martes, 2 de octubre de 2012

El señor barroco José Lezama Lima - Jorge Luis Arcos



A diferencia del gran novelista cubano Alejo Carpentier, quien construyó con su impresionante ciclo narrativo una de las imágenes más universales de América Latina, al punto de ser considerado por Harold Bloom acaso el escritor canónico por excelencia de esa parte del mundo, José Lezama Lima continúa siendo una rara avis dentro del imaginario hispanoamericano. El hecho sorprendente de que una importantísima encuesta realizada por la revista Times al concluir el siglo XX situara a su novela Paradiso, en tercer lugar de votos, dentro de la narrativa universal, acrecienta, en vez de disminuir, la extrañeza que le es consustancial a toda su obra. Lezama no influyó, como sí Carpentier y de una manera decisiva, en el llamado boom de la narrativa hispanoamericana. Por ejemplo, novelistas tan universales como Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes reconocen a Carpentier como un antecedente ineludible. En el caso de Lezama, es cierto que la celebridad alcanzada por su novela se debió en parte al favorable contexto de recepción que propició el boom, sobre todo a partir del ensayo de Julio Cortázar, “Para llegar a Lezama Lima”, que incluyó en su libro La vuelta al día en ochenta mundos, donde el escritor habanero aparecía como un raro deslumbrante. Los cinco primeros capítulos de su novela habían aparecido en la revista Orígenes, más un fragmento del último, entre 1949 y 1955, sin ninguna repercusión ostensible. Finalmente, su novela se publica en La Habana en 1966. Es a partir de entonces, y gracias a la crítica inteligente y participante de Cortázar, que la ya dilatada obra de José Lezama Lima comienza a ser reconocida más allá de su contexto insular. Se descubre entonces al poeta acaso más singular del siglo xx iberoamericano, y a un ensayista no menos notable. Sin embargo, su obra continúa ofreciendo una tenaz resistencia, a pesar de que, sobre todo a partir de la década del 80, sucede, tanto en su propio país como en los medios académicos de Europa y Estados Unidos, una suerte de boom hermenéutico de su obra, que nos recuerda aquella entre irónica y melancólica frase suya a propósito del éxito alcanzado por su novela: “Seremos pasto de profesores”. Esto es un buen síntoma, porque prolonga su extrañeza y la concurrente avidez crítica más allá del contexto histórico del llamado boom de la nueva novela latinoamericana. Esa tenaz resistencia aludida se mantiene hasta el presente, acaso porque le es consustancial a su propia obra. En una carta a Cintio Vitier, fechada en 1944, le escribe: “¿Huye la poesía de las cosas? ¿Qué eso de huir? En sentido pascalino, la única manera de caminar y de adelantar. Se convierte a sí misma, la poesía, en una sustancia tan real, y tan devoradora, que la encontramos en todas las presencias”. Y más adelante precisa: “Y no es el flotar, no es la poesía en la luz impresionista, sino la realización de un cuerpo que se constituye en enemigo y desde allí nos mira. Pero cada paso dentro de esa enemistad provoca estela o comunicación inefable”. Se establece así un combate entre el poeta, el poema y la poesía: el poeta en busca de la poesía, que le opone siempre una resistencia, se muestra momentáneamente en el poema pero al cabo huye, desaparece de nuevo, no se deja poseer. Pero fijémonos en que Lezama había dicho que aquella estaba “en todas las presencias”, por donde su avidez poética compromete a toda la realidad. En muchos poemas de Enemigo rumor (1941) se ilustra ese combate, donde el poeta apetece organizar en el poema un cuerpo resistente frente al paso del tiempo frente a la hurañez de la poesía. Así, escribe en “Pez nocturno”: “La oscura lucha con el pez concluye; / su boca finge de la noche orilla. / Las escamas enciende, sólo brilla / aquella plata que de pronto huye”, donde hace más claro, metapoéticamente, el sentido de su famoso poema “Ah, que tú escapes”, donde expresa: “Ah, que tú escapes en el instante / en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”. De manera que Lezama se plantea desde un inicio oponer frente a la avidez de la muerte y el tiempo, una avidez equivalente, “una avidez regia” –expresó Cintio Vitier-, una avidez de raíz barroca.

Una de las dificultades que entraña la lectura de su obra reside justamente en su poderoso universo metapoético. Toda su obra, ya sean sus poemas, ensayos, cuentos o novelas, adquieren un sentido primordial, omnicomprensivo, a la luz de lo que él mismo llamó una temeridad, una locura, un imposible: la creación de un sistema poético del mundo. O, como le dice a Cintio Vitier en una temprana carta en 1939, a propósito de una frase de Juan Ramón Jiménez: “seguro instinto consciente”. Dice Lezama: “Yo le llamaría nueva habitabilidad del paraíso por el conocimiento poético. Sabido es que el otro conocimiento fue el que lo hizo inhabitable”. En muy significativo, por cierto, que ese mismo año publique María Zambrano en México (ya la conocía Lezama desde 1936) Pensamiento y poesía en la vida española y Filosofía y poesía, donde la pensadora andaluza expone por primera vez, extensamente, lo que luego configurará, a lo largo de toda su obra, como su razón poética. En todo caso, influjos o fecundaciones aparte o mediante, Lezama se propuso crear con su sistema poético una cosmovisión. Pero repárese en que no se limitó, como sucede en sus ensayos, a describir reflexivamente sus llamadas categorías poéticas o de relación, sino que las desplegó, las encarnó en sus poemas, cuentos y novelas e, incluso, en sus propios ensayos, de tal manera que todas sus creaciones se constituyen en verdaderos “cuerpos vivientes”, a partir de la primordialidad que le confiere Lezama a la imagen. Y aquí se establece el punto de diferencia más importante de Lezama con otros creadores, por ejemplo, con los novelistas hispanoamericanos y con el propio Carpentier.

A partir de su teoría de la imagen, Lezama expone lo que puede servirnos para comprender la raíz barroca de toda su obra. Desde su ecumenismo católico tomista, una suerte de catolicidad incorporativa que linda con la heterodoxia –católico órfico, le llamó María Zambrano-, Lezama parte de las categorías tomistas de la imagen y la semejanza para explicar el centro de su sistema poético. Si el hombre, por el pecado original, y su expulsión del paraíso, perdió la identidad, es decir la semejanza con Dios, sólo le queda la posibilidad de ser imagen. De ahí que, según Lezama “la imagen deba empatar o zurcir el espacio de la caída”. Citando concurrentemente a Pascal dice que si la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza, esto es, todo puede ser imagen, por lo que la imagen es naturaleza sustituida o se erige en una segunda naturaleza. La imagen será pues, en última instancia, realidad de un mundo invisible, pero que no pierde el vínculo encarnado con la realidad de las apariencias, simbolizadas por la inmensa red de metáforas con que el poeta construye el poema y que aspiran a destilar una imagen, una imagen significativa, lo que él llamó el cubrefuego de la imagen, para que dote de sentido final, último, trascendente, también retrospectivo, a todo el poema. La imagen será la mediadora entre los dos reinos enemistados, intentando borrar aquel dualismo de raíz sagrada, por donde el poeta despliega con su arte de cetrería y con esa resistencia una suerte de conjuro propiciatorio: la infinita urdimbre de metáforas y analogías crean una tensión horizontal dentro del mundo inmanente (tal en la tropología aristotélica) pero para dar de sí otra tensión, esta vertical, anagógica, que completa la cruz, y que culmina con la relación entre lo inmanente y lo trascendente, o, como diría Lezama, entre lo cercano y lo lejano, entre lo telúrico y lo estelar. De ahí que Lezama espere todo conocimiento de la imagen poética, suerte de correlato de la razón o logos poético zambraniano. Lezama se propone llenar aquella carencia, aquel vacío, con su imagen, en este sentido barroca, es decir, frente al horror vacui, Lezama despliega lo que él llama la ocupatio, la incesante de proliferación de imágenes, que acaso halla su paroxismo creador en su poemario Dador. Dice, por ejemplo, Fina García Marruz:

“Esta poesía tachada de oscura, de hiperbólica, de excesiva, nos da de pronto algo poco frecuente en los predios abusivamente líricos de la poesía, la corporeidad de las cosas. Las vemos con una netitud que parece que se toca. No su interpretación, no su comentario, sino su cuerpo que no precisa ser comprendido. ¿Quién comprende a una silla, un frutero, un astro? La costumbre de verlas nos hace olvidar que a veces ellas son una mancha de color para nosotros, el comienzo de un pensamiento que no les concierne o una forma que no significa. En realidad las cosas son endemoniadamente oscuras. A veces nos alargan un brazo, un color o una indiferencia, otras un exceso, una jocosidad inatendida.”

Si a todo esto agregamos su creencia en la sustantividad de las imágenes, que vale tanto entonces para lo conocido como para lo desconocido, para lo visible como para lo invisible, comprendemos entonces otra diferencia importante. La imagen para Lezama no es lo imaginario, lo sustitutivo, lo ornamental, lo indirecto, lo figurado, en fin, un añadido tropológico, un procedimiento retórico, sino lo directo, lo real, lo sustantivo. Cintio Vitier, a partir de sus lecturas de los innumerables comentaristas de Góngora, e inspirándose en la definición que da Alfonso Reyes de la figura retórica catacresis (abuso): nombrar lo que no tiene nombre, en un librito muy importante aunque casi desconocido, Poética (1961), desarrolla la que hasta ahora mismo, al menos para mí, es la aproximación más satisfactoria al fenómeno poético. Allí concluye que: “para las realidades que persigue la poesía, no hay otro nombre que el que ella les da”. Repárese en que el centro mismo de la reflexión que hace Alejo Carpentier sobre la necesidad de un lenguaje barroco para revelar la realidad o singularidad innominada de América, está esa necesidad adánica de nombrar las cosas. Pero no las cosas ya conocidas, sino las otras, las nuevas, las vírgenes, inéditas, desconocidas- Se pregunta Cintio: “¿qué sentido tendría volver a nombrar lo que ya está nombrado? Quiero decir: ¿qué sentido estético y creador? ¿No será que esas cosas del poeta se le aparecen a él, siempre, como islas sin nombres, como realidades, veladas, misteriosas y desconocidas? ¿No será que la poesía, ya en un plano óntico y no retórico, es catacresis esencial, nombrar lo que esencialmente no tiene nombre?” De aquí se derivaría que la poesía es esencialmente un menester de conocimiento, y un conocimiento de lo desconocido. Es muy significativo que en la propia etimología de catacresis aparezca la acepción de abuso, tan vinculada a uno de los procedimientos retóricos del barroco. Y aquí conviene detenerse para tratar de comprender el sentido que le damos al termino barroco aplicado a Lezama Lima.

Acaso él mismo contribuyó en parte a la confusión de la crítica en la que se terminó por diluir el sentido creador, genésico con que empleaba el término barroco José Lezama Lima. De ahí que en dos borradores de una carta a Carlos Meneses, fechados en 1975, ante las preguntas que este le hace sobre el barroco americano, Lezama le conteste con un tono algo excesivo:

“Creo que cometemos un error, usar viejas calificaciones para nuevas formas de expresión. La hybris, lo híbrido me parece la actual manifestación del lenguaje. Pero todas las literaturas son un poco híbridas. España, por ejemplo (...) // Creo que ya lo de barroco va resultando un término apestoso, apoyado en la costumbre y el cansancio. Con el calificativo de barroco se trata de apresar maneras que en su fondo tienen diferencias radicales. García Márquez no es barroco, tampoco lo son Cortázar o Fuentes, Carpentier parece más bien un neoclásico, Borges mucho menos. // La sorpresa con que nuestra literatura llegó a Europa hizo echarle mano a esa vieja manera, por otra parte en extremo brillante y que tuvo momentos de gran esplendor. // La palabra barroco se emplea inadecuadamente y tiene su raíz en el resentimiento. Todos los escritores agrupados en ese grupo son de innegable talento y de características muy diversas. No es posible encontrar puntos de semejanza entre Rayuela y las Conversaciones en la catedral, aunque lo americano está allí. De una manera decidida en Vargas Llosa y por largos laberintos en Rayuela.”

Creo que al final de su vida Lezama reaccionaba -algo excesivamente, advertía- contra esa crítica académica que prefería la facilidad de las comunidades generales a la precisión de las diferencias, de las singularidades. El propio Lezama incorporó del barroco más de un elemento a su práctica escritural, a la vez que defendió, en La expresión americana, el surgimiento de ese señor barroco americano, tan diferente al europeo, aunque sin renegar nunca de su fuente primigenia, sobre todo hispánica. Pero fijémonos en que, a diferencia de Carpentier, que parece extender la necesidad y la presencia de un barroco americano a toda la historia de América, incluyendo la precolombina, Lezama lo ciñe al período de la conquista y la colonización, sin negar tampoco sus antecedentes prehispánicos. El propio Carpentier, acaso movido por la necesidad de fijar su propia poética, trazó una equivalencia demasiado categórica entre lo barroco y lo real maravilloso. Sin embargo, aunque su propia poética conoció de una notable evolución y enriquecimiento a partir del texto inaugural de 1948, su prólogo a El reino de este mundo, alrededor de esa misma fecha, en un texto muy poco conocido, “Tristán e Isolda en Tierra Firme” (1989), había hecho prevalecer como rasgo distintivo de la cultura  hispanoamericana al romanticismo. Escribe entonces: “El hombre hallado dentro y no fuera, lo universal en lo local, lo eterno en lo circunscrito. Ese sistema, ese método de acercamiento, único posible en América, es de pura cepa romántica”, y más adelante: “Nuestro pasado, nuestra historia, son románticos”, aunque en algún momento reconoce que “es en el Nuevo Mundo donde hay que buscar la apoteosis del barroco”. Una lectura atenta de este manuscrito demostrará que, con posterioridad, muchas de sus argumentaciones fueron utilizadas en ensayos posteriores, prácticamente textuales, sólo que cambiando lo romántico por lo barroco. Creo que es precisamente contra esa excesiva generalización contra la que pudo oponerse Lezama, quien también en La expresión americana, dedicó un ensayo entero a nuestro singular romanticismo americano, a veces, con ejemplos semejantes a los de este texto entonces desconocido de Carpentier.

Pero había adelantado que en esa calificación de barroco al gesto creador de Lezama, y que al final de su vida no le complacía, había ayudado en parte el propio creador de Paradiso. En efecto, Lezama no fue para nada ajeno a la revalorización que hizo la Generación del 27 de Góngora. El mismo escribió un importante ensayo, “Sierpe de don Luis de Góngora” (1951), del cual, por ejemplo, extrae el neobarroco Severo Sarduy muchas de sus claridades. Pero la lectura de Sarduy es parcial, limitada a lo que del Góngora lezamiano interesa para su propia poética. Pero el Góngora lezamiano va más allá del cordobés, lo cual sí tiene mucho que ver con la peculiar incorporación creadora, re-creadora, imaginal (no imaginaria), que hacía Lezama de la cultura. Me refiero, por ejemplo, al momento en que, buscando una imposible síntesis, más bien una solución unitiva que perdure como lección creadora para la contemporaneidad, Lezama une a Góngora y a San Juan de la Cruz. Escuchemos ahora uno de los momentos más altos del ensayo iberoamericano en el siglo XX. Dice Lezama:

“Faltaba a esa penetración de luminosidad la noche oscura de San Juan, pues aquel rayo de conocer poético sin su acompañante noche oscura, sólo podía mostrar el relámpago de la cetrera actuando sobre la escaloyada Quizás ningún pueblo haya tenido el planteamiento de su poesía tan concentrado como en ese momento español en que el rayo metafórico de Góngora necesita y clama, mostrando dolorosa incompletez, aquella noche oscura envolvente y amistosa. Su imposibilidad del otro paisaje cubierto por el sueño y que venía a ocupar el discontinuo bosque americano; la integración de las nuevas aguas extendidas mucho más allá de las metamorfosis grecolatinas de los ríos y de los árboles, unido a esa ausencia de noche oscura, negada concha húmeda para el gongorino rayo, llevaban a don Luis enfurruñado y recomido por las sierras de Córdoba. ¡Qué imposible estampa, si en la noche de amigas soledades cordobesas, don Luis fuese invitado a desmontar su enjaezada mula por la delicadeza de la mano de San Juan!”

Y más adelante concluye: “Será la pervivencia del barroco poético español las posibilidades siempre contemporáneas del rayo metafórico de Góngora envuelto por la noche oscura de San Juan” Esta visión creadora de la cultura, esta impulsión recreadora de la imagen hacia lo desconocido, fue lo esencial en Lezama, lo que llevó a Fina García Marruz, en un importante ensayo, “La poesía es un caracol nocturno”, a decir: “Su actitud pareció casaliana, su poesía gongorina, cuando estuvo en realidad más cerca –pese a las obvias diferencias- de Martí que de Casal, como –pese a los obvios parecidos- de San Juan de la Cruz que del racionero cordobés”. Lo que confundió a la crítica fue, como siempre, lo exterior, lo más visible, lo más conocido, lo más generalizable. No se atendió a la descomunal capacidad incorporativa y re-creadora del propio Lezama, aquella que hizo escribir a Cintio Vitier en un juicio memorable de su Lo cubano en la poesía: “Su originalidad era tan grande y los elementos que integraba (Garcilaso, Góngora, Quevedo, San Juan, Lautréamont, el surrealismo, Valéry, Claudel, Rilke) eran tan violentamente heterogéneos, que si aquello no se resolvía en un caos, tenía que engendrar un mundo”. El propio Cintio no rehuye el calificativo de barroco, pero siempre aclarando que se trataba de un barroquismo diferente, singular.

Ya en otro texto he insistido en que solo una lectura superficial puede establecer una equivalencia entre la poesía de Góngora y la de Lezama, pues si aquella soporta ser descifrada hermenéuticamente, como hizo un Dámaso Alonso, la de Lezama se resiste a este tipo de lectura crítica. Su sentido no depende de una posible traducción tropológica, ni una búsqueda, casi siempre infructuosa en su caso, del referente, sino de la gravitación de una imagen final. En este sentido la poesía de Lezama exige una lectura casi literal del poema, quiero decir natural, no literaria, sin por eso dejar de reconocer aquellos significados esclarecedores que nos puede aportar una lectura metapoética, eso sí, acorde con los postulados intrínsecos a su llamado sistema poético del mundo. Debo aclarar que, por ejemplo, de acuerdo al significado que le confiere Cintio a la catacresis, la propia poesía de Góngora puede ser traicionada al descifrarla, al traducirla, pues ninguna lectura puede sustituir a la primera. Esas imágenes gongorinas son reales, es decir, crean esas realidades, furiosamente particulares a la vez que extrañamente simbólicas, resonantes. Por cierto, una lectura en este sentido del culteranismo gongorino puede aportarle a su gesto creador un sentido mucho más trascendente que el meramente literario, con ser este tan importante. Pero regresando a Lezama, y como demuestra, por ejemplo, en La expresión americana, su conocimiento del barroco español no se detenía en sus grandes figuras sino que alcanzaba a sus poetas llamados menores, algo que desconcertó a Karl Vossler cuando lo conoció en La Habana. No por casualidad Lezama defiende la necesidad de la existencia de esa llamada poesía menor en la poesía hispanoamericana –llega a hablar de “ese malo poeta imprescindible” o “necesario”-, incluso de la llamada poesía popular. Basta la lectura de La expresión americana para borrar esas acusaciones de cultismo, etc., de que fue objeto Lezama. Incluso, con esa pista, acaso podamos entender mejor cierto despojamiento culterano, preciosista que fue acusando su poesía con el tiempo, y que lo llevaron a acceder a una visión de la poesía casi natural, salvaje, quiero decir, no afincada en lo meramente literario. De ahí, y no de un exceso de amaneramiento barroco, se deriva ese barroquismo áspero, incluso feo, tan suyo, tan alejado de un lirismo fácil o lindo–para el que estaba, por otra parte, tan dotado-, como se explaya, por ejemplo, en Dador, y que contrasta con el de sus primeros libros, Muerte de Narciso (1938) y Enemigo rumor (1941). Y aquí tendríamos que regresar al juicio ya citado de Fina sobre Dador (1960). Incluso, en su poemario póstumo, Fragmentos a su imán (1977), con título ya barroco, integrador, unitivo, Lezama crea, para el que sepa leer, otro barroco, esta vez íntimo, confesional, el “barroco carcelario”, muy condicionado por las trágicas circunstancias en que transcurrió el final de su vida.

Pero hecha esta larga introducción, porque de eso se trata, acerquémonos ahora a algunos de los contenidos más incitantes de su libro La expresión americana (1957). Lo primero que debe condicionar nuestra lectura es su noción de la visión histórica en contraposición al tradicional sentido histórico, y, a la vez –y para ello se hace necesario la lectura de otro libro suyo, La cantidad hechizada (1970)-, la formulación lezamiana de las eras imaginarias, que todavía en La expresión americana son denotadas como “entidades naturales o culturales imaginarias”, que, por cierto, como arguye Fina García Marruz, debió llamar imaginísticas o imaginales, para precisar aún más la preeminencia de la imagen por sobre lo meramente imaginario, ambos conceptos inseparables de los contenidos metapoéticos de su llamado sistema poético del mundo, desplegado en estos y otros libros suyos, Analecta del reloj (1953) y Tratados en La Habana (1958). De ahí la inicial dificultad que puede entregar una lectura parcial de la obra lezamiana.

Lo primero sobre lo que queremos llamar la atención en la lectura de La expresión americana es en la cualidad simultáneamente poética y narrativa de estos ensayos. Cuando digo poética no me refiero a las cualidades líricas de su lenguaje sino a que a menudo sus juicios y valoraciones reflexivas se ofrecen desde el conocimiento que le es inherente a la imagen, algo muy diferente, por ejemplo, del estilo reflexivo de Alejo Carpentier, en este caso muy cartesiano. Asimismo, el ensayista se vale muchas veces de personajes –él mismo los califica como “el sujeto metafórico”- reales o simbólicos: Fray Servando Teresa de Miers (en quien, por cierto, basó su más perdurable novela Reynaldo Arenas), Francisco Miranda, Simón Rodríguez, José Martí, o el señor barroco, el señor estanciero y el desterrado romántico. De Martí llega a hablar como “señor delegado de la ausencia”. También habla de “los grandes encalabozados, los desterrados galantes, los misántropos huidizos, los inapresables superiores de veras” del siglo XIX americano. Es la imagen la que guía sus reflexiones, a veces dramatizadas por ese cambiante “sujeto metafórico”. Es, en última instancia, lo que preconiza en “Mitos y cansancio clásico”, ensayo que sirve como introducción y deslinde teórico de ciertas posiciones que le fueron contemporáneas de Splenger, Toynbee, T. S. Eliot, Nietzsche, incluso Hegel, con relación a una interpretación de las culturas en la historia, al decidirse por la proposición de Ernest Robert Curtius: una técnica de ficción. Dice: “Nuestro método quisiera acercarse a esa técnica de la ficción, preconizada por Curtius, que al método mítico crítico de Eliot. Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores” Y enseguida advierte: “Si una cultura no logra crear un tipo de imaginación, si eso fuera posible, en cuanto sufriese el acarreo cuantitativo de los milenios sería toscamente indescifrable”

Se debe reconocer que no otra perspectiva, aunque no tan presente en sus ensayos como en algunas de sus novelas, guía la perspectiva narrativa de Alejo Carpentier. Es muy interesante que esa lectura imaginal lezamiana lo lleve a conclusiones muy revolucionarias, muy singulares, sobre la expresión americana. No se olvide que en la primera mitad del siglo XX, hasta avanzada la década del 50, se desarrolló tanto en España como en América Latina la preocupación por las culturas e identidades nacionales, de ahí la búsqueda de una españolidad, mexicanidad, argentinidad, peruanidad, cubanidad, y, concurrentemente, la preocupación por una expresión americana, preocupación esta última que se desarrollaría aún más a partir de la década del 60 como la búsqueda de una identidad latinoamericana. De ahí incluso las polémicas en torno a la especificidad o no de una teoría de la literatura hispanoamericana, etc. Llamo rápidamente la atención sobre todo esto para comprender el contexto epocal en que Lezama escribe La expresión americana. Ya el propio Lezama, en su Coloquio con Juan Ramón Jiménez (1937) había desplegado su teoría de “una insularidad poética” que, dice, “no rehuye soluciones universalistas”, porque entonces quería separarse de cierto énfasis en los componentes raciales. Finalmente aboga por la solución que guió toda la aventura origenista: “la ínsula distinta en el cosmos o, lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el cosmos”, y que tuvo en un libro como Lo cubano en la poesía, de Cintio Vitier, su ejemplo más profundo y polémico. Hay que insistir en que su perspectiva final, la que encarnó en las llamadas eras imaginarias, fue universalista, sin olvidar por ello los aportes concretos de lo nacional o incluso regional. Dice Lezama:

“No basta que la imagen actúe sobre lo temporal histórico, para que se engendre una era imaginaria, es decir, para que el reino poético se instaure. Ni es tan sólo que la causalidad metafórica llegue a hacerse viviente, por personas donde la fabulación unió lo real con lo invisible (...), sino que esas eras imaginarias tienen que surgir en grandes fondos temporales, ya milenios, ya situaciones excepcionales, que se hacen arquetípicas, que se congelan, donde la imagen las puede apresar al repetirse. En los milenios, exigidos por una cultura, donde la imagen actúa sobre determinadas circunstancias excepcionales, al convertirse el hecho en una viviente causalidad metafórica, es donde se sitúan esas eras imaginarias. La historia de la poesía no puede ser otra cosa que el estudio y expresión de las eras imaginarias”

No obstante, en un ensayo muy posterior a La expresión americana (1957) y a sus ensayos sobre la eras imaginarias, “Imagen de América Latina” (1972), Lezama reconoce que “Lo que hemos llamado la era americana de la imagen tiene como sus mejores signos de expresión los nuevos sentidos del cronista de Indias, el señorío barroco, la rebelión del romanticismo”. No es ocioso tampoco señalar que uno de los mejores conocedores de la narrativa cubana; Roberto Friol, no vacila al afirmar que “Paradiso es (...) un fruto del barroco americano”. Otros críticos han discurrido incluso sobre el manierismo lezamiano.

Lo que en última instancia propone Lezama es una interpretación no meramente racionalista o historicista, también le llamará causalista, de la historia. Con su lectura imaginal, con su defensa de una visión histórica contra un sentido histórico, Lezama trata de liberarse de una lectura horizontal, diacrónica, para proponer otra vertical, sincrónica. Trata de captar aquella historia significativa, no apócrifa, como diría María Zambrano. Justamente al releer la historia desde una perspectiva no sólo racionalista sino poética, Lezama, como también quiso la Zambrano, pretende igualmente rescatar toda una historia marginal, sumergida, oculta. De esta manera trata de apartarse de ciertas valoraciones pesimistas sobre la historia y las culturas en general, a la vez que zafarse de ciertas miradas eurocentristas a la hora de interpretar las singularidades de la historia de América. Por eso precisa: “He ahí el germen del complejo terrible del americano: creer que su expresión no es forma alcanzada, sino problematismo, cosa a resolver. Sudoroso e inhibido por tan presuntuosos complejos, busca en la autoctonía el lujo que se le negaba, y acorralado entre esa pequeñez y el espejismo de las realizaciones europeas, revisa sus datos, pero ha olvidado lo esencial, que el plasma de su autoctonía, es tierra igual a la de Europa”. Juicio donde también parecen resonar posteriores ecos carpenterianos. Es muy curioso cómo durante al menos dos décadas , la del 60 y 70, se privilegiaron ciertos ensayos de Carpentier, sin duda de verdadero valor, y se obviaron estos anteriores de Lezama. Pero esto ya nos abocaría a otra historia. Por lo demás, como demuestra aquel texto ya comentado, “Tristán e Isolda en Tierra Firme”, muchas preocupaciones de Lezama y Carpentier fueron coincidentes, si bien en Lezama, por su mayor poeticidad, queda siempre como un más allá, un sin fin de insinuaciones, de potencialidades, que no puede albergar el discurso más puramente racional de Carpentier. Acaso habría que plantearse –cosa que no podemos ni siquiera esbozar aquí, por su dilatada dilucidación-, junto a la contraposición, ya bastante asediada por la crítica, de los términos “lo real maravilloso” carpenteriano y el realismo mágico, profusamente aplicado a García Márquez, de estos a la luz de otro equivalente de Lezama: “lo maravilloso natural”, más apegado al sentido ya enunciado de la imaginización de lo real. Asimismo, tanto Carpentier, como Lezama, aunque desde diferentes miradores críticos, incorporaron el surrealismo a sus respectivas cosmovisiones y prácticas escriturales, a la vez que de distinto modo guardaron una distancia crítica de sus consecuencias.

Se ha debatido mucho sobre cierto pesimismo que late, al menos como posibilidad, en la visión de la historia carpenteriana desarrollada en sus novelas. En este sentido, Lezama es más optimista, al menos por el resguardo de su ontología religiosa, que le hace oponer frente al tiempo y la muerte la imagen de la resurrección. Lezama es un apocalíptico positivo. Ya se sabe que Lezama, frente a la idea de Heiddeguer del hombre como un ser para la muerte, esgrime su confianza en el poeta como el creador de una causalidad para la resurrección. Por eso confía, en última instancia, proféticamente, en la encarnación futura de la poesía en la historia: la imagen como una partera de realidades y de actos. Y es por este sentido trascendente que Fina García Marruz, en un libro que se ha tornado muy polémico en Cuba, La familia de Orígenes, establece una tajante diferencia entre el sentido del barroquismo lezamiano y el neobarroco de un Severo Sarduy, quien incluso trató de presentar a Lezama como un neobarroco, y a sí mismo como su heredero. Acaso Fina sea muy categórica, en tanto ningún argumento ideológico puede negar ninguna práctica escritural. Ni siquiera, en literatura, un argumento, una opción cosmovisiva, pueda negar la validez o al menos la legitimidad de otra diferente. Pero lo que sí es evidente es la distinta percepción, ya no sólo de lo barroco, sino del mundo, que detentan Lezama y Sarduy. No es un secreto que este último se ha considerado siempre un discípulo de Lezama, pero habrá que convenir también en que es un discípulo que se desvía creadoramente de su maestro a través de eso que denominó Bloom como una mala lectura. Fina, que acaso no ha leído toda la obra reflexiva y narrativa de Sarduy, se basa en una “Entrevista de el inventor del neo-barroco Severo Sarduy con Jorge Fontefrider”, publicada por el Diario de Poesía, en Buenos Aires, en 1981. Allí expresa Sarduy que “Cuando yo utilizo la pacotilla del drug-store de Saint German des Pres, textos canónigos del budismo tibetano, imágenes que hallé en Bombay, recetas de cocina china y cubana, todo está en el mismo nivel, no hay perspectiva ideológica y religiosa”. Luego habla de su tendencia al “aplanamiento”. Ciertamente, y no sólo por los argumentos de Fina, es obvio que hay una diferencia de raíz entre Lezama y Sarduy. Ya Lezama, en un texto muy anterior, “Mann y el fin de la grandeza”, fechado en 1955, había dejado muy clara su posición frente al pesimismo histórico, igual que lo hace en La expresión americana. En aquel ensayo expresa:

“Desconfiamos de la posiciones crepusculares, de su pesimismo en las artes, pero es innegable que nuestros días conllevan una crisis de lo germinativo. Parece una sustancia, que cansada de soportar su antítesis, comienza a extinguirse. Muchos signos de nuestra época están llenos de que es su propio soporte el que se doblega, y que los movimientos en las artes y en el pensamiento actuales estaban ya revertidos en sus precursores. ¿Podría alcanzar el existencialismo una elevación más poderosa que en Pascal o en Kierkegaar? ¿Podrá el arte abstracto realizar más que en Klee o en Kandisky? No lo creemos, y un arte que nace ya abarcado o contenido por sus precursores, se convierte en mera ilustración de sus fichas eidéticas. Así también la novela, al abrir su compás en una forma tan desmesurada que comprende en un solo signo las situaciones espaciales y el dominio de lo temporal, entra también en la crisis de la región que tiene que atravesar o descubrir. Gérmenes, orígenes, plasmas nuevos tienen que ser descubiertos por la nueva novela después de Proust, de Joyce o Mann. Y los atisbos que se muestran parecen muy alejados de toda esa grandeza.”

Pero, además, para Lezama, como expresa en el último ensayo de La expresión americana, “Sumas críticas del americano”, parece haber una salida –y repárese en que el término “americano” incluye para Lezama a Norteamérica, como demuestra cuando elogia a Melville y a Whitman, y expresa: “instauran en pleno siglo XIX, la era de los hombres de los comienzos”. Esa salida, esa esperanza se avienen con una imagen completamente suya: la del espacio gnóstico americano. Espacio “abierto”, precisa. “Las formas congeladas del barroco europeo-continúa-, y toda proliferación expresa un cuerpo dañado, desaparecen en América por ese espacio gnóstico, que conoce por su misma amplitud de paisaje, por sus dones sobrantes. El sympathos de ese espacio gnóstico se debe a su legítimo mundo ancestral, es un primitivo que conoce, que hereda pecados y maldiciones, que se inserta en las formas de un conocimiento que agoniza, teniendo que justificarse, paradojalmente, con un espíritu que comienza”. Es conveniente, para comprender estas ideas recordar la importancia que tiene dentro de la cosmovisión poética lezamiana la noción del nacimiento, de la inocencia –Cortázar habla, por ejemplo, de un barroco inocente en Lezama: “Su expresión es de un “barroquismo original (de origen) por oposición a un barroquismo lúcidamente mis in page como el de un Alejo Carpentier”, precisión que, por cierto, agradó a Lezama- y, por último, de la resurrección, para Lezama, la mayor imagen creada por el hombre. De ahí que se detenga justamente en el momento de crisis europea que coincide con el llamado descubrimiento de un mundo nuevo, y exprese: “Sólo en ese momento América instaura una afirmación y una salida al caos europeo. Pero un nuevo espacio que instaure un renacimiento sólo lo americano lo pudo ofrecer en su pasado y lo brinda de nuevo a los contemporáneos”. Luego añade: “hemos ofrecido inconciente solución al superconciente problematismo europeo”. En definitiva, lo que hay de barroco en Lezama, más allá de las precisiones sobre su estilo, su “sintaxis barroca”, su “poética del exceso”, su manierismo, etc., es su lección genésica, creadora, su poderoso poder incorporativo, abierto, inteligente, conocedor, todas cualidades de ese espacio gnóstico, capaz de incorporar una cultura anterior y recrearla, vivificarla, acaso porque, como arguye Fina: “Lo realmente nuevo no es nunca ni una continuación sin nacimiento ni una brusca ruptura, sino un encuentro, algo que realiza las potencialidades de lo anterior”. Por eso Lezama siempre desconfió del espíritu de ruptura del vanguardismo, de la lucha generacional, y opuso una resistencia frente a cualquier fuerza de desintegración, a la vez que apostaba por la concurrencia, por la integración, por la resurrección, por un nuevo nacimiento. Por eso pudo escribir: “y otra vez la eternidad”. Acaso sea hasta superfluo intentar calificar a Lezama como un escritor barroco. Es cierto que siempre apelamos a lo conocido para nombrar lo desconocido. Y la obsesión de Lezama fue justamente lo desconocido, lo imposible, lo invisible. Al final de su vida, añoró en su último poema, “El pabellón del vacío”, perderse en el tokonoma, un pequeño vacío en la pared, según una antigua tradición japonesa, para acceder a un tiempo otro, ubicuo, un tiempo sin tiempo, imagen de la eternidad. Pero el pensamiento que quizás más nos incita es cuando expresa que él pertenece a “la gran tradición, la verdaderamente americana, la de impulsión alegre hacia lo que desconocemos”.