARADISO, CUARENTA AÑOS - Roberto Méndez Martínez

Prólogo a la edición especial conmemorativa de Paradiso de la Editorial Letras Cubanas.

Preludio

A principios de 1966, cuando irrumpió Paradiso en las librerías cubanas, José Lezama Lima estaba próximo a cumplir 56 años y le faltaban apenas diez para encontrarse con la muerte. Para entonces ya era un hombre corpulento, asmático, que se autodefinía católico y que había fundado y dirigido a lo largo de su vida un puñado de revistas culturales que muy pocas personas podían recordar. Aunque lo esencial de su obra había visto la luz, títulos como La fijeza, Analecta del reloj, La expresión americana y Dador eran poco menos que terra incógnita para la mayor parte los lectores. Todo esto podría ayudar a explicar la mezcla de reacciones con que fue recibido aquel volumen de 617 páginas, invitadora cubierta diseñada por Fayad Jamís y azarosa impresión: miedo, rechazo, atracción morbosa. Se habló de hermetismo y también de pornografía, se le llegó a negar con furia no solo la condición de novela, sino hasta la más general de texto literario. Pocos libros entre nosotros se aquilataron tanto en la prueba de la negación como este.

Por aquellos días el poeta escribía a su hermana Rosa: “Para mí ya ha sucedido todo lo que podía tocarme: el advenimiento de Cristo y la muerte de mi madre. Pues creo ya haber alcanzado en mi vida esa unidad entre los vivientes y los que esperan la voz de la resurrección, que es la eterna contemplación.”[1] La novela debía ser precisamente la expresión de esa plenitud espiritual, a la vez que el remate de su dilatada obra.

Permiso para un leve sobresalto

En artículo juvenil, publicado en Grafos en 1939, Lezama asegura que el hombre tiene dos desafíos para alcanzar el conocimiento de lo trascendente: el tiempo que “le retrotrae a la caída, al pecado original, a la angustia por la cercanía de la muerte” y el espacio donde debe crecerse “desde la forma elemental del grito hasta la cabal conjuración de la plegaria”[2]. Conocer es, pues, para él, sustraerse de la terrible fluencia temporal para acercarse al ser de las cosas, esto implica un “apetito cognoscente”, una voluntad que enfrentar al mundo de lo cambiante, es el desafío de “penetrar como conquistador en la suprema esencia”. Para suplir las lagunas y fracturas ocasionadas por el tiempo, el poeta opera una gran sustitución: los vacíos de significación vienen a ser ocupados por el mito. Así viene a demostrarlo, al año siguiente, su Coloquio con Juan Ramón Jiménez (1937), donde el poeta lanza el “mito de la insularidad” para intentar explicar la cultura y la sensibilidad cubanas:

Me gustaría que el problema de la sensibilidad insular se mantuviese solo con la mínima fuerza secreta para decidir un mito […] Yo desearía nada más que la introducción al estudio de las islas sirviese para integrar el mito que nos falta. Por eso he planteado el problema en su esencia poética, en el reino de la eterna sorpresa, donde, sin ir directamente a tropezarnos con el mito, es posible que este se nos aparezca como sobrante inesperado, en prueba de sensibilidad castigada o de humildad dialogal.[3]

El “mito que nos falta” tiene un valor unificador, otorga una dirección y un sentido a la cultura nacional, estimula el cultivo de la sensibilidad y desarrolla el diálogo, elemento sobre el que volverá continuamente el escritor, por el valor socrático que le concede para obtener un conocimiento pleno del universo. El hallazgo de una “sensibilidad insular diferenciada” le sirve como reverso de una “búsqueda de la expresión mestiza”, obsesión de los artistas de la primera vanguardia, que ya le parece limitada en sus posibilidades. La “insularidad” se le hace un reto: la Isla tiene su propio mito y no puede ser medida con los raseros de otras latitudes.

En “Razón que sea” —publicado en Espuela de plata en 1939— vuelve el escritor sobre su idea al formular: “La ínsula distinta en el Cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el Cosmos.”[4] La misma concepción es formulada de otra manera en ese texto, llena esta vez de burla criolla: “Convertir el majá en sierpe, o por lo menos, en serpiente.”[5]. La dignificación de lo nacional tiene que pasar por el fundamento mítico, para poder ser comparado con la universalidad de los arquetipos. Para el pensamiento lezamiano, el mito, sumergido en un mundo prelógico, es la base de la “causalidad metafórica” en la poesía, mas no hay una relación de precedencia entre poesía y mito, sino una complementariedad que les permite formar una resistencia, configurar una imagen, arrebatada a la fugacidad del tiempo. Así lo asegura en Las imágenes posibles:

Después que la poesía y el poema han formado un cuerpo o un ente y armado de la metáfora y la imagen, y formado la imagen, el símbolo y el mito ―y la metáfora que puede reproducir en figura sus fragmentos o metamorfosis―, nos damos cuenta que se ha integrado una de las más poderosas redes que el hombre posee para atrapar lo fugaz y para el animismo de lo inerte.[6]

Poesía y mito conforman una nueva naturaleza, una imago que es la realidad actuante de lo imposible y esta debe encarnar en la historia.

El poeta, se empeña en diseñar lo que denomina un Sistema Poético, que es a la vez una filosofía y un programa estético. De ahí que se vea en la necesidad de forjar categorías propias para conformar tan ambiciosa edificación. Así ocurre con “lo hipertélico” ―aquello “que va siempre más allá de su finalidad venciendo todo determinismo”[7]- o la “vivencia oblicua”: una nuevo tipo de cadena causal cuya lógica rebasa los análisis vectoriales elementales para incluir peculiares variantes del azar. La vivencia oblicua es como si un hombre, sin saberlo desde luego, al darle la vuelta al conmutador de su cuarto inaugurase una cascada en el Ontario. Podemos poner un ejemplo bien evidente. Cuando el caballero o San Jorge clava su lanza en el dragón, su caballo se desploma muerto. Obsérvase lo siguiente, la mera relación causal sería: caballero-lanza-dragón. La fuerza regresiva la podríamos explicar con otra causalidad: dragón-lanza-caballero; pero fíjese que no es el caballero el que se desploma muerto, sino su caballo, con el que no existe una relación causal, sino incondicionada. A este tipo de relación la hemos llamado vivencia oblicua.[8]

Del mismo modo, acuña el súbito para definir ese momento en que parece cesar el acarreo cuantitativo y se produce un salto inexplicable, una especie de iluminación sobre las cosas. Valiéndose del recuerdo de un pasaje del Diario de navegación, de Cristóbal Colón, nos habla de una experiencia que es a la vez histórica y mística, apertura al ser nacional y al mundo como totalidad, sin abandonar, paradójicamente, el refugio de la interioridad. No caigamos en lo del paraíso recobrado, que venimos de una resistencia, que los hombres que venían apretujados en un barco que caminaba dentro de una resistencia, pudieron ver un ramo de fuego que caía en el mar porque sentían la historia de muchos en una sola visión. Son las épocas de salvación y su signo es una fogosa resistencia.[9] Esta resistencia es la misma que anima al sujeto de uno de sus poemas emblemáticos, la “Rapsodia para el mulo”:

Con qué seguro paso el mulo en el abismo.

Lento es el mulo. Su misión no siente.

Su destino frente a la piedra, piedra que sangra

creando la abierta risa en las granadas.

Su piel rajada, pequeñísimo triunfo ya en lo oscuro,

pequeñísimo fango de alas ciegas.

La ceguera, el vidrio y el agua de tus ojos

tienen la fuerza de un tendón oculto,

y así los inmutables ojos recorriendo

lo oscuro progresivo y fugitivo.[10]

A partir de esas bases y de sus personales apreciaciones de la filosofía de la historia, logra formular una noción de la cultura, cimentada en la imagen que el paisaje imprime en el grupo humano que lo habita y en la relación de esta imagen con otros elementos de su universo: son las “eras imaginarias”, la imago actuando en la historia, que explica la manifestación de lo trascendente en el tiempo. Por esta vía el espacio llega a transformarse en espacio gnóstico: “el que busca el hombre como único y último instrumento de configuración y forma para poder ir a lo desconocido a través del conocimiento transfigurativo”. Se trata de la expresión de un imposible realizado y también de un sacrificio, de una renovación: “Si el hombre vive para el juicio después de su muerte, para la resurrección dentro de la eternidad, el espacio gnóstico, el que ya también es creador y que opera directamente en el hombre, abre su curiosidad, tan necesaria, y la fija en el hombre, acariciando su destino, protegiendo al decidido perdedor terrenal[11].”

Como puede apreciarse, esa suma de acarreos culturales, ese empeño barroco por edificar ―o rectificar a fondo― toda una civilización, difiere notablemente de las poéticas más o menos monumentales de otros creadores de su tiempo. Si algunos han insinuado un fácil paralelo del poeta cubano con el argentino Jorge Luis Borges, Abel Prieto viene a desmentirlo con sutileza:

Si algo puede sintetizar la diferencia sustancial entre Borges y Lezama, es el amor del primero hacia los laberintos que puede generar la cultura, y la obsesión del segundo porque la cultura nos ayude a derribar los muros que segmentan el pensamiento de los hombres, su forma de concebir el universo y de relacionarse con él. Frente al dédalo borgiano, se extiende el espacio gnóstico que Lezama fundó para Nuestra América: frente a esa criatura confundida por la multiplicidad de los enigmas, que juega ajedrez con la cultura sin tiempo jamás para enrocarse; se levanta el hombre lezamiano, que ―gracias a la poesía― llega a “acercarse al risueño desconocido de los dioses[12]”.

El ciclo de conferencias La expresión americana (1957) marca la entrada del pensamiento de Lezama en una provechosa madurez; su personal filosofía se abre hacia una visión totalizadora de la cultura y sus problemas, así como hacia la reflexión sobre el destino hispanoamericano. El escritor se propone la búsqueda de un método hermenéutico que permita obtener una visión histórica a partir de interpretar el avance de un paisaje hacia un sentido, “ese contrapunto o tejido entregado por la imago, por la imagen participando en la historia[13]”. Aprovechando el énfasis que Ernest R. Curtius pone el papel de la ficción en la historia, Lezama enuncia: “Una técnica de la ficción tendrá que ser imprescindible cuando la técnica histórica no pueda establecer el dominio de sus precisiones. Una obligación casi de volver a vivir lo que ya no puede precisar[14]”. Las búsquedas antropológicas de Frazer, a partir de los mitos en La rama dorada y la utilización que de estas hizo T.S. Eliot en su poesía, parecen haber invitado a Lezama a buscar un tercer camino, la reinvención del mito: “Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores[15].”

A lo largo de La expresión... el escritor transita por el barroco y el romanticismo americanos, se acerca a Sor Juana Inés de la Cruz, al Aleijadinho, a Simón Rodríguez, a Francisco de Miranda, a Martí, le interesa fijar el instante en que se define una expresión criolla y sobre todo, señalar la peculiar relación fruitiva del hombre americano con la cultura, evidenciada en el arquetipo del “señor barroco”, aquel que disfruta de las letras y el arte tanto como de un banquete de frutas y mariscos tropicales, el que auspicia el estilo florido de las iglesias de Puebla y Potosí: “Vemos así que el señor barroco americano, a quien hemos llamado auténtico primer instalado en lo nuestro, participa, vigila y cuida las dos grandes síntesis que están en la raíz del barroco americano, la hispanoincaica y la hispanonegroide[16].” Esta misma capacidad de reflexión fabuladora fue la que le llevó a preparar una Antología de la poesía cubana, publicada en 1965, donde se empeña en elaborar toda una genealogía de poetas para la Isla, desde el siglo XVII, sin arredrarse por el escaso valor de los materiales. Con su verba barroca logra dotarnos de toda una era imaginaria de literatos que preceden al verdadero padre de la poesía cubana: José María Heredia. Como se trataba de un empeño asociado a la teleología insular, la obra concluye con la figura tutelar y genitora de Martí, sin decidirse a penetrar en el siglo XX, o considerando tal vez que tal cosa no era necesaria después que Cintio Vitier diera a la luz sus Cincuenta años de poesía cubana. La obsesión principal del escritor fue esa teleología que es la penetración de la poesía en la historia para conformar un destino. Por eso en “Paralelos. La pintura y la poesía en Cuba (siglos XVIII y XIX)” inauguró el ser americano con las invenciones colombinas. Colón antes de partir para su primer viaje a las Indias, contempla en la catedral de Zamora un tapiz que representa la guerra de Troya, en el que se funden lo griego con lo exótico oriental, allí ante esa reinvención de la antigüedad clásica por un artista anónimo, el Almirante crea su propia ficción: el Nuevo Mundo nace en su imaginación antes de manifestarse de modo palpable. La imago precede al “descubrimiento”. En ese mismo ensayo, cuando hace la exégesis del más célebre de los cuadros del pintor Collazo: La siesta, la fabulación le permite asociarlo con Julián del Casal para hallar otra vertiente de lo cubano. A diferencia de los críticos convencionales, el poeta trabaja con una cadena de significados que se iluminan: la relación de Casal y Juana Borrero en la casa de Puentes Grandes, vista como arquetipo de la época perdida del modernismo en Cuba, la genialidad de la joven que no llega a rendir sus mejores frutos por su temprana muerte, su experiencia final del exilio donde pinta su último cuadro y la lejanía de Cuba, en cuyos campos mueren, su novio, Carlos Pío Uhrbach y el mayor de nuestros modernistas: José Martí. Pero la cadena no está expuesta en una secuencia lógica por el poeta, sino que funciona por súbitos iluminadores. Así, el culmen de este ensayo es una gran sustitución: la enigmática página arrancada del Diario de Martí está ocupada por los Negritos. No solo sustituye un vacío textual, sino un vacío ético, una frustración que tiene que ver con el destino de la Isla: las desavenencias entre Martí y el mando militar en la Guerra, su muerte, el escamoteo de la independencia, todo sustituido por una sonrisa. De pronto se oyen las reyertas de los reyes en la tienda maldita de Agamenón. Hay una página arrancada. Me detengo absorto ante ese vacío. Pero mi perplejo se puebla, allí están, uno tras otro, los tres negritos de Juana Borrero. La página arrancada ha servido de fondo a la sonrisa acumulativa e indescifrable del cubano[17]”.

El Sistema Poético requiere no solo de la poesía, sino del procedimiento narrativo para su expresión última. Lezama había forjado ya cuentos singulares y resistentes como El patio morado y Juego de las decapitaciones. Algunos de los textos en prosa recogidos en La fijeza tenían el aspecto de narraciones inquietantes: “Cuento del tonel”, “Invocación para desorejarse”. Pero el autor necesitaba para su empeño de una forma mayor.

La novela total

Entre sus papeles inéditos, el escritor dejó unos apuntes para una conferencia sobre Paradiso que debía impartir a un grupo de estudiantes de Arquitectura ―aunque no hay noticias de que esta se efectuara realmente. Allí asegura: Paralelo al sistema poético comenzaron a surgir los capítulos del Paradiso. Era como su ilustración, su iluminación. Los personajes comenzaban a relacionarse como metáforas y las situaciones se comportaban como imágenes.

La poesía y la novela tenían para mí la misma raíz. El mundo se relacionaba y resistía como un inmenso poema.

Una frase mía que he repetido: cuando estoy oscuro, escribo poesía; cuando estoy claro, escribo prosa. Esa aparente dicotomía vino a resolverse en forma unitiva en mi novela. Yo creía que era claro porque ahí estaba mi familia, mi madre, mi abuela, mi circunstancia, lo más cercano, el recuerdo de las cosas inmediatas, pero muy pronto las cosas comenzaron a complicarse.[18]

Para el propio autor, su novela se resiste a las definiciones. Es muy probable que influya en ello lo dilatado de su composición, pues los primeros capítulos comenzaron a redactarse en la década del 40 y el último se concluyó pocos días antes de mandarlo a la imprenta, lo que establece casi un arco de dos décadas entre la primera página y la conclusiva.[19] Muy probablemente, al inicio de su labor, el narrador creía estar cumpliendo simplemente con el mandato familiar: contar unas memorias, reconstruir el rostro de la figura paterna, ir a las razones primeras de su condición de escritor. El texto se fue llenando de implicaciones, junto a lo inmediato y familiar apareció “lo que se encuentra en la lejanía, lo arquetípico ―el mito.”[20] El libro devino una especie de summa totalizadora:

He escrito mucha poesía, mucho ensayo, cuento y entonces, ya al final de mi obra, como una súmula ―lo que en realidad es el Paradiso― como se decía en la Edad Media, creí que debía llegar a una novela para decir las cosas que tenía que decir en una forma más amplia, tal vez más visible y que estableciera la comunicación de una manera más armoniosa.[21]

No en vano en sus apuntes para la conferencia hay una alusión al Quijote como novela sumular. Su ruta iba por el derrotero de la vasta acumulación cervantina.

Nada más ajeno a Lezama que la novela realista, de voluntad especular. Su misión no era la de Balzac, ni la de Tolstoi, ni siquiera la de su admirado Dostoievski. El volumen que forjó en la sombra de la casa de Trocadero, con portentosa tenacidad, se ubicaba voluntariamente en el linaje de los libros donde asunto, personajes, situaciones, son apenas el signo visible de algo invisible, en las que el devenir narrativo es un modo perceptible de discurrir sobre verdades trascendentales y esclarecer enigmas. Su mundo era no solo el del Ingenioso hidalgo, sino también el de Gargantúa y Pantagruel de Rabelais y el de algunas de las novelas fundamentales del siglo XX europeo: Retrato del artista adolescente, de James Joyce; La montaña mágica y Doctor Faustus, de Thomas Mann; El juego de abalorios, de Hermann Hesse y La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. En una elipse muy propia de su estética, la tradición medieval y barroca entronca con el mundo de las vanguardias, pasando por encima del costumbrismo y el realismo.

La voluntaria inserción en este linaje, explica, en cierto modo, la extrañeza con que fue recibido el libro. En Cuba, la tradición novelística, fundada con ese texto desigual y admirable que es la Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde, va a prolongarse en el siglo XX en novelas de linaje realista, cruzado a ratos por la devoción al naturalismo francés. Para un lector cubano medio – si esa entelequia existiera- nuestra novela tiene sus puntos más altos con: Generales y doctores y Juan Criollo, de Carlos Lobería; Las impuras y Las honradas, de Miguel de Carrión, a las que quizá pudieran añadirse Contrabando, de Enrique Serpa y Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro.

Ese esquemático panorama, dejaría fuera un conjunto de textos raros: el relato poético modernista, en deuda con el simbolismo francés, que tiene una presencia paradigmática entre nosotros con Amistad funesta, de José Martí y Mozart ensayando su Réquiem, de Tristán de Jesús Medina; las novelas “gaseiformes” de Enrique Labrador Ruiz: El laberinto de sí mismo, Cresival y Anteo, con sus inéditas exploraciones en el lenguaje y desde luego el vasto orbe novelístico de Alejo Carpentier, que ya podía ejemplificarse a la altura de los años 60 con tres piezas extraordinarias: El reino de este mundo, Los pasos perdidos y El siglo de las luces. Pero aún los libros de Alejo, a pesar de su pronto reconocimiento internacional, tardaron en calar los hábitos de lectura insulares. De una novela cubana, hace cuatro décadas, era común elogiar la pintura más o menos detallada de un ambiente, la fuerza de los diálogos, el vigor con que eran trazados los personajes, su autenticidad como “trozo de vida” o al menos la osadía de la tesis social que esgrimía el narrador. La intromisión del lenguaje en un primer plano, la densidad tropológica, la multiplicidad de referentes culturales, la ruptura de fronteras genéricas, no podían ser vistas, sino como deficiencias constructivas.

No hay que olvidar que nuestra vanguardia, que tan rápidamente renovó la poesía, el ensayo y hasta el cuento, no produjo en la novelística un texto verdaderamente grande y transgresor. Hay piezas más o menos singulares como Tilín García, de Carlos Enríquez y Estrella Molina, de Marcelo Pogolotti y desde luego el Ecue-Yamba-O, de Carpentier; pero las audacias que signaban los versos, las partituras sinfónicas y los lienzos desde el paradigmático año 1927, tardaron en llegar a las estructuras novelísticas ―con las ya señaladas excepciones de Labrador y Carpentier. Entre otras cosas, Paradiso es, bien que tardíamente, una de las escasas novelas que asume las reivindicaciones del “arte nuevo”.

Por este camino, Lezama viene a asociarse con las búsquedas de los más notables narradores latinoamericanos de mediados del siglo XX que procuran liquidar las huellas del nativismo, el realismo superficial y el naturalismo en el género, y hacer de sus textos narrativos verdaderos órdenes cósmicos, en los que la fantasía se da la mano con la profundización filosófica y el lenguaje cobra una importancia excepcional, hasta convertirse a veces en uno de los personajes del volumen. En apenas dos décadas se suceden Bomarzo, de Manuel Mujica Laínez, Adán Buenosaires, de Leopoldo Marechal, Rayuela, de Julio Cortázar y Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa.

Se trata de lo que el ensayista mexicano-catalán Ramón Xirau ha dado en llamar “crisis del realismo” debida al rechazo al enfoque positivista y sociologizante de origen francés que por décadas gobernó a la narrativa americana y su sustitución por formas expresivas típicas de la literatura hispánica como las del barroco. La “reproducción” de la realidad viene a ser sustituida por la reinvención. Los narradores, desde Rulfo y Cortázar hasta Lezama “viven una realidad por lo menos en parte “inventada” y descubierta día a día. El papel que han asumido es precisamente el de continuar inventando y descubriendo esta realidad que se hace y se construye y que ellos contribuyen a construir[22].” No se trata de ponerse de espaldas a la sociedad y a la historia, sino de descubrirlas desde otro ángulo y otra profundidad, a partir del mito: “burla la historia y la sustituye por el mito, pero aquí se trata de un mito creído y creíble, un mito que es la verdad de la historia[23].”

A primera vista, Paradiso pudiera ser calificada como una “novela de aprendizaje”, pero habría que convenir en ese caso en aplicarle el calificativo de “hipertélica”, porque en ella el camino no va de la infancia a la adultez, ni de la ignorancia pueril a la madurez, sino que significa algo mucho más ambicioso: el encuentro del hombre con la imagen, la recuperación del nexo trascendente que permite al hombre religarse al Cosmos y en ese sentido queda planteada la necesidad de una teología nueva.

Aunque en una porción importante del texto, el autor parecía contarnos la existencia de José Cemí de modo más o menos lineal, el sobresalto se produce con la aparición de Oppiano Licario, aquel que de modo indirecto propicia el encuentro del protagonista con la imago. Lo llamativo es que no se trata de un pedagogo o mentor más o menos misterioso, sino de una figura elusiva, que solo se transparenta desde la muerte o sus proximidades, porque es un invitador a traspasar esa frontera: primero aparece cerca del disoluto tío Alberto, luego en el hospital donde muere el Coronel, por último se manifiesta en su propia muerte. Su misión es la del mensajero en las tragedias griegas: no importa por sí mismo, sino porque trae una indicación, una palabra, que hará resplandecer la verdad, con todas sus consecuencias.

Si el autor no hubiera incluido en la primera parte del capítulo XIV ese relato al parecer independiente: “Oppiano Licario”, que había sido publicado en Orígenes en 1953, su novela hubiera quedado como un singular libro de memorias, como una paráfrasis poética de su recorrido vital; es ese pasaje el que reconduce todo lo ocurrido hasta su finalidad y La Habana de las primeras décadas de la República se convierte en el mundo absoluto de aquella casa presidida por el dios Término, en la que dos bufones juegan al ajedrez, junto al parque de los tiovivos y la funeraria donde están velando el cuerpo de Licario.

La escena final, en la que Cemí desciende a la cafetería subterránea, es también el hundirse en el mundo de los muertos para recuperar la imagen y la semejanza: sin lugar a dudas hay aquí un homenaje al mito de Orfeo en su viaje a la morada del Hades, pero más todavía al canto undécimo de la Odisea, donde el héroe ofrece su sacrificio en el Erebo y puede no solo conversar con la sombra de su madre Anticlea, sino escuchar las advertencias del adivino Tiresias. Cemí, que acaba de recibir un sonetillo póstumo de Licario, no tiene que sacrificar como Odiseo reses para que los difuntos beban su sangre, sino que le basta con ese café con leche, de fuerte arraigo en la tradición habanera: el tintinear de la cucharilla que lo agita, se cuaja en el dictado de Oppiano. Así como Anticlea envía a su hijo de vuelta a la luz con un nuevo conocimiento, el maestro misterioso de Cemí lo invita al ascenso y a un nuevo comienzo: “Impulsado por el tintineo, Cemí corporizó de nuevo a Oppiano Licario. Las sílabas que oía eran ahora más lentas, pero también más claras y evidentes. Era la misma voz, pero modulada en otro registro. Volvía a oír de nuevo: ritmo hesicástico, podemos empezar[24].” Como señala Xirau, en la novela “lo infernal, el mal del mundo, se trasmuta para poner en carne viva la imagen de las resurrecciones. Paradiso es una de las grandes summas que Lezama buscaba en La expresión americana[25].”

Sin embargo, este volumen totalizador, colocado en la cima de su obra poética y ensayística es también una gran sustitución: se trata de una lectura de una porción considerable de la historia cubana para dotarla de sentido. Lo esencial de su obra se forja durante años particularmente críticos para la sociedad cubana, la corrupción moral, la pérdida de los paradigmas históricos, hacen ver a la mayoría de los hombres de su tiempo a la República como una construcción sin sentido y sin futuro. Lezama y los que con él se nuclean en Orígenes buscan el ofrecer una respuesta a estas sinrazones desde la cultura, he ahí el núcleo de aquel editorial que no siempre ha sido bien interpretado: “un país frustrado en lo esencial político, puede alcanzar virtudes y expresiones por otros cotos de mayor realeza. Y es más profundo, como que arranca de las fuentes mismas de la creación, la actitud ética que se deriva de lo bello alcanzado[26].” No se trata de evasión, ni de construcción de un paraíso artificial, sino de ir a los manantiales iniciales de lo cubano para despertar, por una ruta nueva, las potencialidades éticas del país. Como asegura en su polémica carta abierta a Jorge Mañach, mientras muchos de la generación anterior renunciaban a sus actitudes de vanguardia y aceptaban posiciones oficiales, ellos trabajaban en la soledad.

Pero de esa soledad y de esa lucha con la espantosa realidad de las circunstancias, surgió en la sangre de todos nosotros, la idea obsesionante de que podíamos al avanzar en el misterio de nuestras expresiones poéticas trazar, dentro de las desventuras rodeantes, un nuevo y viejo diálogo entre el hombre que penetra y la tierra que se le hace transparente[27].

Esta novela es una sustitución, vuelve a remitirnos a aquella página del Diario de Martí, arrancada y perdida, que deja su lugar a la sonrisa de los Negritos, de Juana Borrero. El vacío moral de una república espectral es llenado con una tradición que viene desde los tiempos de los emigrados cubanos en Jacksonville que escuchan la palabra de Martí y se prolonga en los versos patrióticos de Doña Mela, en las costumbres familiares donde lo criollo no cesa de forjarse en su compleja mixtura con lo español y con la sangre africana, en el diálogo de los amigos que mezclan los más abstrusos referentes culturales con el humor y el despertar del Eros y la manifestación estudiantil como ruptura de los hijos luminosos de Upsalón con un gobierno sombrío. Por tanto, aunque es innegable la presencia en el libro de un sentido teológico ―bien que heterodoxo y marcado por el “creíble porque es increíble” de Tertuliano― junto a él se impone una teleología: a través de sus páginas el hombre busca no sólo su configuración final y su salvación ante la Divinidad creadora, sino también se procura el encuentro con el destino nacional. Imagen y semejanza pasan por la identidad insular y por el modo particular de esta para insertarse en el Universo: su pensamiento ha realizado toda una vuelta en espiral y ha vuelto a la “Ínsula indistinta en el Cosmos”. Todo esto se nos entrega a través de la acumulación de referentes culturales que no sólo acuden a las civilizaciones de Egipto, China, Grecia y Roma, ni a los variadísimos mundos de la alquimia medieval, la heráldica, la ópera, el ballet, sino también a la cultura popular tradicional cubana, desde la décima y el refranero campesino, hasta las oraciones y ensalmos populares, loa devoción a la Virgen de la Caridad y la evocación espiritista de los muertos. Lo que evita que elementos tan heteróclitos se conviertan en una exhibición de pedanterías es el recto sentido poético de la obra.

Es llamativo que las dos primeras páginas de los apuntes para una conferencia sobre el libro, se convirtieran, con muy escasos cambios y adiciones, poco tiempo después, en la ponencia Sobre poesía, que presentara en el Congreso Cultural de La Habana en 1968. Tampoco hay que olvidar los nexos de la novela con el más denso de sus libros poéticos: Dador, texto que precisamente propone un tránsito por las “eras imaginarias” que desemboca en la vida cotidiana del poeta, en la amistad y en la unidad coral de lo cubano. No es gratuito que en su conferencia nos recordara que: “En América todo marcha unido a las fuerzas cósmicas, la novela ofrece una polarización concurrente. En Europa la novela ensayo de Mann, la novela filológica de Joyce, la búsqueda del tiempo en Proust, pero en América todo eso se da unido por la poesía[28].”

Mas no es cierto que Paradiso sea solo un largo poema, como han afirmado algunos conservadores que quieren negar al libro la condición de novela, por no atenerse a ciertos cánones narrativos. El libro es novela y también poema y ensayo, porque salta por encima de las fronteras genéricas para pretender una totalidad con un sentido muy barroco, de sumatoria de elementos no muy jerarquizada, donde el detalle, al modo manierista, parece ocupar el lugar de la totalidad, para conducir al lector a una morosa fruición de alguna arista de la realidad, desde la degustación de un dulce o un verso antiguo hasta el asombro de la cópula, en lo que Severo Sarduy ha querido descubrir un componente teatral:

No se trata, en Paradiso, ni de la constitución de los personajes ni del ajuste de una minuciosa ficción; tampoco de una teleología, ni, por supuesto, de una tesis; sino de la puesta en escena, o de la ejecución ritual, de un signo particular, ese que por su densidad fonética, su concentración y su drama funciona por sí solo, por el simple hecho de su enunciación.[29]

El empleo del lenguaje en la novela es, a la vez, uno de sus aciertos fundamentales y la dificultad primera para la comunicación con el lector no preparado. Su prosa, donde la expresión popular se funde con el más rebuscado término extranjero, la abundancia de perífrasis y alusiones, la sucesión de metáforas que no dan respiro, el retorcimiento de las oraciones, llenas de subordinadas, los hipérbaton caprichosos, el uso aparentemente arbitrario de las preposiciones, todo ello acompañado por una puntuación que sobresalta, porque parece lanzada al azar sobre un texto escrito originalmente sin pausas, parece dejar sin muchos asideros al espectador, que debe mostrar una particular constancia para conquistar la página final del libro sin desfallecer. Se trata, justamente de una prosa barroca, pero no al modo de la de un Baltasar Gracián, ni más modernamente, la de Alejo Carpentier. Su mundo no es el del orden exquisito y rebuscado de los tiempos de la Contrarreforma, sino el de la acumulación caótica de ciertos monumentos del arte mestizo americano. Como apunta César López, en un ensayo precursor, aparecido muy poco después de la novela.

La palabra de Lezama resuella y ruge y pide su apoyatura a ella misma, y quizá por eso, a veces, repite y machaca el término como para coger un impulso que no le llega a tiempo, al tiempo tradicional, por lo cual crea de ipso, un nuevo tempo. No desdeña ningún recoveco metafórico que lo pueda conducir a lo definitivo de la imagen; y con gran frecuencia vuelve sobre sus pasos para dar la explicación de lo que poéticamente acaba de proponer, pero como esta explicación es a la vez susceptible de ser explicada nos lleva, con burla y elegancia, a lo ufano de sus laberintos reiterados.[30]

La grandeza de la escritura de Lezama no está en el “escribir bien” de los gramáticos, sino en forjar un modo de discurrir singular y adecuado a las reverberaciones de un pensamiento inquieto que no se detiene ante la paradoja ni la desmesura. Su sentido último es el que viene a confirmar en su valor su presencia excesiva.

En contra de lo que creyeron algunos críticos malintencionados, que atribuyeron al libro la esterilidad de las criaturas híbridas, este ha tenido una presencia renovadora en nuestra narrativa, como lo pueden demostrar tanto De dónde son los cantantes y Maitreya, de Severo Sarduy escritos en Europa, como Misiones, de Reinaldo Montero; Tuyo es el reino, de Abilio Estévez e Inferno, de Jesús Curbelo, pergeñadas en diversos puntos de la Isla. Lo que un día fuera escandalosa transgresión, devino luego indiscutible magisterio.

Aunque Paradiso no posea el “tablero de instrucciones” de su hermana Rayuela es un libro de múltiples lecturas. Precisamente su grandeza estriba en su inagotable capacidad para retarnos: puede leerse como poema o como novela transgresora, disfrutarse como singular crónica de lo cubano o mirarlo como una parodia de la Divina Comedia, donde el protagonista se acerca al Paraíso cristiano después de haber recorrido las más variadas y sombrías experiencias. A su modo singular es un ensayo barroco sobre nuestro ser y la tentativa de fundar toda una literatura nueva ―un empeño que desde Heredia y Del Monte, cada cierto tiempo nos sobresalta. Las únicas miradas que esta escritura no acepta son la del bachiller normativista y la del falso ignorante que se espanta de la riqueza que le rebasa. No mucho después de aparecido el libro Emir Rodríguez Monegal nos advertía:

Para poder leer hondamente Paradiso habrá que esperar que pasen algunos años, que se recojan en libro y circulen por todo el mundo latinoamericano las obras anteriores de Lezama y las posteriores que completan la novela, que se produzca esa contaminación de un orbe cultural aún indiferente por todas esas esencias que el nombre de Lezama convoca y concentra. Entonces, será posible empezar a leerlo en profundidad. Por ahora, lo único que podemos intentar es no leerlo tan superficial, tan analfabéticamente. Por sí sola, esta ya es una tarea mayor y en el contexto actual de la narrativa latinoamericana, imprescindible.[31]

Hoy día, cuando la obra del escritor cubano ha tenido una divulgación apreciable, al menos en el orbe hispanoamericano, la novela reclama nuevas lecturas y nuevas exégesis. Cuatro décadas después de su llevado y traído bautismo editorial, Paradiso continúa ante nuestros ojos, invitador y desafiante.

NOTAS

[1] José Lezama Lima: “Carta a Rosa Lezama Lima, enero, 1966”. En: Cartas a Eloísa y otra correspondencia. Madrid, Editorial Verbum, 1998, p.109.

[2]JLL: “Conocimiento de salvación”. En: Confluencias, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1988, p.37.

[3] JLL: “Coloquio con Juan Ramón Jiménez”. En: Analecta del reloj. Ediciones Orígenes, La Habana,1953, p.47.

[4] JLL: “Razón que sea”. En: Imagen y posibilidad. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1992, p.210.

[5] Ibid, p.209.

[6] JLL: “Las imágenes posibles”. En: Confluencias, p.319.

[7] JLL: “Suma de conversaciones”. En: Orbita de Lezama Lima, Ediciones Unión, La Habana, 1966, p.39.

[8] Ibidem.

[9] Ibid, p.90.

[10] JLL: “Rapsodia para el mulo”. En: Poesía completa. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1985, p.163.

[11]JLL: “La posibilidad en el espacio gnóstico americano”. En: Imagen y posibilidad, p.107.

[12] Abel Prieto: “Confluencias de Lezama”. En: Confluencias, p.XIX.

[13] JLL:”Mitos y cansancio clásico”. En: La expresión americana. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1993, p.7.

[14] Ibid, p.12.

[15] Ibid, p.14.

[16] Ibid, p.56.

[17] Ibid, p.106.

[18] JLL: “Apuntes para un conferencia sobre Paradiso”. En: Paradiso, Edición crítica, Colección Archivos, ALLCA XX, 1997, p.713.

[19] Cf. Salvador Bueno: “Un cuestionario para José Lezama Lima”. En: Paradiso, ed. cit, p.727.

[20] “Interrogando a Lezama Lima”. En: Recopilación de textos sobre JLL. Serie Valoración Múltiple, Casa de las Américas, La Habana, 1970, p.21.

[21] Ibid, p.19.

[22] Ramón Xirau: “Crisis del realismo”. En: América Latina en su literatura. Compilación de César Fernández Moreno, Siglo XXI Editores- UNESCO, 1972, p.203.

[23] Ibid, p.201.

[24] JLL: Paradiso, ed.cit, p.459.

[25] Xirau: “Crisis del realismo”, p.201.

[26] JLL: “Señales. La otra desintegración”. En: Imagen y posibilidad, p.207.

[27] Ibid

[28] JLL: “Apuntes...”, p.715.

[29] Severo Sarduy: “Un heredero”. En: Paradiso, ed. cit, p.592.

[30] César López: “Sobre Paradiso”. En: Recopilación de textos sobre JLL, p.183.

[31] Emir Rodríguez Monegal en Recopilación..., p.327.

martes, 21 de junio de 2011

PARA LEER A SEVERO SARDUY - JULIO ORTEGA

Una vez Gabriel García Márquez le dijo a Severo Sarduy: "Eres el mejor escritor de la lengua aunque seas el menos leído". Con humor, la hipérbole subraya dos características distintivas de la obra de Sarduy: por un lado, la extraordinaria calidad de su prosa plástica, sensorial y barroca; por otro, el hecho de que sus novelas no busquen contar un cuento sino celebrar la escritura.

Por ello, sus libros fueron siempre más éxitos de crítica que de lectores. Como pocos, Sarduy se mantuvo fiel a su identidad artística; tanto a su definición festiva de un barroco de la abundancia, formada bajo la inspiración de José Lezama Lima; como a la práctica de una escritura pictórica, hecha en torno a imágenes que crean el escenario del deseo, la aventura del simulacro, el juego de las permutaciones.

De dónde son los cantantes (1967) inició la exploración gozosa de lo que él llamó el “curriculum cubense”. A partir de la retórica de la identidad cubana levantó tres grandes frescos, dedicados al mundo chino (el travesti y el eros), al negro (la voz y la música), y al hispano (el carnaval religioso). Estas representaciones fueron, claro, paródicas, y una de las primeras versiones antitraumáticas de la cultura cubana.

Su otra gran novela fue Cobra (1972), donde la Índica vino a ser el contexto referencial; sólo que tratándose del talento de Sarduy para subvertir las representaciones codificadas, esta es una India puramente discursiva, otro escenario del erotismo exploratorio. Aquí el cuerpo es un libro escrito por los dioses, y el sexo es un “dictamen divino”. Por ello, la India equivale a la metamorfosis, tanto del placer que transforma al cuerpo como de los sentidos que encienden las palabras.

Sarduy provenía de los seminarios de Roland Barthes y de las teorizaciones del grupo de la revista Tel Quel, aunque, como dijo el brasileño Haroldo de Campos, había barroquizado el espíritu geométrico del grupo parisino. Para él, el barroco se expresaba en la sustitución, la proliferación y la condensación, y, en efecto, su escritura se moviliza, la abundancia figurativa y la focalización sensorial.

El erotismo, que imanta todo lo que nombra; el juego, que hace del derroche una moral, antiburguesa; y la subversión, que rehúsa los códigos de la censura y explora los espacios del cambio a este proyecto radical de una escritura independiente, libre de los programas al uso. Con humor, pasión y lucidez, la obra de Sarduy se desarrolla como una brillante constelación narrativa cuya clave es poética y cuyo sentido es crítico.

Sarduy introdujo en la literatura internacional un talante barroco y barroquizante que provenía de su práctica descentradota, característicamente latinoamericana. Gracias a este ejercicio periódico-crítico, esta obra era capaz de desatar lo culturalmente atado, y de contaminar de un espíritu libérrimo los repertorios de autoridad tradicional.

Pero Sarduy no se limitó convertir la línea en voluta, ni la geometría en espiral pompeyana, sino que convirtió a Cristo en una estatua podrida y a Buda en una máscara de papel. Su sesgo latinoamericano se ejercía con humor, fantasía y ligera irreverencia, pero el trazo de su escritura fue siempre elegante, riguroso, y también pintoresco.

Colibrí (1984), uno de sus libros más transparentes y gráciles de un mapa tropical del deseo de fuga: todo se transforma en otra cosa, y la novela misma se hace danza, pintura, teatro, simulacro puro entre falsos telones y dobles fondos.

Acaso algunas de sus últimas páginas están en La Cervantiada (1992), que edité en México, y donde escribe como una confesión: “Leo –por otra y última vez en mi vida- El Quijote, y me río. Me río solo y a carcajadas". En esa risa cervantina se escucha el humor afectivo de Sarduy, la empatía risueña de su complicidad, que reafirma ante esa "última vez" el instante plano de la lectura.

Cuando leamos con mejor atención estos libros animados por una vida fulgurante y generosa, descubriremos que su irónico y festivo jardín de las delicias es uno de los espejismos más hermosos y más ciertos del arte latinoamericano de este fin de siglo.

La lengua como máquina de mutación - Ademir Assunção

-La antología Caribe Transplatino engloba poetas de Cuba, Argentina y Uruguay. ¿Por qué apenas estos tres países?

Más que una antología, Caribe Transplatino intenta una cartografía que pretende describir un movimiento de la literatura hispanoamericana. Ese movimiento, que es la resurrección del barroco, se origina en Cuba, con la gran figura de Lezama Lima, que es absolutamente singular y no tiene relación directa con nada de lo que se estuviera escribiendo anteriormente. Pero, de algún modo, toda la literatura caribeña o cubana, y toda la literatura centroamericana, ofrecen ciertos puntos de contigüidad con una tradición muy próxima al barroco. En Cuba habría cierta contigüidad que podría de alguna manera explicar esa nueva irrupción del barroco, mientras que en el Río de la Plata se parte de una tradición literaria que le es completamente hostil. Jorge Luis Borges descalificaba al barroco diciendo que es el último grado de un género en decadencia. Entonces, es interesante que, a contramano de una tradición realista, de una tradición intelectualista, el barroco llegue al Río de la Plata y exista una resurrección barroca también en la Argentina y el Uruguay.

-En el prólogo al libro escribís que el barroco y el neobarroco se caracterizan por una furia anti-occidental. ¿Cómo es eso?

El barroco es anti-occidental, básicamente, porque no tiene que ver con una tradición, digamos, racionalista, sino con una corriente más oracular. Por lo menos este neobarroco contemporáneo. Para Lezama el barroco es casi una religión.

-Pero él tiene un fuerte sentido constructivista en el trabajo con el lenguaje, ¿no te parece?

No diría constructivista. Él practica una extrema tensión de la sintaxis. Es extremadamente riguroso. Pero mantiene la sintaxis, lo cual no es algo propiamente constructivista. Cuanto mayor la fuerza invocada, más rigor en el trabajo de la forma. Porque de otra manera recaeríamos en un dadaísmo. Hay una cosa interesante: en la literatura hispanoamericana el neobarroco se sustenta sobre una tradición de tipo surrealista, sobre una práctica surrealista. En el propio Lezama aparece eso. El surrealismo sí fue un movimiento que afectó mucho a toda la literatura hispanoamericana, incluyendo la argentina. Hay una gran polémica en Brasil con el surrealismo. Poetas constructivistas afirman que el surrealismo no llega a operar una rebelión de lenguaje, que sería lo esencial.

-Cuando decís constructivistas, ¿estás referiéndote a los concretistas?

Sí. A la poesía concreta.

-¿Cómo es esa posición?

El anhelo del surrealismo de rebelarse contra aquel cartesianismo castrador, no se efectivizaría en el plano del lenguaje. Éste mantendría todavía una sintaxis, digamos, convencional. Bueno, es verdad que el surrealismo y en general toda la poética hispanoamericana, de alguna manera, mantienen la sintaxis. Ahora: una sintaxis completamente revolucionaria, completamente revirada. Es verdad también que el experimentalismo del tipo que llamás constructivista, que tiene que ver con la poesía concretista, nunca entró con mucha fuerza en la Argentina. Pero creo que hay un punto de encuentro. El neobarroco tiene una ligazón con las vanguardias pero una ligazón que no es programática. Por eso vas a encontrar en Caribe Transplatino poetas muy diferentes. Pero lo que tienen en común es cierta contorsión y cierta creencia en la materialidad del lenguaje.

-¿En eso se toca con la poesía concreta?

Pienso que el concretismo como proyecto terminó. El propio Haroldo de Campos, con el libro Galáxias, deriva hacia una estética barroca. Pero dificílmente Haroldo de Campos apuntaría influencias surrealistas en Galáxias, de la manera como vos apuntás influencias surrealistas sobre el neobarroco. Bueno, el barroco áureo, el barroco del Siglo de Oro, tiene una característica: se monta sobre un estilo anterior. Eso dice Severo Sarduy: donde había una metáfora renacentista, el barroco va a elevar esa metáfora al cuadrado. Entonces hace metáfora de la metáfora. Lo que importa de esto es que el barroco siempre se monta sobre un estilo anterior. Y lo enloquece. Lo lleva a un grado de radicalidad tal que la relación con el referente pasa a ser completamente secundaria. En el caso del barroco contemporáneo el procedimiento del montaje es parecido. Pero la gran diferencia es que nosotros no tenemos un estilo homogéneo en la escritura. Lo que hay, más que una escuela barroca, es una tendencia a la barroquización en las escrituras hispanoamericanas, que incluye al Brasil, yo creo; si bien en el Brasil ese movimiento de barroquización todavía es muy vago. Es el caso de Galáxias, que viene después de toda una serie de experimentos con el lenguaje, que tiende hacia un lenguaje, digamos, más austero. De alguna manera es una explosión que tiene todo que ver con el barroco. Los últimos textos críticos de Haroldo de Campos reivindican el barroco. Lo que yo puedo decir es que, para mí, la lectura de Galáxias fue una experiencia extremadamente enriquecedora y marcante, decisiva. Tuvo una influencia sobre mí. Arturo Carrera también reconoce esa influencia.

-Decías que en el Brasil esa tendencia a la barroquización de la escritura todavía está sucediendo en forma muy vaga. ¿No existirían características culturales e incluso lingüísticas que tornarían la lengua española más permeable a ese tipo de experiencia, de tal modo que explicasen, de alguna manera, el hecho de que el barroco haya entrado con más intensidad en la lengua española que en la portuguesa?

Sí, es verdad, el barroco entró muy profundamente en la lengua española, a pesar de que fue soterrado durante doscientos años. A pesar de eso, se mantuvo una tradición barroca al interior de la lengua. Cuando llegué al Brasil percibí que el estilo de escritura brasileño, escritura de periódico, es un poco escolar. Y en los países hispanoamericanos existe una tradición de hacer juegos de subordinadas que cualquiera hace. Intenté hacer eso aquí con mi portuñol y las personas lo encontraban extraño, no les gustaba. Entonces, digamos que la tradición barroca está mucho más viva y mucho más fuerte en español que en portugués. Lo que no quiere decir que no se pueda hacer barroco en portugués. En ese sentido la traducción de Paradiso, de Lezama Lima, hecha por Josely Vianna Baptista, es absolutamente admirable. Porque es casi un trabajo de tesis.Ella muestra que ese portugués escolar no es obligatorio. Que se puede escribir portugués de una otra manera y que es maravilloso también.

-Las vanguardias de comienzos del siglo abrieron un verdadero fuego cruzado contra la escritura realista. El neobarroco también pareciera participar en ese frente, como una fase posterior. Me gustaría que explicases el motivo de ese combate contra el tipo de escritura linear y realista.

Llega un momento en que el lenguaje se torna tan cristalizado que no se dice nada más. No puede pasar nada más, ninguna fuerza, ninguna intensidad, ninguna expresividad por el lenguaje. Gilles Deleuze dice que los signos pueden funcionar como una máquina de sobrecodificación. O sea: se tendría un lenguaje tan codificado, tan organizado, que acabaría funcionando de una manera castradora. Todos esos experimentos con el lenguaje, al contrario, intentan devolver a la lengua la expresión de su carácter de máquina de mutación. Y hacer pasar otros sentidos, otras intensidades, otras sensaciones. ¿Entendés por qué no podemos sujetarnos a ese tipo de dictadura de la lengua? Además, todos los estilos cuando llegan a un estado dictatorial se tornan horribles. Con el borgismo está sucediendo eso. Borges fue extraordinario en cuanto tal. Cuando todo el país escribe a la manera de Borges, no se dice nada más.

-El realismo se funda en la idea de que la palabra refleja la realidad. ¿En este punto está el equívoco?

Claro, claro, exactamente. Hay una cuestión también muy interesante, que es el barroco versus el romanticismo, que pasa no solamente por el estilo sino por la función del sujeto, del yo. En el romanticismo existe siempre una confesión. Hay una fuga, una salida de sí, relativa, que es una salida apasionada. Es inspirado porque hay una pasión por un otro, siempre hay un tú. Pero antes de un tú hay un yo inmenso en el romanticismo. Es la literatura de la confesión. Mientras que el barroco es la literatura de la confusión. En el barroco es la contigüidad de las palabras la que crea el zumo. El yo no existe. No hay una mediación entre el sujeto y el mundo. El sujeto está en contacto directo con el mundo. Es interesante esta cuestión de la confusión porque, de repente, ciertas sonoridades, ciertas proximidades entre las palabras, en el barroco, asumen una dimensión central.

-¿El barroco no reivindica la tarea de retratar la realidad?

Retratar no tiene nada que ver con el barroco. El barroco no pretende representar, sino presentar. El barroco no va a hablar de amor, va a hacer el amor en el poema mismo. Por ejemplo, el amor atraviesa ciertas sonoridades hechas de susurros, gemidos, voces, una expresión casi corporal.

-¿La sensualidad y el erotismo son bien marcantes en el barroco?

Sí, pero hay una sensualidad del referente y una sensualidad del propio trabajo de superficie de las formas. Deleuze diría que el elemento poético esencial del barroco es el pliegue. El barroco es un viaje que intenta dar forma al éxtasis. El Brasil es un país del éxtasis, del trance. Ahora, parece que cuando llega la hora de escribir, es diferente, escribir se vuelve una actividad de profesores, se vuelve serio.

-¿Cómo encarás la cuestión del éxtasis en el Brasil en relación a las vanguardias?

No soy un especialista en eso para poder responder. Diría, por ejemplo, que esa dimensión del éxtasis está presente, con certeza, en Galáxias. Lo que yo siento es que el éxtasis en el Brasil, aparentemente, no pasa por la escritura.

-¿Por dónde pasa?

Por el candomblé, por ejemplo. Otra tradición que se popularizó y arraigó bastante, especialmente en la lengua española, en Hispanoamérica, es el realismo fantástico.

-¿Cómo se sitúa el neobarroco en relación a este tipo de escritura?

En contra. Del otro lado.

-¿Por qué?

Porque si hay un realismo con el cual el barroco puede tener algún punto de contacto es el realismo alucinante, donde no se trata de realizar una fantasía sino de hacer que el elemento alucinatorio se monte a una narrativa realista. Mientras que el realismo maravilloso es un realismo tropical, un realismo con un poquito de follaje. El barroco es poético. El lugar ideal del barroco es la poética. Hay una polémica en relación a Paradiso. Algunos novelistas serios decían: “bueno, todo bien, maravilloso, pero no es novela”. Claro que no es novela en el sentido convencional. Las estructuras son poéticas. Lezama se permite hacer un nexo entre los párrafos que ningún novelista haría. Es completamente antiestilístico desde el punto de vista de la novela. Pero desde el punto de vista poético tiene todo que ver. Todas esas poéticas neobarrocas son muy sofisticadas, llevan el nivel de exigencia de la lengua hasta un extremo en que, de repente, muchas cosas quedan como desestabilizadas.

-¿Un trabajo subversivo?

Sí. Ahora, una subversión que no es dadaísta. Una subversión que constituye su propio plano de expresión y su propio plano de consistencia. No es subversión por la subversión, ni es perversión. No se trata de eso. Esa emergencia barroca ya es como un grado de adultez, ya traspasó la subversión. Ya es una literatura que dio un salto adelante en relación a otros sistemas de codificación y que construyó sus propios referentes. La subversión, la perversión, siempre están referidas a una otra cosa. El barroco ya es autónomo. Él es su propia referencia. El barroco construyó una otra realidad, más radicalmente. Por eso es subversión. Pero su intención va mucho más allá. Inaugura otra época y otra realidad.

[Publicada inicialmente en Nicolau, Curitiba, abril de 1993, con el título de “Estação néon barroca”, pero realizada en junio de 1990, en ocasión del lanzamiento de la antología Caribe Transplatino en el Brasil (editora Iluminuras), organizada por Néstor Perlongher y traducida por Josely Vianna Baptista. Fue revisada por Ademir Assunção especialmente para esta edición y traducida por Reynaldo Jiménez.]

Sol negro - numero 1 - diciembre 2006

sábado, 18 de junio de 2011

Turbio fondeadero: Política e ideología en la poética neobarrosa de Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher - Karina Elizabeth Vázquez

La forma de poema es una desgracia pasajera.

(Lamborghini, “Die Verneinug”, 1977)

En la poética de Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher no son los barcos, como dice el tango, los que van a recalar en el fangoso y turbio Río de la Plata, sino cuerpos que, arrastrados, tapados y penetrados por las corrientes arcillosas, no pueden escapar a las transformaciones que les inflige una marea oscura, desconocida. Esta metáfora podría referirse al destino de las miles de víctimas del terrorismo de estado practicado por la última dictadura militar argentina (1976-1983); podría explicar el uso del lenguaje en la poesía de ambos escritores, o aludir a un modo de entender el sujeto que, de acuerdo a lo señalado por Tamara Kamenszain respecto de la última etapa en la poesía de Oliverio Girondo, "...deviene eso, multiplicación..." (175) (1) De hecho, podría ser las tres metáforas juntas; con lo que se estaría en presencia de una manifestación de lo político y lo ideológico en el lenguaje poético, y de uno de los rasgos principales del neobarroso, el neobarroco rioplatense. Este trabajo analiza esta característica en la poesía de Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher y traza la diferencia entre el neobarroco y el neobarroso, circunscribiéndose a dos aspectos: la exaltación de los espacios y la exuberancia de los cuerpos (2).

Durante la década del ochenta, el neobarroco fue uno de los lenguajes poéticos que expresó la voluntad de reflexionar sobre los efectos de la última dictadura militar en Argentina (3). Esta poética coexistió con otra tendencia --que ya se había iniciado como resultado de la dictadura--, identificada con el alejamiento de lo referencial, el rechazo y abandono del tono coloquial, la estructura narrativa y la intención comunicativa en el discurso poético.

Después de la transición democrática la poesía tendió a desdibujar los límites entre lo interno y lo externo, a romper con la sintaxis y a profundizar los ritmos y las sonoridades. Jorge Fondebrider describe a esta poesía como "Incertidumbre, desconfianza, abordaje oblicuo del discurso, enmascaramiento, fractura, desplazamiento de los grandes temas a la propia subjetividad, búsqueda de un centro ubicado fuera del entorno social inmediato" (13). El neobarroco surgido en la post dictadura, sin embargo, no propuso ni la descentralización externa ni la búsqueda de un eje interno. Por el contrario, mediante la descentralización constante, producto del rechazo de la búsqueda de un centro, promovió el cuestionamiento de la identidad. En este sentido, el neobarroco post dictatorial de Néstor Perlongher comparte rasgos con el neobarroco de Osvaldo Lamborghini, previo al golpe militar, y ambos presentan la característica central del neobarroso: la presencia de lo político y lo ideológico en el texto.

Perlongher, quien recogió influencias de Deleuze y Guattari, José Lezama Lima y Severo Sarduy, trazó una genealogía neobarroca argentina que se remonta hasta principios de los setenta, con los textos poéticos y en prosa de Osvaldo Lamborghini, y llega hasta él mismo.(4) Al definir las características del neobarroco rioplatense, propuso el término neobarroso, al cual definió como "...El neobarroco [...] que se vuelve festivamente neobarroso en su descenso a las márgenes del Plata [...] no funciona como una estructura unificada, como una escuela o disciplina artística, sino que su juego actual parece dirigido a montar la parodia, la carnavalización, la derisión..." (Prosa plebeya 115). En efecto, la exaltación de los espacios y la exuberancia de los cuerpos, resultado de la confluencia de sintaxis barroca, parodia y carnavalización, invita a la lectura política e ideológica del texto poético. En el caso de Lamborghini, lo político y lo ideológico son resultado de la tarea de reconstrucción crítica que el lector debe hacer del “cuerpo social” presente en el texto. Transfiguradas en él, aparecen las contradicciones provocadas por la posibilidad del surgimiento de una izquierda peronista en la década del setenta, y la crítica al sistema cultural propuesto por la izquierda socialista en el caso de Perlongher, la exaltación de los espacios y la exuberancia de los cuerpos abre paso a una lectura política que conduce, más que a la reconstrucción crítica del “cuerpo social”, al cuestionamiento de las categorías de construcción del individuo.

Durante las décadas de los setenta y ochenta el barroco se insertó en el debate intelectual sobre la modernidad/postmodernidad en medio de otra polémica que vio en la experiencia latinoamericana la disonancia de la modernidad (5). Según Irlemar Chiampi, la reaparición del barroco, atestigua “…la crisis/fin de la modernidad y la condición misma de un continente que no pudo incorporar el proyecto del Iluminismo" (17). El texto neobarroco se presenta entonces como la expresión de ese "desorden compuesto" en el que el sentido es devorado por la experiencia de las palabras. El resultado es un sujeto poético conciente del descentramiento que se produce tanto al nivel de la forma como del contenido, y provoca una profunda sensación de “falta de armonía” (6). Se trata del "...reflejo necesariamente pulverizado de un saber que ya no está apaciblemente cerrado sobre sí mismo. Arte del destronamiento y la discusión..." (Sarduy 103) (7), y de la reflexión sobre la imposibilidad de fijar un sentido único. Los significados pierden su referencia habitual y los cuerpos y los espacios aparecen entonces en un “rizoma” unidos a la experiencia de lo innombrable.

La descentralización es una de las principales características del barroco y del neobarroco. Producto de la tensión entre el deseo de fijar el sentido y la imposibilidad de hacerlo, surge una sintaxis trastocada en la que el sujeto poético "es" en tanto que "no es". Este se materializa en las elipsis que discurren en la corriente de significantes del poema, transformado en un continuo fluir de palabras abandonadas por la denotación y sometidas a lo impredecible de la connotación. Pero mientras que en el barroco (8) antítesis, elipsis, metáfora, parábola e hipérbole son las herramientas retóricas que dan lugar al movimiento y al descentramiento, en el texto neobarroco los mecanismos que operan en el texto son otros: a- la sustitución de un significante por otro alejado en términos semánticos; b- la proliferación de una cadena de significantes alrededor de un significante excluido y c- la condensación, unión de dos términos de una cadena de significantes para producir un tercero, la “insignificación”, mediante juegos fonéticos y neologismos. Estos tres mecanismos generan una ruptura del nivel denotativo de las palabras exaltando el carácter connotativo del lenguaje (9).

El neobarroco, por su parte, además de generar el movimiento y descentralización del sujeto a través de la cadena de significantes (barroco), y de proponer la conciencia de la materialidad del lenguaje (neobarroco), agrega la parodia y la carnavalización. (10) Ambas intensifican la experiencia de la materialidad producida por la cadena de significantes, provocando la exaltación de los espacios y la exuberancia de los cuerpos. En la poética lamborghiniana esto constituye el camino para “inferir” lo político, en vez de decirlo. En primer término, se parodia todo un sistema cultural dador de prestigio, el mismo en el que se erigió la representación realista de izquierda de las décadas del veinte y treinta (11). En segundo término, a la generación de las décadas del sesenta y setenta, que vislumbró en la militancia política --y desde dentro del sistema cultural dador de prestigio que continuaba oponiendo cultura vs. peronismo--, la posibilidad de surgimiento de una izquierda peronista. La poética de Lamborghini, tanto en su prosa como en su poesía, rompe con ambas estructuras al mostrar, mediante la cohesión de cuerpo y espacio, que el lenguaje y la representación parten del hecho político. Este último se halla ausente, pero es aludido mediante el uso paródico y la carnavalización de los significantes (a través de la rima, la aliteración, el exceso del hipérbaton, y la sustitución, proliferación y condensación de los significantes).

Una vez lograda la obturación semántica de lo establecido, del sentido generalmente aceptado, sólo permanece en el texto el significante, que puede unirse a otros referentes y producir nuevos significados. En consecuencia, el lenguaje poético exhibe el carácter inestable de la relación entre significante y referente. Por eso, la lectura de la poesía de Lamborghini se torna necesariamente política, porque requiere un continuo reajuste ideológico, político y cultural de los modos de leer; es decir, precisa de un trabajo de inferencia del contenido político. Se observa esto en los primeros versos de “Los Tadeys” (1974): “…Ya no/Esto no/no pensar sino hormigueo vasto/(algo que se extiende por el cuerpo)/grosero/las palabras hasta caen fuera de la matriz extraída la leyenda…/Hormigueo y bullido/que no bulle ni se evapora/y agregado de la postrer desgracia/Menos aún descansa” (Poemas 1969-1985, 48).

Sin su significado habitual, las palabras son una progresión espacial sin sentido, una desintegración, metafórica, del cuerpo en tanto unidad de significado. De ahí que éste aparezca como un todo denigrado, sometido a la violencia externa. En primer lugar, la gramaticalidad que garantiza el mensaje se quiebra en una progresión de significantes que inexorablemente conduce a la exaltación y cohesión de espacio y cuerpo. Al desestabilizar el “fordismo” del discurso --su lógica--, el relato avanza hasta llegar a exponer los cuerpos y los espacios: “…Cosa de hombres,/la máquina de escribir se traga a los hombres/(rasga el manuscrito)/con evidente perfección/poco menos que fordesca…/Es el encanto,/Todo se entiende tan bien/Tan injusto suena aquello/(ese decir: naides entiende)…” (Poemas 1969-1985, 49). En segundo lugar, el sin sentido de ese avance desnuda al lenguaje y exhibe su materialidad, todo aquello que precede a la conformación del discurso: “…Crece/hasta crecer/hasta creerse en el haber nacido/y en payada cualquiera se raja./Rezuma en su encordado:/'Ajá: o el hombre se hace mundo/o zas: el mundo hombre se vuelve'./Tanto la una como la otra, esas dos procosas/imposibles son./Entonces telón./Veintisiete letras” (Poemas 1969-1985, 49).

Se llega, de este modo, a una desintegración de la individualidad, por ejemplo: “Yo, que tiene que vivir,/progresar en el relato,/decididamente no puede: el poder…/se invierte en todo lugar, conquista/(a la larga) la superficie de cualquier inversión./Así que: ningún qué…” (Poemas 1969-1985, 50). En efecto, aquí la falta de correspondencia entre sujeto y predicado (yo, que tiene), indica, además de la ‘multiplicidad de sujetos’, la desintegración de lo individual a causa de los condicionamientos externos del cuerpo. La agramaticalidad indica así la convivencia de múltiples sujetos en un mismo cuerpo; por ejemplo, en el mismo poema: “…(Te) Estoy de vuelta,/escarnecido y humillado,/con silbos aun a cuestas del dorso./Pero, no importa./En amor, quién sabe./Nunca se sabe de qué lado./No en amor, nunca se certifica la posesión/y ni siquiera se es:/no, quien reconoce abrasa…/Té: una, dos y hasta tres tazas/bebidas en el revés de la pestaña./…” (Poemas 1969-1985, 64). Aquí, el juego con el pronombre (te) y con el sustantivo (té) señala la “cosificación” de la persona y la personificación del objeto y de la acción; ambos son producto de un proceso de inversión cuyo resultado es la exaltación del cuerpo, no ya como unidad sino como espacio en el que ocurren sucesos, en el que se solapa lo público con lo privado (12).

En el constante pasaje de la palabra hacia la materialidad --mediante la denigración e inversión del orden--, se intensifica la percepción de la continua transformación del cuerpo y su integración en el espacio, que en el caso de Lamborghini se trata de un espacio no estrictamente urbano sino más cercano a lo telúrico: “Hoy, Especiado de Contra Tona./Hermético, ridículo poema en cuerda Tikidiki:/hoy había un consejo de Regencia/donde la titiritada diosa aparecía/(llaga invernal o la dostoievskiana eternidad/en el hueco oscuro de una letrina…” (Poemas 1969-1985, 50). La inversión del orden, característica central de la carnavalización, acentúa la experiencia de la materialidad generada por la sucesión de significantes.(13) Según el mismo Perlongher “…hablaría de 'neobarroso' para la cosa rioplatense porque constantemente está trabajando con una ilusión de profundidad, una profundidad que chapotea en el borde de un río..." (Fondebrider 22). Por otro lado, para Nicolás Rosa, "...La extensión producirá una suma infinita de significantes [...] La extensión de un significante como 'goma' daría la gomosidad, lo graso, la grasitud, lo cebáceo, lo craso y lo untuoso..." (69).

El neobarroso remarcaría así las diferencias entre lo que emerge de la cadena de significantes y aquello que está ausente; por ejemplo --haciéndose eco lamborhiniano de “Die Verneinug” (1977)--, en el poema de Perlongher "Un brillo de fraude y neón" (14), donde: “...Y el azogue circulizado festeja la silueta de una sombra, / no deslumbra por luz sino por ebria oquedad en el plegado / del cimbroneo por montajes de piel /..." (Poemas completos 300). En el poema de Lamborghini, la insignificancia revela un sistema de equivalencias transitorias que impone, justamente a causa de su transitoriedad, una lectura política. En “Die Verneinug”, aquello identificado con lo bello de la gramática, con la prosa prolija, es equiparado a lo oscuro, a lo que se identifica con los fluidos y los deshechos corporales: “El retrete, en suma. La plegaria, el duque de Ohm./El deslucido y rasgado papel de los gramáticos…” (Poemas 1969-1985, 77). La sintaxis representa un orden opuesto al movimiento de los fluidos, “… [los gramáticos]No construyen sistemas: se emperran./Es visible sin embargo que estas orejas ofenden al parque/y perpetuo lo incluyen del otro lado./El tiempo, el condenado a gruta ornamental./Y la cara contra allí golpea, se hiere,/falta de imaginación incluso para la protesta./Pero obtenida, todo en orden./Obtenida, con membrete/con un membrete/la patente de cárcel…” (Poemas 1969-1985, 77). El movimiento de descenso que conduce a una progresiva denigración establece equivalencias que provocan la exhuberancia, tales como imaginación=orden; membrete=cárcel; vida=muerte, o masculino=femenino.

En efecto, estas equivalencias exponen la inversión del orden y el carácter provisional de todas las categorías y etiquetas sociales. Por ejemplo, en “Prosa cortada” (1977), “Si hay algo que odio es la música,/Las rimas, los juegos de palabras./Nací en una generación./La muerte y la vida estaban/En un cuaderno a rayas:/La muerte y la vida,/Lo masculino y lo femenino…” (Poemas 1969-1985, 78). Aparece aquí, con mayor nitidez, el sustrato poético presente en “El fiord”, en el que la falta de concordancia entre significante y referente propicia la irrupción de lo público en el espacio textual (15). Ese espacio en el que, transitoriamente, se suceden las equivalencias, puede identificarse en “La madre Hogarth” (1977) del siguiente modo: “El duque de Ohm, fiordizado/vale decir uncido cara a cara/hambrientamente a una muerte/de brillo, de fraude y de neón,…” (Poemas 1969-1985, 89). Retomando el poema de Perlongher “Un brillo de fraude y neón”, aquello que surge de las palabras se encuentra “plegado”, pero mientras que en la poética de Lamborghini lo que aparece es el momento posterior al pliegue, la exhuberancia consumada en la cohesión entre cuerpo y espacio --palabra y acto--, en la poética de Perlongher, el pliegue es constante, la exhuberancia, la “fiordización”, es continua.

En la poesía de Perlongher los lugares comunes del progresismo democrático son ridiculizados por el humor irrespetuoso, la sonoridad lingüística y la insolencia (16). Lo político surge del texto, pero su intensidad y dirección son distintas a las de Lamborghini. Al igual que en éste, una cierta violencia resulta del movimiento de los significantes, de la sonoridad lingüística, de la parodia y la carnavalización, que agrede pero al mismo tiempo adora aquello que está presente --el significante nuevo que emerge del texto--, y aquello que está ausente --lo que se alude parodiando su ausencia. La sonoridad de los textos presenta un cuerpo que ya no se identifica con las versiones normalizadas de la "identidad" (17).

Pero a diferencia de Lamborghini, en Perlongher el cuerpo no ingresa a un sistema de equivalencias, sino que es continuamente vencido por la descentralización de la cadena de significantes. Por eso, en su poesía los fluidos que emanan del cuerpo son los que le dan forma y contenido. Este aparece a medida que fluyen sonoramente las palabras. Su exuberancia es resultado de la exageración grotesca de un ellaél o de un elella, parodia de la ausencia o presencia de lo masculino o lo femenino. Se puede observar esto en "El polvo" (Austria-Hungría, 1980), donde la exuberancia del cuerpo es resultado de la cadena de significantes: "...esos destrozos recurrentes de un espejo en la cabeza de otro espejo / o esos diálogos: / "Ya no seré la última marica de tu vida", dice él / que dice ella, o dice ella, o él / que hubiera dicho ella, o si él le hubiera dicho: / "Seré tu último chongo" /..." (Poemas completos 31). La ausencia de lo masculino/femenino como algo definido se parodia a través del lenguaje, de la rima y aliteración del los significantes: "...espeso como masacre de tulipanes, lácteo / como la leche de él sobre la boca de ella, o de los senos / de ella sobre los vellos de su ano, o de un dedo en la garganta / su concha multicolor hecha pedazos en donde vuelcan los carreros / residuos / de una penetración: la de los penes truncos, puntos, juncos, / la de los penes juntos / en su hondura - oh perdido acabar / albur derrame el de ella, el de él, el de ellaél o élella /..." (Poemas completos 31)

En la poesía de Lamborghini, la cohesión entre cuerpo y espacio es provocada por la parodia y la carnavalización de lo telúrico. La voz del campo, de lo rural, de aquello identificado como la antítesis de la ciudad y de lo civilizado, es parodiada para conducir al cuerpo a un encuentro con el lugar de los prejuicios. Por el contrario, en la poesía de Perlongher, en la que el cuerpo es un continuo fluir, no hay coincidencias; por ende, no hay inversión de un sistema de equivalencias sino un escenario, el urbano, que con su vulgaridad predispone a la inversión constante de las etiquetas de la identidad. En "Nostro mundo" (Parque Lezama, 1990), lo urbano es el recorrido que hace el cuerpo al discurrir: "...un plano de tierra plana. / Cómo urdir un territorio / cuyas fronteras fueran tan lábiles que dejasen penetrar / el flujo de los suburbios y la huelga de las panaderías matinales /..." (Poemas completos 212). En "Pavón", también de Parque Lezama, el cuerpo es el que hace aparecer a los espacios urbanos a través de su continuo deambular: "Si hubiese cruzado la Pavón cuando él meneándose arisco en una falsa amenaza de fuga o de seguir andando sin parar no hubiese rizado el espacio que corroía la distancia entre la botamanga y la pupila de ojos en compota futuramente hueros si no sino su llaverito con gomas de la confitería del molino o fresas..." (Poemas completos 229).

La cadena de significantes ya no muestra una fotografía de lo espacial sino que lo presenta un mapa viviente del cuerpo en tanto éste es múltiples recorridos. Este fluye a través de las palabras y los espacios surgen de esos diversos recorridos. Los barrios son los circuitos por los que el sujeto poético (el cuerpo) sucumbe a continuos procesos de identificación. Para Perlongher, la calle es el lugar de circulación, el lugar en el que "se" deviene deseo, en el que el individuo se convierte en sujeto "deseante", es decir, se transforma. Tal operación se da por lo que se omite, por lo ausente, lo excluido y silenciado, lo que no se es, o lo que se niega ser. En "Chorreo de las iluminaciones en combate bicolor", (El chorreo de las iluminaciones, 1992), se observa del siguiente modo en el encuentro entre dos hombres: "El relajo de los reflectores sobre los poros goteantes / o lamparones que satina el linimento engominado, / las emulsiones de la ilusión recolectaban lo amarillo / del fondo de los ojos inyectadas de una barata / sanguinolencia, o somnolencia, dependiendo de las horas / del gong, del movimiento de los cinturones en la / falsa arena que es Portland pisoteado con polvo /..." (Poemas completos 308).

El sujeto es el que se da cuenta de que no es, y el poeta no es más que un "cartógrafo" que ofrece una crónica de los "circuitos deseantes". Pero la captación, como acto, no se produce para fijar el sentido ni para promover una identidad sino para dinamitar toda posible fijación de ésta. Tamara Kamenszain observa del siguiente modo la exaltación de los espacios y los cuerpos en la genealogía neobarroca que ella misma propone:

...Muchacho de Avellaneda, no le alcanzaría el modo girondiano de hacer de las chicas de Flores un objeto metafórico. Con empuje dominguero -no muy usual para nuestra poesía de días laborables- Perlongher extrajo del domingo porteño una especie de trópico. Los , las , las , los , las , no cuelgan del cuerpo metafórico de las chicas de Flores, sino que se descuelgan sobre la página para construir, dentro de ella, el emporio de los materiales. Si Lamborghini no podía empezar, Perlongher ya no puede detenerse. Junto con el amontonamiento de materiales irrumpen sus infinitas combinatorias para el verso (118).

La cadena de significantes, entonces, a través de la parodia y la carnavalización, desata un movimiento irrefrenable hacia el interior del mismo poema, y a la vez hacia el afuera, al mundo referencial en el que el discurso poético irrumpe a través de lo vulgar y lo grotesco.

En la propuesta neobarroc/sa de Lamborghini y Perlongher, forma y contenido se hallan unidos en la noción de pliegue o fiord.(18) El pliegue es lo que otorga profundidad a la superficie barroca provocando multiplicidad; simultaneidad; punto de subjetivación sin centro; flujos múltiples; desterritorialización y aniquilamiento del yo; éxtasis a través de la fiesta de la lengua; inflación de significantes; saturación del lenguaje comunicativo y socavamiento de las nociones. Un potlach sensual en el que el cuerpo aparece lleno de inscripciones heterogéneas y conduce a la sexualización de la escritura y la ruptura del contexto exterior (del mundo referencial), un "tajo". (19) La cadena de significantes que es el poema, desata una "indetenible subversión referencial", y "...se produce una alteración, una disputa: como si una feria gitana irrumpiese en el gris alboroto de la Bolsa" (Prosa plebeya 96).

La poesía de Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher ratifica las características del neobarroco. Sin embargo, su poética va más allá y le agrega a esta apuesta estética la invitación a la lectura política e ideológica. En el caso de Lamborghini se trata de percibir la inversión de un orden cultural que se leyó a sí mismo y a la política --sobre todo al peronismo--, por medio de la dicotomía civilización y barbarie, en la que encajan otras como lo culto vs. lo popular, lo democrático vs. lo populista o lo intelectual vs. lo irracional. El resultado de tal lectura es la visualización de la cohesión de cuerpo y espacio que presenta el solapamiento del plano discursivo con el de la acción. En el caso de la poesía de Néstor Perlongher, se trata de la participación en una lectura que cuestiona de manera micropolítica las categorías de construcción de la identidad individual. Por eso, en su poesía la inversión es constante y la desidentificación es un resultado de los recorridos que hace el cuerpo por los espacios urbanos, cuyos elementos vulgares y grotescos amenazan las etiquetas ya adosadas a ese cuerpo. Puede decirse entonces que la poética neobarrosa de Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher es una invitación a la lectura política en la que es precisa la simultánea reconstrucción y destrucción de sistemas de equivalencias semánticas. Ambos procesos conforman no sólo una estética neobarrosa sino también una forma neobarrosa de leer.

Notas

(1). La transformación de los significantes muestra el devenir del yo en eco, en multiplicación. El pronombre personal "yo", por ejemplo, se transforma en un verbo, "yollar", que indica que la subjetividad es movimiento y sufrimiento (soy yo sin vos/sin voz/aquí yollando).

(2). La limitación a estos rasgos se debe fundamentalmente a dos razones: en primer lugar, y tomando en cuenta lo formulado por Edgardo Dobry, "...el neobarroco abarcó a poetas de tan amplia variedad estilística y temática que en muchas ocasiones se tiene la impresión de que esa denominación se refiere antes a un corte generacional o a la temporalidad en la publicación de los libros..." (51); en segundo lugar, el neobarroco, con su exaltación del los cuerpos y los espacios, fue retomado por gran parte de la poesía argentina de los noventa, que, a pesar de su impronta objetivista, vio en estos dos rasgos una estrategia para su discurso. En el objetivismo "El poema [...] transcribe un orden visual, sin melancolía, sin repugnancia moral ni estética. El poema vuelve a la historia, a la Historia; la sunjetividad del poeta se diluye en el paisaje o en la masa [...] una poesía objetivista concebida como una corriente que, nacida con el Romanticismo, recorre la poesía de los últimos siglos [...] No existe valor o sistema de valores con que contrastar la realidad, no existe sistema mítico frente a la mera evolución narrativa [...] en esta poesía no hay nada que venga de fuera, no hay sustento para una lectura moral..." (Dobry 48 - 49). Por su rechazo a los neologismos y al lenguaje coloquial, y por la recuperación del significado directo de las palabras (denotación) y su carácter nacional y de pertenencia a una comunidad, gran parte de la poesía de los noventa se opone al neobarroco. Sin embargo, la exaltación de los espacios urbanos y del cuerpo son dos rasgos que recuperan del neobarroso.

(3). En la década del ochenta surgen diversos grupos poéticos como resultado de la publicación de revistas de poesía, tales como Ultimo reino, Xul, La danza del ratón y Diario de poesía, entre otras. Se generan nuevos contactos entre estos distintos grupos y, de acuerdo a Fondebrider "...De algún modo, las poéticas en ciernes entran en contacto con sus precedentes [...] se intenta reconstruir un tejido desgarrado por los años de la dictadura..." (20). Esto da lugar a la formación de un "ambiente" que genera espacios para expresar esa voluntad de reflexión. En este contexto surge el neobarroco en Argentina, como una propuesta en la que "...el neobarroco, más que un género sea una poética que corresponde al misterio de una época [...] una época que está en la búsqueda de nuevas formas y en su valorización..." (Arturo Carrera, Fondbrider 25)

(4). Rizoma (1966), de Deleuze y Guattari; El pliegue (1988) de Deleuze; Paradiso (1966), de José Lezama Lima, y diversos trabajos de Severo Sarduy, son las influencias que reconoce Néstor Perlongher. En cuanto a los escritores argentinos, se refiere a “El fiord” (1969), de Osvaldo Lamborghini, Nanina (1968), de Germán García, y El frasquito (1973), de Luis Gusmán; y llega hasta Arturo Carrera hacia fines de los ochenta.

(5). Chiampi distingue tres momentos del barroco en Latinoamérica. Un primer momento se iniciaría con el preciocismo verbal y la presencia del mundo exterior en la poesía de Rubén Darío. Para Chiampi este barroco sería una versión coherente con el 'proyecto modernista', que pretendía alinear la literatura americana con el simbolismo y producir una recreación temática identificada con lo español. La segunda reapropiación la harían los poetas de la vanguardia, como Borges y Huidobro con su Ultraísmo, con el que se pretendía un 'transformismo prismático' de las percepciones. Para estos escritores, la metáfora barroca era un modelo contra cierta referencialidad directa del modernismo. La tercera etapa sería la inaugurada por José Lezama Lima (a partir de los cincuenta), quien propuso una 'patente' del barroco en Hispanoamércia. Esta patente es la oscuridad que proviene de la dificultad de asignar un sentido único, resultado de la experiencia de ruptura en el origen y en la realidad de lo Hispanoamericano. Para Chiampi, en la propuesta de Lezama Lima hay una reivindicación de la identidad cultural. En la especificidad de la estética barroca se encuentra la expresión americana, "...Lezama insiste en la idea de lo americano como un devenir (un ser y uno no ser), en permanente mutación..." (26). Podría decirse entonces que es a partir de esta tercera etapa en la que se puede comenzar a hablar de neobarroco como un barroco que además incluye la expresión de lo americano e imprime un sello particular, su patente, a la estética barroca. Chiampi destaca que el texto neobarroco desplaza dos categorías centrales del modernismo: las categorías de sujeto y de temporalidad. Este desplazamiento es resultado de la agrupación de fragmentos, el constante movimiento, la estructura circular, la 'descomposición en orden y composición en desorden, y la ausencia de avances y retrocesos en el texto.

(6). Así, sujeto y temporalidad se desvanecen en el texto neobarroco. El sujeto del texto neobarroco habita espacios eufóricos e intensos, pero temporarios por su fragmentariedad. Para Sarduy, "...el neobarroco, refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la homogeneidad [...] reflejo estructural de un deseo que no puede alcanzar su objeto, el deseo para el cual el logos no ha organizado más que una pantalla que esconde la carencia..." (Sarduy 1973, Chiampi 47).

(7). Por ejemplo, en "El pabellón del vacío" (Fragmentos de su imán, 1977), de Lezama Lima, el descentramiento es el vacío de todo significado. Sin embargo, en el vacío, en lo que está del otro lado de las palabras, también hay movimiento; y por eso la voz del sujeto poético reaparece una y otra vez en la superficie del poema: "Voy con el tornillo (se mueve) / preguntando en la pared (está preguntando en el vacío de las palabras) / un sonido sin color (un significante sin significado) / un color tapado con un manto (un significado siempre oculto, siempre del otro lado de la pared, en el vacío) / con las uñas voy abriendo (con el cuerpo abre un significante nuevo) / el tokonoma en la pared / Necesito un pequeño vacío, (voluntad de reflexión sobre la imposibilidad de fijar el sentido) / allí me voy reduciendo/para reaparecer de nuevo, (nuevo significante, que sale del cuerpo) / palparme y poner la frente en su lugar. / Un pequeño vacío en la pared" (Ortega 27).

(8). En el barroco, “antítesis” y “metáfora” se combinan para producir un texto que adquiere la forma de una cadena de significantes en continuo movimiento de avance y retroceso del que surgen nuevos significantes a medida que otros son elididos. Para Severo Sarduy, el texto barroco surge de una estética elaborada y minuciosa que se opone a lo puro y equilibrado de la forma clásica precedente. La antítesis es la figura retórica central del barroco, es decir, la contraposición de palabras antónimas (Todorov - Ducrot 318). La retórica barroca adquiere la forma de una cadena de significantes, muchas veces contrapuestos, que indican movimiento de avance y retroceso circular, del cual surge un nuevo significado. La metáfora es la figura que conduce este movimiento, "...la mudada retórica por excelencia, el paso de un significante, inalterable, desde su cadena 'original' hasta otra, mediata, y de cuya inserción surge el nuevo sentido..." (Sarduy 53). La metáfora es "...el empleo de una palabra en un sentido parecido, y sin embargo diferente del sentido habitual..." (Todorov - Ducrot 319). Otras figuras retóricas caracterizan a la sintaxis barroca, tales como la elipsis (supresión de uno de los elementos necesarios para una construcción sintáctica completa), la parábola (una historia corta y simple relacionada con una fábula) y la hipérbole (aumentación cuantitativa de un objeto o el estado de un objeto). Estas figuras hacen que la retórica barroca sea una retórica en movimiento y descentrada. Asociada al concepto de rizoma, Sarduy advierte que en la representación del los espacios "...la ciudad barroca […] se presenta como una trama abierta, no inferible a un significante privilegiado que la imante y le otorgue sentido..." (61). El texto poético, en tanto texto rizomático, no propone la asignación de un sentido único sino una continua cartografía.

(9).En "Oro" (Oro, 1975), de Arturo Carrera, se observa cómo a través de la cadena de significantes se produce una exaltación de los espacios y de los cuerpos a los que se refiere de modo alusivo; "...le reponden pájaros rojos ojos ocelos / celo en tus ojos rojos un instante de / tus ojos bajan a mezclar la luz con el / mescal / las plumillas de plomo soplan / oro siempre soplan viento y son oro / en tus trazos no vuelven al libro / no hay soporte / los objetos zumban / giran en torno mío estrepitosamente / no hay soporte en tu cuerpo / no hay superficie en tu cuerpo /..." (Ortega 485).

(10). Se entiende el término parodia tal como lo plantean Todorov y Ducrot: "...En el discurso literario, no basta con diferenciar las palabras 'poéticas' (es decir, utilizadas sobre todo por la literatura) de las demás; se identifican ciertas palabras o expresiones con corrientes literarias, épocas, inclusive autores y obras particulares. Cuando se emplea una palabra así marcada por los contextos precedentes en una función análoga, se habla de estilización; si la función está invertida, se trata de parodia..." (297)

(11). Por ejemplo, en “El niño proletario” (1973), puede hacerse esta lectura sobre los escritores de Boedo.

(12). Tal coincidencia, en efecto, se puede observar en el estudio que John Krasniauskas hace de “El fiord”, en el que analiza la relación alegórica entre Eva Perón y el cuerpo y la nación.

(13). Para Perlongher "...La carnavalización barroca [...] como en el Theatrum Philosoficum de Foucault, todo aquello que es supuestamente profundo sube a la superficie: el efecto de profundidad no es sino un repliegue en el drapeado..." (Prosa plebeya 96)

(14).Dedicado a Osvaldo Lamborghini, en "Un brillo de fraude y neón" (El chorreo de las iluminaciones, 1992), Néstor Perlongher observa del siguiente modo la estética neobarrosa "Agita la morenera la morera castaña de los pelos / El cabello, el capullo: urde el casullo de látex /..." (Poemas completos 300). Cabello, capullo y casullo resuenan en un proceso de sustitución, proliferación y condensación. El cabello, que es parte del cuerpo, con forma de capullo (la redondez del cuerpo, sus partes curvas), en el casullo (concavidad de lo que recubre al cuerpo, el látex, el preservativo). Más adelante el poeta dice "...Untuosa brida desmelena el vello, público: / orquídea negra que esplandece emancipada de las lianas /..." (Poemas completos 300). Untuoso es el fluido que se condensa y adquiere la fuerza mecánica de una brida, forma del pene erecto que emerge del vello púbico.

(15). Este aspecto ha sido expuesto en detalle en el estudio de Susana Rosano sobre las referencias al peronismo y al “otro” en la representación literaria, y el de Josefina Delgado relativo a la forma de representar la nación en “El fiord”.

(16). En la serie que Perlongher dedica al mito argentino de Eva Perón, se observan todos estos rasgos como una 'voluntad manifiesta de blasfemia', de agravio, pero también de adoración.

(17). El cuerpo sucumbe una y otra vez a los procesos de "desidentificación" que le van imponiendo los significantes que surgen de la sonoridad, resultado de la parodia, la ironía, lo vulgar y grotesco de la carnavalización del discurso.

(18). Para Perlongher "...Estado de sensibilidad, estado de espíritu colectivo que marca el clima, 'caracteriza' una época o un foco, el barroco consistiría básicamente en cierta operación de plegado de la materia y la forma [...] Poética de la desterritorialización [...] Al desujetar, desubjetiva [...] No es una poesía del yo, sino de la aniquilación del yo..." (Prosa plebeya 93 - 94)

(19).Georges Bataille desarrolla en La parte maldita (1974) una teoría del Potlach. Es, como el comercio, un medio de circulación de las riquezas, pero excluye el regateo. Es el don de riquezas que un jefe tribal ofrece a su rival con el objeto de humillarlo, retarlo y de dejarlo en una obligación. Quien recibe estas riquezas tiene que corresponder un tiempo más tarde con un nuevo potlach, más generoso que el primero. En esta situación "dar", se convierte en "adquirir" para el otro y pone de manifiesto un poder. Quien consume la riqueza modifica al que da en el acto de la consumación. Esta transformación es lo que constituye el poder del don de las riquezas. Esta relación permite revelar aquello que habitualmente se escapa, a la vez que enseña que se trata de una ambigüedad fundamental.

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